Película

Dune. Parte dos

Denis Villeneuve

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“Dune” (Frank Herbert, 1965) es uno de esos materiales sagrados de la literatura de género, de esos que tienen tamaño monumental y tienden a la recepción reverencial, como “El señor de los anillos” (J.R.R. Tolkien, 1954). Y el realizador Denis Villeneuve, autor de filmes como “La llegada” (2016), ha decidido tratarlo como tal. Tanto “Dune. Parte uno” (2021) como su secuela transmiten un tono de solemnidad. Las intrigas palaciegas tecnomedievalizantes y los juegos de geoestrategia se combinan con sombrías escenas de sueños, premoniciones y profecías. La gravedad general, más o menos oscura, llega realzada por un diseño de producción monumentalista. No nos estamos jugando solo el futuro de un joven aristócrata desplazado y la posibilidad de que este descubra el amor con una guerrillera anticolonial. El destino de un imperio galáctico y de un pueblo oprimido está en juego, y no se admiten bromas con todo ello.

Este enfoque puede recordar al que ensayó el mismo Villeneuve en “Blade Runner 2049” (2017). O al acercamiento de Christopher Nolan a “Interstellar” (2014), esa vistosa “2001: una odisea del espacio” (Stanley Kubrick, 1968) de formas solemnes y contenido algo pueril. El modelo de éxito industrial de Marvel Studios, basado en una cierta ligereza (momentos épicos y muertes de Vengadores al margen) y apto para la inclusión calculada de humor que distiende dramatismos, ha gozado de una cierta hegemonía en el ámbito del entretenimiento fantástico de gran presupuesto. Los responsables del díptico “Dune”, en principio encaminado a la forma (¿definitiva?) de trilogía, no han seguido este camino, que hubiese resultado contranatura. Al fin y al cabo, el autor del libro original intentaba trascender o expandir las inercias pulp de la ciencia ficción publicada en revistas como ‘Amazing Stories’ o ‘Galaxy Science Fiction’.

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La traducción fílmica de Villeneuve puede parecer rígida, pero también coherente. Una vez fijado el tono en la primera entrega, quizá “Dune. Parte dos” (2024), resulta ligeramente más dinámica sin cambiar el tono. Sus responsables no confrontan a fondo las inercias del blockbuster actual, esa especie de desprecio fundamental por la imagen concreta, pero aportan un cierto orden y método en la creación de atmósferas y tonos. Ofrecen espectáculo, para empezar, aunque eso parezca darse por supuesto a causa del músculo logístico de la producción (olvidando quizá unos cuantos marchitos intentos de maravilla audiovisual con presupuestos de nueve cifras que han estrenado las majors de Hollywood). Además, Villeneuve y compañía filman momentos inquietantes con gusto, aunque sin demasiada magia (no lo consiguió del todo ni un ilusionista como David Lynch en la “Dune” fílmica de 1984).

La película incluso abraza alguna saludable indeterminación, en lugar de querer encauzar todo hacia lecturas siempre unívocas. Porque ¿quién es Paul Atreides, el chaval que representa a una familia de colonizadores que destacan (y, casi, se condenan) por ser menos opresores que otros? ¿El mesías manufacturado por una poderosa secta religiosa que devendrá mesías del mismo pueblo que su padre debía gobernar como virrey imperial? ¿Es un chico que solo quiere sobrevivir, o uno que quiere sobrevivir y ascender al poder, o uno que sobre todo quiere ese poder que dice rechazar? En todo caso, acaba convirtiéndose en líder de un movimiento de liberación planetaria cuya capacidad destructiva acaba resultando inquietante.

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La aspiración a encajar en escalones poco restrictivos de los sistemas de clasificación por edades supone que la violencia de “Dune. Parte dos” tenga que lucir limpia y carente de sufrimiento, como los disparos a tropas de asalto de “Star Wars. Episodio IV – Una nueva esperanza” (George Lucas, 1977). Aun así, el poder y la fuerza que alcanzan Atreides y los fremen dan algo de miedo en esta versión de “Dune”. Para generar más tensión en la audiencia, el protagonista parece condenado (cual héroe de tragedia grecolatina) a liderar una sangrienta guerra santa que dice no desear. Cuando los rebeldes de película hablan solo de libertad, esa palabra de significado tan flexible que a veces parece poder soportarlo todo, las cosas son mucho más fáciles. Y la violencia ejercida por el bando propio, que siempre es el de los buenos, resulta más nítidamente épica y fácil de consumir. ∎

La saga continúa.
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