“Lejos del bosque”, tu segunda colección de relatos, que publicaste en 1999, empieza con una cita de Flannery O’Connor que dice así: “El lugar de donde venís ya no está; el lugar al cual creíais que ibais no existió jamás, y el lugar donde estáis no sirve de nada a menos que podáis alejaros de él”. ¿Escribir es tu manera de intentar recomponer tu propio mundo?
Creo que el núcleo de mi escritura es haber crecido en un lugar que me encantó. Caminaba, estaba a salvo, conocía a todo el mundo… Fue hermoso. Pero también sabía que no podía quedarme ahí, porque quería recibir educación. No había librerías. Y yo quería libros. Quería arte y museos. Así que me fui. Y yo cambié, pero mi pueblo no. Todo seguía igual. Al volver me di cuenta de que por mucho que lo ame, por más cerca que me sienta de la tierra y de algunos amigos, no es para mí. Así que creo que eso ha dado forma a mi escritura. El anhelo por el hogar. Ahora, en realidad, tampoco hay adonde regresar: el pueblo ya no es un pueblo; no hay escuela ni oficina de correos.
¿Se trata, entonces, de preservar la memoria de las colinas?
Quizá si hago un trabajo suficientemente bueno, si uso el lenguaje correcto y escribo de una manera que muestre el carácter de las personas, entonces quizá el lector puede llegar a conocerlas. Creo que en realidad no importa dónde crezcas: miras hacia atrás, a la juventud y la infancia, y son lugares y momentos especiales. A medida que te haces mayor, quieres una vida más simple. En mi caso, más simple y también más segura. Y con más librerías.
Tal vez podrías probar a abrir una.
Lo he pensado, no creas, pero en esa zona de Kentucky una de cada tres personas no sabe ni leer ni escribir. Casi nadie termina la secundaria, porque la educación no es importante. No se valora la literatura. El trabajo duro, ser fiel a uno mismo… Eso sí. La lealtad es el valor más importante, porque no tenemos nada más. Sin poder político, ni dinero, ni empleo, lo más importante es la palabra dada. En cierto modo es algo que echo de menos, porque el resto del mundo es muy corrupto.
En este sentido, ¿qué crees que nos dicen tus libros de la América contemporánea?
No tengo ni idea. Tal vez sean una ventana abierta a un mundo que la gente no conoce, una mirada sobre estas colinas del este de Kentucky. La gente, la cultura, la tierra, todos esos pájaros y árboles… Cuando era niño, cuando estaba creciendo, no había libros sobre mi mundo. Ninguno. Así que pensé “muy bien, seré yo quien los haga”. Y ahora hay algunos escritores más jóvenes que me siguen. Eso fue lo que me propuse hacer: crear una literatura y escribir para quienes querían leer un libro sobre ellos mismos.
Supongo que también hay ahí algo de lucha contra el estigma de ser los paletos de Estados Unidos; de venir de una zona que parece que lo único que puede producir son hillbillies y adictos al OxyContin.
La gente del este de Kentucky no tiene poder político ni dinero, y por eso mismo tampoco tiene voz. La mayoría no tiene educación, no son personas sofisticadas ni muy inteligentes, así que es fácil difamarlos y reírse de ellos. Son vistos como ciudadanos de segunda clase en Estados Unidos. Y a mí, claro, no me gusta. No creo que sea justo. Palabras como redneck o hillbilly no son entrañables ni cálidas. Son muy insultantes. Y es completamente injusto, porque el mundo de los cerros es increíblemente complicado y rico. Al fin y al cabo, son seres humanos. Todos lo somos, compartimos las mismas cosas, ¿no? Amamos, sufrimos, lloramos y tratamos de ser leales.
Se suele decir que tus novelas son opresivas y violentas. ¿Es eso consecuencia directa de la forma de vida de los cerros?
Hay mucho sufrimiento humano debido a la pobreza y la depresión, y eso puede generar violencia y desesperación. Por eso el OxyContin y los opiáceos eran tan populares. Pero también hay más animales que personas. Vivimos muy cerca de la naturaleza. Y la naturaleza es hermosa, pero también implacable, brutal y violenta. Un halcón mata para alimentarse. Esa proximidad influye en las personas que viven allí.
También hay armas. Muchas armas.
Yo también tengo, pero son las de mi familia. La escopeta de mi padre y el rifle de mi abuelo. Pero no las uso. Las tengo guardadas en un armario hasta que se las dé a mis hijos. Lo que hay que tener en cuenta es que si Estados Unidos existe es básicamente por la violencia: lo primero que hicimos fue luchar contra los británicos y echarlos a patadas. La gran diferencia es que nosotros teníamos pólvora. Por eso las armas y la violencia son parte de la cultura estadounidense, aunque no sean una parte especialmente buena. El problema es el acceso a armas militares. ¡Ese es el puto problema! Ya sabes, cuando un chico de 18 años puede entrar a una tienda y conseguir un arma militar… Si todavía no se ha resuelto es porque los políticos ganan dinero con todo esto. Ellos no envían a sus hijos a pelear en guerras.
“La ley de los cerros” es la tercera entrega de la serie protagonizada por Mick Hardin. ¿De dónde sale el personaje?
De donde soy yo. De esas cuatro millas cuadradas en las que soy experto. Viene de donde yo crecí. En cierto modo, los personajes se basan libremente en mi propia familia. Es como visitar a viejos amigos, porque muchos de mis viejos amigos murieron jóvenes. La tasa de longevidad ahí es menor que en el resto de Estados Unidos, y muchos de mis amigos acabaron muertos, fueron a prisión o se convirtieron en proscritos. La otra opción era hacerse predicador. Esas eran las cuatro salidas cuando yo era joven.
Creo que también hay en Mick una suerte de “y si” basado en tu propia y fugaz experiencia en el ejército.
Eso es. Yo quería unirme al ejército. Me apunté cuando tenía 17 años. Estaba enfadado, no me gustaba mi padre y yo tampoco le gustaba a él, así que quería salir de ahí. No sabía dónde ir. Era inteligente, y eso al ejército le gustaba. También les gustábamos los tipos de las colinas. Gente dura y resistente. Pero fallé. No superé la prueba física, así que tuve que ir a la universidad.
No está mal como plan B.
Ya, pero yo no quería. ¡Yo quería saltar de un helicóptero con una ametralladora y ser un tipo duro! (ríe; más bien, se parte).
“La ley de los cerros”, como todos tus demás libros, es una novela negra, pero también es más que eso. Mucho más.
Me gusta mucho el género policial, he leído a cientos de autores y los que realmente me atrajeron eran aquellos que mostraban un mundo. Uno de mis favoritos es William McIlvanney. Leí sus libros y pensé: “¡Por Dios! ¿Es esto una novela policíaca? Sí que lo es. ¿Es una novela filosófica? También. ¿Es una novela social y de compasión por los seres humanos? Sin duda”. Sus libros eran todas esas cosas, y así era como quería abordarlo yo.
Antes decías que de crío no había libros sobre tu mundo, pero me gustaría saber si hubo alguna lectura concreta que te hiciera querer ser escritor.
¡Tarzán! Bueno, Tarzán y Sherlock Holmes. También había un libro cuando yo era niño, “Harriet The Spy”, que trataba sobre una niña en la ciudad de Nueva York que llevaba un cuaderno, papel y bolígrafo y escribía todos sus pensamientos. Era una cría rica, tenía niñera y todo eso, pero ese libro me hizo pensar y a los 10 años empecé a llevar papel y lápiz para anotar cosas. Luego, claro, están Stevenson, “La isla del tesoro”, las novelas de aventuras francesas y británicas…
¿Existe una gran diferencia entre cómo concibes las novelas y los cuentos y los libros de no ficción?
Es la misma caja de herramientas, pero la gran diferencia es que con la no ficción, con un libro de memorias, ya me sé la historia, sé lo que va a pasar y eso alivia la presión. Puedo centrarme más en la escritura, en el idioma. Con una novela, en cambio, existe la presión de inventar e imaginar todos los días. Y por eso mismo prefiero la ficción, porque la capacidad de inventar e imaginar me da más libertad para abordar realmente lo que estoy escribiendo y, sobre todo, para abordarme a mí mismo. Porque, ya sabes, escribo para entender quién es Chris Offutt.
¿Y qué tal va la cosa?
Mierda, es terrible (risas). Quiero decir, no puedo dormir y se me revuelve el estómago. Tengo malos hábitos, pero estoy aprendiendo quién es Chris Offutt. Ha pasado mucho tiempo, comencé a escribir cuando tenía 30 años y ahora tengo 65, así que podría decir que me estoy acercando a la madurez.
Hablemos de tu padre, el rey del porno escrito y protagonista de “Mi padre, el pornógrafo”. ¿Dirías que eres escritor por él o a pesar de él?
Creo que por las dos cosas. Mi padre era un narcisista, solo se preocupaba por sí mismo, así que aprendí que si escribía llamaría su atención. Pero luego, a medida que crecí, quise escribir cosas diferentes. Él escribió fantasía heroica, pornografía y ciencia ficción, y yo estaba más interesado en la realidad. Una parte de mí simplemente quería decir“puedo jugar a tu juego y puedo hacerlo mejor”. Muy inmaduro, sí, pero era joven y estaba cabreado. Pero, en cierto modo, ha funcionado, porque él nunca vino a España a hablar con periodistas (ríe).
Siempre dices que tu experiencia con las series y los guiones fue puramente pecuniaria: necesitabas dinero para envíar a tus hijos a la universidad y te viste escribiendo capítulos de series como “Treme”, “True Blood” y “Weeds”.
Así fue, exactamente como dices. El problema de Hollywood es que es muy dramático. Ya sabes: mucha gente con egos gigantes. En aquella época, con quien mejor me llevaba era con los electricistas, los pintores de escena, los carpinteros… Eran mis favoritos.
¿Y no hubo nada bueno en aquella experiencia?
A ver, nunca había estado en Los Ángeles, me contrataron por teléfono y de repente estaba ahí. No tenía coche, alquilé un apartamento sin verlo… Era un mundo extraño y no encajaba. Iba caminando a todas partes y nadie camina en Los Ángeles. Nunca. Sin embargo, la mejor parte era ir al plató y ver cómo cobraba vida lo que había escrito. Los actos, el idioma, las líneas que solo había escuchado en mi cabeza…
¿Te ayudó entonces con tu propia escritura?
No estoy seguro, porque siempre he pensado de una manera muy visual. Cuando era niño quería ser artista; quería ser pintor o fotógrafo. Pero no tenía dinero para estudiar arte. Y ser fotógrafo cuesta mucho dinero, los materiales son muy caros. Esto, en cambio (se saca un papel del bolsillo), es gratis. Papel y lápiz. Estas son las herramientas y no cuestan nada. Tampoco necesitas espacio. Así que, como decía, yo siempre había pensado visualmente, y creo que eso fue lo que me ayudó en mi escritura de guiones. Trabajar en un medio audiovisual probablemente me ayudó a perfeccionarlo.
¿Has terminado ya con Mick?
Para nada. El cuarto libro saldrá en Estados Unidos no sé si este año o el próximo y hace dos semanas que comencé el quinto. Estoy intentando presentar más personajes. ¡Y Mick necesita una novia! Yo también, pero él la necesita realmente (ríe). Seguiré escribiendo sobre Mick porque lo amo. Amo a todos los personajes.
Lo amas pero no hay manera de que salga de ahí, de que escape de Kentucky.
No sé si es posible para algún nativo de las colinas escapar de verdad. No importa lo mucho que lo intente. Yo ya no vivo ahí, vivo en Mississippi, pero viajo ahí cada día. ∎

Nació como entretenimiento pandémico, como una forma de mantenerse ocupado durante el confinamiento, y va camino de convertirse en una de las grandes series de la novela negra contemporánea. Un potente y portentoso destilado de eso que alguien tuvo a bien llamar hillbilly noir y que Chris Offutt transforma en brutal retrato al natural de la vida en los cerros de Kentucky. Realismo sucio y ajado, todo barro salpicando los bajos y tipos tocados y hundidos, que el norteamericnao arrima un poco más al policial en “La ley de los cerros”, tercera entrega protagonizada por el agente de la División de Investigación Criminal Mick Hardin.
En este caso, y después de “Los cerros de la muerte” (2021) y “Los hijos de Shifty” (2022), Offutt vuelve a activar esa picadora de carne y esperanzas que son los Apalaches para hablar de peleas de gallos, carreras de coches, venganzas concienzudamente postergadas y lealtades a prueba de fiambres. Gótico sureño sin aliño sobrenatural pero con barra libre de violencia ambiental, excursiones demenciales a Detroit y lazos de sangre. “Si uno no ayuda cuando puede, es posible que no haya nadie que lo ayude a uno cuando lo necesita”, que dice Hardin, quien en vez de poner rumbo a Córcega para disfrutar de su retiro se ve convertido aquí en ayudante accidental del sheriff. O, mejor dicho, la sheriff. Su hermana.
Su misión, sin opción a no aceptarla, será resolver el asesinato de un mecánico de coches al que alguien ha liquidado de un escopetazo en el pecho. Un caso relativamente sencillo tras el que, sin embargo, laten los códigos propios de las colinas, con sus rencores, sus conflictos familiares y ese poco de veneno de serpiente que ayuda a inclinar la balanza delincuencial. Una novela seca y astillada, probablemente la mejor resuelta de las tres, con la que Offutt explora los límites de las fidelidades familiares y tensa al máximo la cuerda para preguntarse hasta dónde seríamos capaces de llegar para proteger a los nuestros. ∎