La banda eslovena Laibach representa todo lo que de perturbador hay en el arte. Fueron escandalosos, como cuando se presentaron en Polonia en 1983, poco después del fin de la ley marcial, y se definieron como “comunistas”, para consternación de sus anfitriones polacos. Luego se les ha querido considerar nazis y ellos han dejado hacer, jugando a la ambigüedad, pero lo cierto es que en la actualidad, 45 años después de su fundación, ya no escandalizan a nadie, porque con la tropa que manda en el mundo, ya nada nos escandaliza ni nos sorprende.
Sin embargo, ellos han seguido intentándolo: en 2015 viajaron para tocar en Corea del Norte, y la mezcla de pompa y ambigüedad de su actuación sirvió para escenificar algo subversivo –aunque resbaladizo en su significado– delante de las narices de un régimen represivo. Tras su show en Pionyang, Laibach han seguido buscando nuevos puntos calientes en todo el mundo. Una actuación prevista en Kiev en 2022 se canceló después de que los ucranianos se opusieran a las declaraciones del grupo en ‘The Guardian’, según las cuales el país era escenario de una “guerra por poderes” entre Rusia y Occidente. Ya entonces se habían puesto a trabajar en “Alamut”, un viejo proyecto para crear una obra sinfónica basada en la novela del mismo título escrita en 1938 por el escritor esloveno Vladimir Bartol y que, a su vez, se basa en una famosa historia de la Persia del siglo XI, en la que el personaje central es Hassan-i Sabbāh, el carismático líder religioso y político de los ismailíes nizaríes y fundador de una misteriosa formación militar conocida como los Hashshashin (los “Asesinos”), cuyo nombre sigue siendo temido y respetado hoy en día y ha inspirado la saga de videojuegos “Assassin’s Creed” –y su lema “nada es verdad, todo está permitido”–. Hassan-i Sabbāh se autoproclamó profeta y dirigió la guerra santa contra el sultanato selyúcida desde su refugio, el castillo de Alamut, en la provincia iraní de Qazvín. En su novela, Bartol analiza los mecanismos de la propaganda en la época en que fue testigo del ascenso del fascismo en la localidad italiana de Trieste, donde vivía por entonces.
En el “Alamut” de Laibach, sus propias ideas de un nihilismo radical se entrelazan con la poesía clásica persa de Omar Jayam y los sensuales versos de la poetisa Mahsati Ganjaví y todo ello se mezcla con la orquestación entre minimalista e industrial que configuran el característico sonido de Laibach, que, dado que el origen de la historia sucedió en la antigua Persia, se decidió combinar con la colaboración de dos compositores iraníes contemporáneos, Idin Samimi Mofakham (actualmente residente en Noruega) y Nima A. Rowshan.
El plan original del grupo era estrenar el espectáculo sinfónico en Teherán, idea que finalmente fracasó a pesar de las largas negociaciones con el Ministerio de Cultura iraní. En vez de eso, Laibach lo estrenó los días 5 y 6 de septiembre de 2022 en el antiguo monasterio de la Sagrada Cruz, reconvertido en teatro de verano Križanke, en el Festival de Liubliana (el nombre en castellano de la capital de Eslovenia, que en alemán se llama Laibach, ya que perteneció a la casa de Habsburgo desde 1270 a 1797, volviendo a formar parte del Imperio Austrohúngaro desde 1815 a 1918), con la ayuda de la Orquesta Sinfónica de la RTV de Eslovenia. Al no haber podido viajar a Teherán, el grupo invitó a intervenir al grupo vocal iraní HumanVoice Ensemble –que trabajó con dos formaciones eslovenas: el Grupo Vocal Gallina y Disharmonic Cohort AccordiOna, una orquesta de sesenta acordeones, el instrumento más popular en Eslovenia– y al director iraní de orquesta Navid Gohari. La grabación de aquellos conciertos es lo que ahora nos llega a través de Mute, y la interpretación resultante (parcialmente visible en YouTube) es una obra de una intensidad salvaje, uno de sus trabajos más atractivos en años, libre de esos otros elementos pastiche y el “bromismo” artístico en el que se han dejado caer en ocasiones, y que convierten en muy irregulares algunos de sus álbumes. El nuevo disco, en realidad, está en la línea de otras de sus obras escénicas, como “Krst pod Triglavom – Baptism Below” (1987) o “Macbeth” (1990). O, incluso, “Also sprach Zarathustra” (2017), el que podía considerarse hasta ahora su último gran álbum.
En este nuevo trabajo los propios Laibach casi se diluyen en esta opulenta producción orquestal de algo más de hora y media de duración. Eso sí: casi. Aunque solo aparezca esporádicamente, su cantante barítono, Milan Fras, interpreta el papel del príncipe nihilista y primer terrorista político del mundo, con su gravedad habitual. Que el grupo “casi desaparezca” no quiere decir que su espíritu lo haga, porque las a menudo largas piezas instrumentales tienen, en ocasiones, una inusitada fuerza acerada.
En “Fedayeen”, el tema sobre los guerreros asesinos que sirvió como primer single del disco, empieza de una manera completamente no sinfónica, acrecentando el sturm und drang orquestal mediante las detonaciones de beats digitales y ráfagas de cañones industriales, acompañados de disonancias y golpes de fanfarria esparcidos en la batalla por un conjunto verdaderamente multicéfalo. Aún más ruidoso, “War” fue el segundo single extraído del bloque. Y aunque comparte título con el tema de los Temptations que Laibach incluyeron en “NATO” (1994), su álbum de versiones de temas inspirados en la guerra, es otro “War” completamente diferente y mucho más impresionante, con los sesenta acordeones retumbando como si fueran las apocalípticas trompetas que derribaron en la Biblia los muros de Jericó. En otras partes, “Alamut” funciona más en la línea de la vanguardia neoclásica y ocasionalmente se vuelve ligeramente estática en las partes vocales de “Secret Gardens” –donde las voces cantan poesía persa y los inquietantes coros serpentean mediante drones de cuerda– o “The Metaverse” –un psicodélico paisaje onírico de pesadilla, de 17 minutos de duración, donde el ruido recuerda a veces a György Ligeti y otras a Merzbow–, concluyendo en “Meditation II & Epilogue” con una atmósfera inicial enormemente densa –mediante percusión y espeluznantes espacios vacíos– que se arrastra amenazadoramente desde el minimalismo post-rock hasta una marcha forzada llena de truenos de teatro de drones y estoicos golpes de tambor. Y cuando Fras parece entablar un diálogo con su agitado y confuso pueblo, lo que hace es limitarse a repetir su impasible mantra: “No conozco la misericordia ni la crueldad / solo aplico mi plan… / terrible es el dios que nos guía”, que puede verse como recordatorio de que el fanatismo no es nada nuevo, ya sea ahora, durante el siglo XX o en el siglo XI, reflejado en la actuación de los líderes políticos actuales, que se esconden tras enormes mesas de conferencias o alejados voluntariamente de la realidad en sus campos de golf, adhiriéndose al mismo fascismo legitimado que Bartol lamentaba en su novela.
“Alamut” es aterrador, sobrio y solemne, pero también pertinente; una expresión de poderío tanto más inquietante por sus momentos de belleza neoclásica. “Alamut” es, por sus dimensiones épicas, la obra más asombrosa en la que han participado a lo largo de sus 45 años de carrera. ∎