Se lo ha tomado con tanta calma
Colin Barrett (1982), casi diez años desde su primera colección de relatos, que a punto hemos estado de olvidarnos de él, pero al final el
timing ha resultado ser providencial. Porque se nos
ha muerto Shane MacGowan y ahí están los personajes de Barrett, gente abollada que no hubiese desentonado en los bajos fondos de
“Rum, Sodomy & The Lash” (1985), arrancándose a cantar “The Sick Bed Of Cuchulainn” y “Sally MacLennane” en las páginas de “Quienquiera que seas, adelante”, uno de los relatos con los que el irlandés sella su retorno tras el celebrado
“Glanbeigh” (2013; Sajalín, 2016). ¿Casualidad? Para nada. Barrett, igual que MacGowan, bebe del arroyo, de los márgenes, para poner la lupa sobre marginados y desvalidos.
Fe, (des)esperanza y carnicería, que diría Nick Cave, en el extrarradio de casi todo. La periferia de la periferia, ahí donde el único color es el gris paloma y la vida se esfuma entre vapores alcohólicos, barullo de pub y existencias atascadas no tanto en un lugar concreto, que también, como en un estado de perpetua extrañeza y desarraigo. ¿Un ejemplo?
“A Bobby se le ocurrió, como solía ocurrírsele por las noches, que ya estaba muerto; que había estado muerto, como el resto de la gente, desde el principio del mundo, y que aquello era el cielo y también el infierno, ya que el cielo y el infierno eran, en definitiva, exactamente lo mismo”, leemos en “Anhedonia, ahí voy”, arrebatada excursión por la
“llanura rasa e ilimitada de la Insensibilidad”. A los mandos, un joven y semimaldito poeta que se gana la vida diseñando imágenes y cortos pornográficos a partir de los minuciosos y detallados encargos de los clientes de ArteparalosMuyFrikis. La cosa, ya ven, promete. Y mucho. Gótico irlandés salpicado de óxido y perdición.
Como en “Glanbeigh”, Barrett es aquí el pastor que conduce un rebaño de perdedores sin casi nada que perder. Gente tocada y hundida, secundarios de sus propias vidas, que el irlandés retrata con ojo clínico, pulso magistral y humor negro como el betún. En el reparto, un joven futbolista de carrera truncada que regresa al pueblo para trabajar en el concesionario de coches de su padre y hundirse poco a poco en el placentero conformismo; una agente de policía hecha de los pedazos sueltos de
“Fargo” y
“Happy Valley”; granjeros con drones y escopetas; tres hermanos a la deriva que se cuidan como buenamente pueden tras la muerte de sus padres; un aspirante a escritor que no logra escapar de la sombra de su padre alcohólico… Peleas en pubs, azoteas averiadas, intentos de suicidio y el contraplano de un funeral. El condado de Mayo como lienzo en blanco y la ciudad de Toronto, donde Barrett vive desde hace años, como pegajosa definición gráfica de la
“Morriña” (“Homesickness”, 2022; Sajalín, 2023; traducción de Ana Crespo) del título.
Sin piedad pero con gran compasión, si es que eso es posible, Barrett vuelve a hacer diana en el realismo sucio y emborronado, en las miserias de una clase media atrapada por siempre jamás en el guion que la separa de las clases baja y subterránea.
“No se podía decir que tuviesen mal genio, pero acumulaban cierto tipo de energía que requería de una descarga periódica. Cuando estallaban peleas, se enzarzaban en ellas. El resultado, por lo general a su favor, era irrelevante. Los Alp estaban hechos para sufrir, no para durar”, escribe Barrett sobre los hermanos que protagonizan “Los Alp”.
“Tal vez vivir no fuese algo extraordinario pero sí, al menos, aceptable; algo infinitamente aceptable”, resume más tarde en “Anhedonia, ahí voy”, uno de los pináculos de esta colección de relatos cargados de ira y electricidad estática; cuentos con el espinazo erizado que, más que acabarse, quedan en suspenso y se desvanecen. Sin resolución. Sin moraleja. Como la vida misma. ∎