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Firma invitada / Dry Martini

Monstruos y genios

L

o sabe todo el mundo pero conviene recordarlo: se puede ser un genio y a la vez un auténtico cabrón. El talento no es incompatible con la maldad. A veces incluso parece que se nutra de ella y que la mejor música, la novela inolvidable, el cuadro emblemático surjan del mismo pozo oscuro que la crueldad, la barbarie y la violencia más estúpida. Los seguidores del artista tocado por las sombras omiten lo mejor que pueden cualquier referencia a ese furor vesánico convencidos de que la belleza de la obra puede redimir biografías ebrias de un veneno capaz de corromper cualquier decencia, pero la biografía sigue ahí.

Céline fue un escritor extraordinario y su “Viaje al fin de la noche” (1932) –una de las novelas más subversivas y auténticas del siglo XX– la constatación de que todas las promesas y valores del mundo civilizado no son más que muestras incuestionables e intolerables de la estupidez humana. Y esa misma civilización, embarcada en una guerra de aniquilación inútil y sórdida, un engendro impulsado por instintos atávicos de destrucción y muerte. Pero, al mismo tiempo que redactaba una de las crónicas más poéticas y negras de la condición humana, Céline expandía el veneno del antisemitismo eliminacionista en Francia como un propagandista del exterminio que ni siquiera exhibía la pureza fría del fanático enloquecido: en sus horas libres se ocupaba en chulear a una de sus novias, a la que pasaba cuentas con el rigor de cualquier macarra.

La sombra del mal es alargada. Cuando en 2018 la editorial Gallimard, ante el escándalo que se desató, tuvo que suspender la publicación de “Bagatelas para una masacre”, uno de sus más feroces y sanguinarios panfletos, el entonces primer ministro, Édouard Philippe, celiniano de pro, dijo en una entrevista: “Hay excelentes razones para detestar al hombre, pero no se puede ignorar al escritor ni su lugar central en la literatura francesa”. Seguramente Philippe tenía razón y lo contrario no sería democrático, ni útil, ni nada. Pero al menos que quede claro que se puede detestar al hombre, porque hay faltas que no lava ni el arte más depurado.

Céline no estaba solo. La genealogía del odio venía de muy atrás. Mentes preclaras y creadores exquisitos habían señalado al enemigo y habían elegido las armas. En su “Historia maldita de la literatura. La mujer, el homosexual y el judío” (1975), Hans Mayer daba pistas sobre el terreno de juego y sus reglas. A partir de ahí todo avanza hacia Céline. Pasaba por antisemitas de manual como Chopin y Chaikovski, se entretenía en las divagaciones del conde de Gobineau y seguía con Houston Stewart Chamberlain, un superventas que teorizó sobre la corrupción de la sangre y se emparentó con el protonazi más exitoso, Wagner, el autor de “El judaísmo en la música” (1850) y uno de los más sugestivos inspiradores de la Endlösung.

El propio Hitler estaba fascinado por Wagner. En realidad, debía ser de los pocos que podía soportar esos desmesurados alardes de cinco horas que (Woody Allen dixit) de lo que dan ganas es de invadir Polonia y que solo puedo asociar con “Apocalypse Now” y “La cabalgata de las valquirias” en una playa en llamas en algún lugar de Indochina. Música que sirvió de banda sonora a aquellos hombres que en los años treinta componían las ruinas del torbellino de la modernidad. Los europeos, como dice David Alegre –“Colaboracionistas. Europa Occidental y el el nuevo orden nazi” (2022)–, que en menos de dos décadas pasaron de escuchar y pronunciar mítines en las cervecerías y los cafés a las organizaciones colaboracionistas, las unidades de combatientes y los escuadrones de la muerte.

Es una mochila pesada para la cultura más sofisticada de la historia. Después de ellos todo parece relativo, desde la misoginia agresiva de Picasso hasta que John Lennon, un tipo lleno de talento que empedraba el infierno con las mejores intenciones, tuviera la costumbre de zurrar a sus novias y explicarlo en la revista ‘Playboy’. William Golding y Gabriele d’Annunzio, Ike Turner y Phil Spector, en el debate entre la admiración por el talento y una vida percibida como un fracaso sin paliativos.

Pasolini sabía de lo que hablaba –“Como en los sueños, cuando toda dignidad se pierde y quien tiene que llorar llora, quien tiene que pedir piedad pide piedad”–, pero Clint Eastwood también daba ideas de cómo lidiar con los hijos de puta: Unforgiven. ∎

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