na no sabe lo larga que tiene la vida por detrás hasta que hace una mudanza. Hace unos meses me di cuenta de la cantidad de pasado que tenía acumulado. Tuve que dejar mi casa, la casa donde llevaba viviendo los últimos 25 años. Vendieron el edificio a unos fondos buitre y nos echaron a todas.
Y yo, que siempre he sido más de mirar hacia adelante que hacia atrás, me he visto envuelta en el torbellino que desata un pasado tan suculento. He ido redescubriendo mi vida en fotos, carpetas, documentos, libros, discos y objetos de todo tipo. Arqueología autobiográfica a saco.
Me he encontrado, por ejemplo, con las fotos de mi primer viaje a Berlín, en 1985. Fue un viaje iniciático. Mi amiga Paqui Roldán y yo decidimos viajar a Berlín haciendo autostop; era febrero del 85 y aún había dos berlines. Nos llevó cuatro días y tres noches llegar. Dormimos en un pueblo del sur de Francia, en París y en Frankfurt. Al cuarto día llegamos a Berlín y allí nos esperaba algo que no esperábamos: una ola de frío siberiano con temperaturas de menos 25˚C. Nos alojamos en casa de un amigo de nuestro profesor de alemán que era comunista y profesor de filosofía, y se dedicaba, además, a visitar a presos en la DDR.
En ese viaje conocí a Nefertiti, fui al Die Brücke y a la Filarmónica y al Berlín del Este, que aún conservaba intacto, en los túneles del metro, el ambiente de la Segunda Guerra Mundial. Era inquietante. Era el pasado en carne y hueso y con uniforme.
Por supuesto, estábamos informadísimas de todo lo que pasaba en Berlín. Conocíamos todos los museos y galerías que merecían la pena, todos los garitos, los festivales y desde luego la Ballhaus Tiergarten, una antigua fábrica descomunal con unos radiadores de cuatro metros y ambiente oscuro, posnuclear y futurista donde se celebraba el Berlin Atonal, un festival que aún sigue vivo. Y en el 85 estaban metidos de lleno en el ruido industrial y los sonidos afilados con bandas como Test Dept, Gerechtigkeits Liga, Zahgurim, The Anti-Group y Laibach (cómo flipé con estos).
A mí el ruido y los ritmos industriales siempre me han resultado muy familiares e incluso casi agradables porque viví hasta la adolescencia al lado de un taller metálico.
Total, que me explotó la cabeza completamente y al volver a Madrid no podía imaginar que a nadie se le ocurriera hacer algo parecido por aquí. Y se me quedó rondando por la memoria hasta que conseguí los cómplices necesarios para llevarlo a cabo, que fue en el año 2000. Tuvieron que pasar 15 años para encontrar un escenario permeable a nuestras ruidistas aspiraciones, que diera tiempo y lugar al Experimentaclub. En el 2000 lo hicimos en la Casa del Reloj y fue un intento, una especie de maqueta del festival que queríamos. Con muy poco presupuesto, les sonaba muy raruno a las instituciones un festival de música experimental en un Madrid que siempre ha estado rendido al pop. Y tuvimos que esperar a que en 2002 abriera La Casa Encendida y nos alojara en su programación hasta 2010.
Qué importante es viajar: siempre va una y siempre vuelve otra. Y qué importante es también echar la vista atrás de vez en cuando para reenfocar las vivencias que nos construyen.
Ha muerto mi querido Pau Riba. Ha conseguido por fin adelantar al futuro. Y va descalzo.
El tiempo no descansa. ∎