Desde que se hiciera notar a finales del siglo pasado con “La condena” (1988) y “Sátántangó” (1994), ganándose el favor de figuras del calado de Susan Sontag o Jonathan Rosenbaum –y, más adelante, de Gus Van Sant, quien ha admitido la gran influencia de su obra en “Gerry” (2002), “Elephant” (2003) y “Last Days” (2005)–, el cineasta húngaro Béla Tarr (Pecs, 1955) está considerado un artista capital, con un estilo y una visión idiosincráticos, los cuales reiteró en “Armonías de Werckmeister” (2000) o “El hombre de Londres” (2007) –donde trabajó con Tilda Swinton, musa del cine de autor contemporáneo– antes de darles un enterramiento prematuro en su última película, “El caballo de Turín” (2011).
Su trayectoria supone el trasplante de una tradición del cine de autor europeo férreamente anclada al siglo XX a un siglo XXI marcado por la aparición del digital y la pérdida de la centralidad del cine en las artes audiovisuales. Su virtud es la de ser intempestivo, la de llegar tarde y aun así hacerse oír, arrojando al presente una perspectiva que por pretérita no es caduca. Así podemos entender su paso por Barcelona para presentar el ciclo organizado por Filmin, la Filmoteca de Catalunya, l’Acadèmia del Cinema Català, la Escuela de Cine de Barcelona (ECIB) y Zumzeig que durará hasta el 31 de enero como un anacronismo fugaz que nos ofrece unas cuantas lecciones sobre cine y sobre nuestro tiempo.
La primera lección es que el estilo cinematográfico es el resultado de un proceso lento y orgánico. Tarr confiesa haber comenzado sin tener mucha idea: “Era muy joven, tenía 22 años. Me preocupaba lo social y estaba lleno de rabia. No sabía nada sobre cine, pero sí que este mundo de mierda no está hecho para los seres humanos. Empecé a rodar desde ese punto de partida”. Los rasgos formales que lo caracterizan –entre ellos el uso recurrente de larguísimos planos-secuencia, uno de los sellos inconfundibles de su cine– fueron formándose película a película, como una serie de preguntas y respuestas sucesivas, hasta dar con un estilo y un lenguaje propios. “Durante este proceso envejeces, y empiezas a comprender mejor el mundo y la vida, lo cual también cambia tu cine. Pasé de pensar que el horror que nos rodea es social a darme cuenta de que es ontológico, incluso cósmico”.
Tarr también cuestiona la primacía del relato en el cine contemporáneo: “Para mí, el cine no es el arte de contar historias, sino el arte de capturar el espacio y el tiempo en que habitamos”. Frente a la mayoría de las películas, que ignoran esta dimensión espaciotemporal, las suyas, aun conservando una narración, tienen otra prioridad: “Quiero enseñar la complejidad de la vida. ¿A quién le importan las historias? A mí no. Todas me parecen la misma: el Viejo Testamento. Toda la brutalidad de la que es capaz el ser humano está ahí, incluido el Holocausto. No quiero competir con eso”.
Siguiendo a Andréi Tarkovski, el autor húngaro concibe el cine como el arte de esculpir en el tiempo. No obstante, él asegura que su obra es filosóficamente opuesta a la del soviético: “Tarkovski creía en Dios. La lluvia en sus películas purifica a los personajes. Mi lluvia solo trae barro y dificulta el camino. Es una presencia física, sensible”. Es la misma tesis que Jacques Rancière esgrimió en el libro “Béla Tarr, el tiempo del después” (2013): que el suyo es un cine materialista en el que se plasma un mundo y unos seres sometidos a un desgaste continuo por parte de los elementos. Es una visión pesimista de la existencia que no rechaza lo político: “Aunque no me considero un cineasta político, no puedo evitar reaccionar cuando veo a unos criminales aplastando la dignidad de las personas, robándoles su futuro”. Sus películas podrían verse como esa reacción desesperada ante la injusticia, y de ahí que su melancolía siempre vaya acompañada de un profundo humanismo. “Cuando las cosas están verdaderamente mal, hay que hacer algo”, sentencia, antes de apostillar: “Y, por supuesto, odio el fascismo”.
Esta actitud resistente, incluso contrahegemónica, del cineasta se filtra en su rechazo hacia la noción tradicional de autoría. Los créditos de sus últimos filmes –los de “El caballo de Turín” suponen un buen ejemplo–, en los que Tarr aparece como uno más de los creadores de la obra, disuelven la noción de autor individual en aras de una concepción colectiva del acto creativo: “He comentado en repetidas ocasiones que la marca conocida como ‘Béla Tarr’ está compuesta realmente de cuatro personas: Agnés (Hranitzky, su esposa), que es la montadora, pero que también está conmigo en el set, decidiendo sobre la escena, el ritmo o las conexiones entre planos; László Krasznahorkai, el guionista, que es un escritor increíble; Mihály Vig, el compositor de la música, y yo. Laszlo y Mihály no son cineastas, pero son personas sensibles y, lo más importante, nuestro punto de vista acerca del mundo es el mismo. Por ello siempre digo que realmente somos cuatro”.
El creador de una obra fílmica tan repleta de sombría y apocalíptica en tonos y temas como exquisita a nivel formal, el director de algunos de los más hermosos, y extremadamente virtuosos, planos-secuencia –el que cierra “Armonías de Werckmeister” o el que abre su última película, “El caballo de Turín”, por poner solo dos ejemplos– del cine de autor contemporáneo decidió en 2011 abandonar el cine porque “la forma cinematográfica no me parece suficiente para lo que quiero hacer”. Contradiciendo la desesperanza que destila toda su filmografía, Tarr deja una puerta abierta en relación con su futuro artístico: “He dejado el cine pero todavía tengo algo que decir. No me preguntes qué, porque todavía está por venir”. ∎

“La condena” (1988)
La primera película en que coincidieron Tarr, Hranitzky, Krasznahorkai y Víg es también la que dio forma definitiva a su microcosmos grisáceo, sometido a una implacable degradación tanto física como moral. A partir de una premisa familiar –un hombre trata de deshacerse del marido de la mujer a la que ama–, el cineasta acompasa el imaginario sórdido del noir a un ritmo moroso, emparentando el fatalismo del género con el pesimismo filosófico, algo que volvería a hacer en “El hombre de Londres” (2007).

“Sátántangó” (1994)
La obra más emblemática del autor lo es, probablemente, por su inusitada duración de más de siete horas (el filipino Lav Díaz es el único otro director contemporáneo capaz de tal osadía con el fin de hacer del tiempo cinematográfico una realidad sensible, material). Lejos de ser un monolito fílmico, “Sátántangó” presenta instantes de belleza, a menudo filmados en hipnóticos planos-secuencia, y un sentido del humor tan ebrio como existencial, con el punto de mira en las élites y oportunistas que prosperaron durante el desmantelamiento de la Hungría comunista.

“Armonías de Werckmeister” (2000)
Estructurada, casi exclusivamente, a partir de virtuosos y dilatados planos-secuencia, esta es la película en la que se evidencia, de forma más clara, el estilo inquebrantable del autor húngaro. Ambientada en un pueblo desconocido de un país sin nombre, el filme, que narra la conmoción que genera en la localidad la llegada de un circo ambulante que cuenta entre sus atracciones con el cadáver de una enorme ballena, es un metafórico alegato en contra de los totalitarismos y la sinrazón que estos pueden causar, cristalizada en la aterradora escena del asalto al hospital.

“El caballo de Turín” (2011)
Un padre y su hija esperan el fin del mundo en el interior de una granja destartalada, comiendo patatas hervidas y bebiendo licor casero. Tarr se despedía del cine con un filme que abordaba frontalmente la temática apocalíptica que había sobrevolado toda su filmografía con una obra austera, rodada en una única localización, que hacía de la dilatación temporal y la repetición –de las escenas, de las acciones, de la música de Mihály Vig, escuchada en un permanente loop– su constante estilística. ∎