Han pasado la friolera de cincuenta y un años desde “Meet The Residents” (1974), primer álbum de la banda más vanguardista de San Francisco, dos más si nos remontamos a su single de debut, “Santa Dog” (1972). El fallecimiento en 2018 del gran Hardy Fox –cofundador, principal compositor y presidente de Cryptic Corporation, sustituido ipso facto por el portavoz Homer Flynn, a quien entrevistamos hace unos cuantos años sin conseguir desenmascararlo, of course–, el COVID o el peso de los años ralentizaron la producción del proyecto. Solo el diez pulgadas “Dookietown” (2024) había roto su silencio recientemente, aparte de la constante publicación de directos, bandas sonoras y otras rarezas.
El vínculo con Dante y su triádica “La divina comedia” (1465) parece evidente en The Residents. Producido por la banda, Eric Drew Feldman –colaborador de Captain Beefheart, Pixies, PJ Harvey, “residente” más fijo que discontinuo desde hace años– y el director de orquesta Edwin Outwater –conocido por su trabajo con Metallica–, y al igual que álbumes como “Demons Dance Alone” (2002), “God In Three Persons” (1988) o “Bunny Boy” (2008), “Doctor Dark” está dividido en tres actos –diabólico, depurativo y liberador– y protagonizado por tres personajes: Mark, Maggot y Doctor Anastasia Dark alias “El zar del suicidio”.
El primer acto da comienzo con “Prelude/Metal Madness”: un fondo orquestado acuático-pastoral que pronto deriva hacia un infierno percutante donde dos adolescentes homicidas –Maggot y Mark– acaban quitándose la vida con unas escopetas. Esto da lugar a una demanda parental contra The Greasy Weasels –“Las Comadrejas Obesas”, un grupo de metal rock que graba para “Pota Records”–, responsables del delirio de los difuntos. En 1990, Judas Priest se vieron involucrados en parecidos líos judiciales. The Residents apuntan hacia lo peor de la identidad norteamericana con un sentido del humor tan abrasivo que no deja espacio a la esperanza –de momento–. La opereta transcurre sin solución de continuidad al objeto de ser escuchada del tirón, si es que se encuentran agallas para hacerlo. A todo esto, Doctor Dark es un controvertido físico ruso-americano especializado en eutanasia que se encuentra en paradero desconocido. Un insensible periodista televisivo actúa como narrador y revela el vínculo del matasanos con los perturbados al final del segundo acto: Mark ha sobrevivido al intento de suicidio quedando horriblemente desfigurado –el infeliz de la portada–.
“Armas, agallas, dios, gloria”, no para de repetirse Mark en su obsesivo monólogo interior. La música que suena sigue siendo amenazante, como un bolero de Ravel siniestro. Cada personaje tiene su propia voz y un coro remite a las tragedias griegas. Maggot sugiere desde el más allá a un vacilante Mark que acabe con los feligreses de la iglesia donde acude su madrastra. Entonces se presenta súbitamente Doctor Dark y le ofrece acabar con su tormento al son de la electrónica “The Gift Keeps Giving”. El humor negro de The Residents no conoce límites, pero dejamos intacto el final de esta tragicómica historia marca de la casa por razones obvias. La banda explica en nota promocional: “Buda dijo que la vida es sufrimiento. Para los enfermos terminales, que mueren con dolor, la vida es miseria agravada, pero ¿qué viene después? ¿Hay un cielo, un nirvana, un paraíso lleno de vírgenes para cada mártir? Nadie lo sabe, pero lo que sí se sabe es que nada incomoda más a los seres humanos que la muerte: la última incógnita, el otro lado del cero, el vacío eterno. Pero tal vez la muerte no sea más que un sentimiento cálido después de la vida de dolor que cada uno elige abrazar, lo cual sugiere que nada es tan satisfactorio como un chapuzón más en ese río encantador que fluye sin cesar hacia el infinito. Tal vez sea posible morir felices para siempre”.
La precariamente esperanzadora “Take Me To The River” –“River, river, please wash me away and free me from a future I will surely hate”– pone fin a la ordalía, pero no es una versión del clásico soul de Al Green (popularizado por Talking Heads en 1978). Más que un góspel, suena a canción funeraria, que en esencia son lo mismo, aunque cualquiera sabe viviendo de Flynn y sus secuaces. The Residents retornan por todo lo alto con una obra cuidadosamente elaborada –y grabada en el Conservatorio de Música de San Francisco– transmitiendo una idea de eternidad –el anonimato recalcitrante del proyecto también la entraña: al no saber quiénes son exactamente, podrían continuar por generaciones– que buscará quizá su espacio en los teatros (¿volverán algún día a España?) norteamericanos a pesar de su feroz critica a las armas, la religión y todo lo que ha sido establecido como convencionalmente aceptable en esta sociedad humana tan violenta y asfixiante. ∎