ntre el gentío que se agolpaba en la librería Finestres d’Art i Còmic de Barcelona apareció la imponente figura de Thurston Moore, precedida por la de su editor, Dídac Aparicio, quien se encargó de introducir el acto de presentación de “Sonic Life” (2023; Contra, 2025). Explicó que el encuentro estaba inicialmente previsto para principios de julio, pero un “problema con los controladores aéreos” impidió que el líder de Sonic Youth pudiera acudir a la cita.
El editor advirtió también que la inesperada ausencia de última hora de Ignacio Julià –biógrafo y amigo del grupo neoyorquino disuelto en 2011– se debió a un contratiempo de salud (“aunque está bien”, puntualizó). Ello rebajaba en parte la expectativa de la velada, ya que la voz de Julià es una de las más autorizadas para presentar de cerca a Moore. Fue sustituido por Sergi de Diego Mas, divulgador y melómano, “uno de los grandes expertos en Sonic Youth que hay en el mundo” (sic), quien cumplió con solvencia, aunque su exceso de entusiasmo como fan hizo que el planteamiento resultara menos incisivo y derivara hacia un tono más promocional que crítico.
Ese mismo perfil de devoción incondicional definía también al público presente: mayoritariamente veteranos que crecieron con la banda –boomers en su mayoría, algún millennial desubicado y hasta jóvenes que reivindican como propio un pasado que en realidad no queda tan lejano–, junto a activistas de la escena local como el músico Jordi Irizar (batería de Doble Pletina), quien a finales de los noventa publicó varios números de un fanzine íntegramente dedicado a Sonic Youth, ‘Sonic To Your Skull’. Irizar rescató aquellos ejemplares para entregárselos a Thurston Moore, que los recibió con un entusiasmo genuino, en sintonía con el hilo conductor de la velada: la reivindicación de la pasión artística, el fervor y la libre expresividad. La sala, por lo demás, estaba poblada de camisetas, vinilos y libros en busca de una firma, prolongando así el ritual de la devoción fan.
Sergi de Diego Mas abrió la conversación leyendo un fragmento de “Sonic Life” que resume bien la génesis de la inquietud artística de Moore: el piano de su padre –“adquirido con el esfuerzo de toda la familia”– representaba el compromiso con el sonido y la composición que él respiró en casa desde niño. Pero lo que anhelaba no era solemnidad, sino “electricidad”. Esa atracción por el zumbido y la distorsión marcó desde el inicio su espíritu a contracorriente. No en vano, su primer profesor de guitarra acústica le enseñó a tocar “Kumbaya” mientras él soñaba con riffs saturados. Acabó tomando prestada la guitarra Fender Stratocaster de su hermano para mudarse a Nueva York, donde empezó a experimentar con guitarras baratas que “no sonaban bien”, pero adquirían una fuerza brutal al intercalar objetos bajo las cuerdas y forzar desafinaciones. “Eso me apartó de tocar una guitarra real. Nunca me convertí en un guitarrista real, apenas puedo tocar ‘Louie Louie’”, bromeó.
Lo que sí le atrapó fue la distorsión, la electricidad como lenguaje propio: años después aún evoca cómo disfrutaba conectando una radio al amplificador y jugando con las frecuencias. “Hay continuidad ahí: electricidad y emisiones. ¿Tiene una explicación mística o cien por cien práctica?”, deslizó el moderador, entre sonrisa y convicción.