“Dioptria” (1969) tornasoló el paisaje del rock español de 1969-70 que, hasta entonces, obstaculizado por barreras sociopolíticas y económicas pero también culturales, se había conducido incapaz de asimilar las metamorfosis operadas por la contracultura en el hemisferio occidental. En lo formal, el primer LP de Pau Riba implementa una sincronización con lo sucedido planetariamente a la canción popular cuatro años antes, tras la electrificación de Dylan en la primera cara de “Bringing It All Back Home” (1965). Procedente también de la esfera folk, Riba manipulaba la noción de cantautor en un país donde, debido a la férula franquista, esa figura hervía en pandémica expansión.
En las moribundas postrimerías de la década mágica –sacralizado Mayo del 68, superada la pudibunda filosofía pop/yeyé de ‘Salut les copains’, también el rock’n’roll, el beat, el soul y la psicodelia–, la canción protesta o reivindicativa cobraba singular prominencia en España. Desprovisto de mensaje “serio” el rock, aquí se desarrollaba –censura mediante– esa música castrada no solo de pensamiento, sino de sexualidad y ebriedad, jibarizada en pía banda sonora del tránsito adolescente.
De alguna manera, esa profilaxis en nombre de la decencia nacionalcatólica facultaba la glamurización del bardo contemporáneo, paradójicamente tan asexual, confiriéndole un carisma difícil de explicar hoy día. Cariacontecida y trascendental, con sus austeros oráculos simbolizaba esa casta la contestación, la disidencia, inspirando vocaciones entre aquellos retoños de la mediana y pequeña burguesía a quienes los estremecimientos universitarios de Francia y Estados Unidos habían impregnado la conciencia de preceptivo novoizquierdismo.
En Barcelona y Cataluña, el folk y la canción de autor articulaban otra prestación, amén de servir al reformismo social y la crítica antifranquista. El único nacionalismo permitido por los vencedores de la incivil contienda era el español, y en Cataluña la lengua y la cultura autóctonas se toleraban exiguamente. En favor de la custodia de ese erario, y de su proyección en el futuro, a tal efecto se organizaba la cançó o canción catalana en colectivos como Els Setze Jutges y el Grup de Folk. El primero desestimó a Riba, pero, siendo uno de sus fundadores, formaría parte destacada del más permeable Grup.
Ya era Riba un precoz poeta de incipientes laureles cuando se internó en el sotobosque musical entre 1967 y 1968, bienio en el que plasma varias grabaciones, sea a título personal, como parte del dúo Pau i Jordi o en el seno del Grup de Folk. Acotaba asimismo ese período una paulatina muda por la que transmigró de tardobeatnik a hippie. A contrapelo del grueso de cantautores, forjaba un espécimen único que rompía con la severa puesta en escena de la llamada nova cançó y con la influencia de la chanson francesa que la prefiguraba. Brassens y Moustaki eran de ese modo canjeados por Dylan y The Incredible String Band, cultivando Riba una sardónica actitud con la que se desvinculaba del subconsciente burgués, de la solemnidad y el dogmatismo de la nova cançó, erigiéndose en idiosincrático, intempestivo enfant terrible.
Tan espontáneo como desinhibido, su retador e irónico talante, sus polémicas declaraciones, sus heteróclitas facultades vocales, su enajenación política y su excéntrica estampa de mefistofélico freak cuatro ojos se atragantaban como esquirlas en el esófago de los cenáculos progresistas, en esos momentos orquestadores del devenir de la cançó. Ni traidor ni hereje, Riba proponía una suerte de alejamiento de la doctrina que calaría hondo en el naciente mercado underground donde, al fin y al cabo, arraigaba un público distinto al de la cançó aunque compatible, con el que compartía vibración generacional, inquietudes vitales e intereses estéticos. Y que, más allá de libertad lingüística y democracia, anhelaba la mítica utopía promulgada por la floral “Nación Woodstock”.
No obstante, lo más significativo del magnum opus que ilustraría el hecho diferencial de Riba –su genio para catalizar el momentum general desde un prisma particular– gravitaba en un plano diferente al de los rasgos hasta ahora expuestos. En “Dioptria” no solo se activaba un sincretismo por el que tradición local y modernidad universal procreaban dimensión propia; se acometía esa cópula alienada del relato oficial, ungida en historia y costumbres pero recreando un imperioso sentir. Intrínseco, subjetivo. Una cosmología privada, con su aparato de símbolos y mitemas, sus espectros y su poiesis, a través de la cual podía entenderse mejor aquello de lo que pretendía desembarazarse Riba con ese conjuro: el lastre del determinismo familiar, de la educación programática... La cortedad de miras, en definitiva, las dioptrías que empequeñecían la visión que del mundo y la vida albergaba el statu quo. Sencilla y diáfana pero colmada de significados, la palabra coronaba en “Dioptria” una cota inédita, tanto en las letras catalanas como en la semántica pop.
Para comprender el aggiornamento formulado por “Dioptria” deben revisarse las condiciones psicológicas y geográficas bajo las que adquiere forma. En esos momentos, Barcelona ostenta la titularidad de capital de la modernidad en España. La proximidad de París, una oligarquía ilustrada y el longevo cosmopolitismo de la Ciudad Condal –histórico cruce de caminos para nómadas de todas las raleas– son algunos de los factores que precipitan su función de dársena de las vanguardias. Producto de esa circunstancia es la emulsión de la Escuela de Barcelona, una pseudo nouvelle vague cinematográfica; la gauche divine o intelligentsia hip, hedonista contubernio de intelectuales, artistas y personajes de la izquierda exquisita cuyo cuartel general anidaba en la discoteca Bocaccio, y el rock progresivo, trasunto pospsicodélico del que se intentará fabricar tendencia y negocio. Los tres fenómenos estaban interconectados y jugarían su papel en la santificación y excomunión de Riba y “Dioptria”.
Si bien hueca y estéril, la conceptualización de esa Barcelona in reajustaba básicamente el componente plástico, proporcionando eco mediático a la cultura pop a la que tangencialmente se afiliaba. Riba se beneficiaba de esa coyuntura por mediación del realizador Joaquim Jordà. Este lo introdujo en Bocaccio, donde los diletantes lo adoptaron en calidad de rara avis con pedigrí, pues su abuelo Carles Riba había sido un ilustre poeta. Oriol Regàs, propietario de Bocaccio, capitalizaba el constructo del rock progresivo organizando ciclos de conciertos que elevaban esa corriente a talismán de la prensa genérica y especializada, igualmente a pasajero pasatiempo de hipsters de la época, reclutando su público de base entre las clases medias.
“Dioptria” –que solo era progresivo coyunturalmente– y Riba –recalcitrante heterodoxo imposible de inventariar– quedarían arropados (¿atrapados?) en la telaraña social de ese selecto cortejo que le adjudicaba al bisoño astro rango de gran esperanza blanca de la catalanidad avanzada. No podía ser de otro modo considerando su envergadura, “Dioptria” consolidaba en esa premovida con alcurnia a Riba, al que reconocía un genio díscolo pero sustancial. Sin embargo, tras la simbólica y accidentada presentación en vivo de la obra, la voluble gauche despeñó a ambos por la sima del olvido.
Mientras “Dioptria” cumplía su ciclo, también caía en desgracia el rock progresivo al no traducirse su poder de convocatoria en ventas de discos. El progresivo barcelonés tenía su núcleo en una primera hornada de formaciones con origen en el Grup de Folk, siendo las más representativas OM, Màquina! y Música Dispersa. Miembros fundadores de esta tríada colaboraron en un momento u otro con Riba. El que a mayor profundidad lo hacía era el insigne guitarrista Toti Soler, fundador, junto con el pianista Jordi Sabatés, de OM.
OM fue una formación cambiante, creada inicialmente para proveer servicios de instrumentación eléctrica y arreglos a otros artistas. Seleccionada por Riba, desempeñó una tarea estratégica en esa operación transgénero que iba a ser “Dioptria”. Corría con las facturas clínicas Concèntric, una de las tres discográficas barcelonesas –junto a Edigsa y Als 4 Vents– que sostenían industrialmente la cançó y el progresivo. Persuadido por la optimista acogida dispensada a los sencillos previamente publicados a Riba, el sello accedió de entrada a unas demandas astronómicas para la época: un doble álbum, con portada gatefold y hacendoso libreto, ambos diseñados por el autor. Sí, a Riba le sobraban canciones y tenía prisa por registrarlas, ya que se le empezaban a quedar rancias e incubaba otros planes en mente. De hecho, gran parte de las composiciones que aparecerán en “Dioptria” y “Dioptria / 2” (1970) –y algunas que comparecen en posteriores discos– se desprendían de un poemario/cancionero publicado año y medio atrás, en 1968. Es decir, con 20 recién cumplidos ya había escrito su porvenir.
Concèntric se retractó de la primera de las cláusulas. No era viable un doble LP. La portada y el libreto permanecerían inalterados, reservando una funda vacía para “Dioptria / 2”, que se materializará unos meses después. Las sesiones del primer volumen, iniciadas en abril de 1969, transcurrían sin intromisiones de la discográfica, pero una nota discordante agriaba las relaciones con Concèntric. Riba redactó una filípica interior en la que renegaba de ciertos valores de la cultura catalana, de los de su sangre y de la unidad familiar, germen de todos los males. En un hecho sin precedentes, el sello, reacio a censurar, contraatacó incluyendo a continuación una extensa réplica, dejando claro que no avalaba las opiniones de su patrocinado.
Al margen de esa oreada trifulca, la publicación de “Dioptria” causó una pequeña conmoción en Barcelona, donde Riba gozaba ya de cierta notoriedad. La prensa matritense lo saludó como “modelo de la música progresiva”. Con ese LP, decía, “la música española da un fortísimo paso al frente”. Es de suponer que esos cumplidos, y la reputación de provocateur que precedía a Riba, despertaran interés entre los entendidos castellanohablantes y que estos de alguna forma accedieran a su contenido. En cualquier caso, “Dioptria” lo tenía todo para asombrar a güelfos y gibelinos.
Puesto a la venta durante las navidades de 1969, el acabado, la imaginación y enjundia de su morfología sonora superaba con creces la media nacional. Dentro de la asunción contracultural que suponía “Dioptria”, OM desempeñaban un papel neurálgico en la actualización del rock peninsular. No tanto porque lo catapultaban a un nivel internacional, sino debido a que, por encima y a pesar de todo, Pau Riba seguía siendo Pau Riba. Centelleaba con luz propia, como las pinturas de Sorolla, rociado de una luminosidad mediterránea, de aromas y sabores esenciales.
Líricamente, “Dioptria” constituía un batiscafo con el que Riba se sumergía en los pecados heredados para practicar una ablución íntima, enfrentándose a lo que había sido su yo hasta entonces y renaciendo bajo una nueva óptica. El eje conceptual de ese autopsicoanálisis era la mujer y su complicidad con el absolutismo masculino. Las canciones desnudaban el papel de esa mujer-objeto-de-su-casa, nacida para criar y obedecer sumisa, cuya quimera ardía en la sinecura del tálamo matrimonial. También eran todos esos asexuados arquetipos femeninos –católicos, apostólicos y romanos– los que poblaban el imaginario familiar de Riba y el de toda una cultura hegemónica y la sociedad que engendraba. La mujer, en la que tantas mujeres caben, podía verse idealizada en “Dioptria” y adquirir dimensiones sublimes en los episodios más conmovedores del disco.
En “Dioptria”, Riba había vaciado todo su pasado para “acabar con él de una vez”. Como apostillaba Baltasar Porcel, esa supresión transportaba “un rechazo sarcástico del mundo familiar mítico, ese mundo que canta emocionado Serrat. Pau Riba es el reverso de Serrat. Un reverso corrosivo, como una botella de salfumán reventada en el comedor, que se extiende por el pasillo, los dormitorios, la sala, que roe el hogar”.
Para cuando se publicó el disco, incluso durante su gestación, Riba ya no se reconocía en unas canciones que existencialmente había superado y en las que mediaba un desfase con su presente. Pero la catarsis definitiva sucedió en Formentera, donde fondeó el verano de 1969 con objeto de pilotar su primera experiencia con el LSD. Esta le haría replantearse muchas cosas, empezando por “Dioptria / 2”, al que divorciaba de su concepto original. El ácido despertaba en Riba la conciencia de pertenecer a otro mundo, a otra civilización, y a partir de ahí quería intentar la búsqueda del “hombre cósmico total”.
El “fracaso” de la presentación de “Dioptria” y de otros rocambolescos conciertos, la sensación de vacío horadada en la escena musical barcelonesa por la consunción del rock progresivo y la creciente animosidad de Riba hacia el conductismo capitalista motivaron en parte el exilio vital y profesional, huyendo también de incomprensión y servidumbres. Pero el detonante sería el clima político de un país en estado de excepción a causa del Proceso de Burgos entablado contra varios etarras. Situación esta que aprovechaba el arrendador de la casa en la que Riba tenía domicilio en régimen de comuna para deshacerse de inquilinos indeseables, ocasionando su torticera denuncia a la policía una redada cuya conclusión para los comuneros se fraguaba entre rejas.
En enero de 1971, nada más quedar en libertad y con lo puesto, Riba y su esposa, próxima a dar a luz, ponían rumbo a Formentera, estableciéndose allí en una pauperizada choza rural acorralada entre pedregales, Arcadia ideal para vivir de acuerdo con sus convicciones y los mágicos designios de Acuario. “Dioptria / 2”, aparecido semanas antes, acusará el ausentismo de Riba. No hay presentación ni campaña promocional. Apenas se verá reflejado en la prensa. Huérfano de padre pero también de discográfica –Concèntric atravesaba dificultades económicas y la quiebra merodeaba–, será un álbum cuasi fantasma. Una lástima. En esa segunda parte de “Dioptria” emergía el fauno elesedeizado en comunión con la naturaleza, entonando con candorosa virginidad un hosanna a la pírrica quimera del perpetuo verano del amor.
“‘Dioptria 1’ cargaba contra la mujer, el 2 lo hace contra el hombre, aunque no tanto, probablemente porque yo lo soy”, especificaba Riba en su página web. Más que del hombre tendría que hablarse de un hombre, Riba, homo sapiens antiestático, storyteller de límpida y pastoril mirada que festejaba el estallido de la primavera, conversaba con Neptuno de la vileza del dinero, idealizaba la mística navideña, se postulaba para presidente de su propia república, practicaba despreocupado el ombliguismo y caía “enfermo de poesía”; aquella dolencia, resaca marítima que lo había arrastrado hasta Formentera para agravarse, trazando su particular hippie trail. Permaneció allí por espacio de cuatro años, culminando su regreso al tejido acústico un notable tercer álbum patrocinado por Edigsa, “Jo, la donya i el gripau”, que grabó durante la primavera de 1971.
Disipado el romanticismo de ese hiato balear, para entonces la heroína tomaba relevo al LSD. Riba, aspirante a estrella rock en otra de las muchas transformaciones que habían de salirle al paso, regresaba a la península en 1975 para retomar el pulso eléctrico del primer “Dioptria” con el díptico formado por “Electroccid àccid alquimístic xoc” (Movieplay, 1975) –grabado en Valencia con la consistente banda de Eduardo Bort– y el sobresaliente “Licors” (Movieplay, 1977). Dos espléndidos trabajos, colofón a su edad de oro. Reafincado en Cataluña, tras programar y diseñar el cartel (multado por atentar contra la religión) de la cuarta edición del festival de Canet Rock, 1978, afrontaba una nueva década se diría que de supervivencia. Mal aconsejado –también víctima de su caprichoso, egoísta y consentido donaire–, en los 80 naufragaba Riba en una crisis de identidad artística, empeorada por los egos de músicos y arreglistas que arruinaban títulos de otro modo rescatables –pues la calidad poética permanecía casi íntegra– como “Amarga crisi” (Edigsa, 1981) y “Transnarcís (Viatge ovídic dins un jardí tancat)” (Edicions de L’Eixample, 1986). Ocupado en tareas literarias –la novela “Ena” (Quarderns Crema, 1986)–, periodísticas o cinematográficas, aunque se saca de la manga el manifiesto de la transcançó o transcanción, no volverá a dar señal de vida discográfica hasta 1993, recuperando paulatinamente el norte creativo con álbumes como “Cosmossoma” (Nuevos Medios-Matriu/Matràs, 1997) –con el grupo de sus hijos, Pastora– y “Joguines d’època i capses de mistos” (Matriu/Matràs, 1999), banda sonora del espectáculo del mismo nombre presentado en los 60 por Pau i Jordi.
También durante esa década publica dos nuevos libros y aparece su biografía. A partir de aquí publica discos cada vez más espaciadamente, ocupado en funciones de presentador televisivo y gestor cultural institucional. Pese a ello, la etapa postrera, a lo largo de lo que del siglo XXI ha transcurrido, resultará fructífera y contemporizadora, inmune a la nostalgia, rejuvenecida, todavía significativa. Además de nuevas actividades editoriales –en campos tan diversos como poesía, ensayo político y narrativa– y cinematográficas –el documental “Deixa’m en Pau” (2006)–, trabajos como la sátira político-navideña “Nadalades” (Matriu/Matràs, 2001) –incluida en el libro ilustrado “Jisás de Netzerit” (Columna, 2001)– y esencialmente “Virus laics” (Nuevos Medios-Matriu/Matràs, 2003) –sin olvidar sus colaboraciones con Albert Pla en “¿Anem al llit?” (2002), Pascal Comelade en “Mosques de colors” (Discmedi, 2013) y la Orquestra Fireluche en “Ataráxia” (Autoeditado, 2019)– mostraban a un Riba todavía inquieto e ingenioso, sin problemas a la hora de rodearse de, vástagos aparte, bisoños músicos a los que sacaba varias generaciones.
En 2019, conmemorando el quincuagésimo aniversario de “Dioptria” y acompañado por De Mortimers, recorría los Países Catalanes, y Madrid, con el espectáculo Dioptria50. Antes de que los pronósticos médicos se cumplieran, le daba tiempo a Riba de publicar un nuevo y ambicioso libro, “Història de l’Univers” (Males Herbes, 2021). También de finalizar un disco que será póstumo –“Segona florada”, en compañía otra vez de la Orquesta Fireluche–, como el último de sus libros, “Història de la música del segle XX (l’electrònica)” (Males Herbes, 2022). ∎

“Dioptria” enterraba en España los 60, también a la España de los 60. Tanto en el hábitat de la cançó como en el del rock, una propuesta única. OM reorganizaba el espacio sónico en el que venía desempeñándose Riba, inyectando guitarras wah-wah, órgano Hammond, grooves de R&B, efectos electrónicos, coros renacentistas, instrumentos del barroco italiano, grabaciones de campo, cantos gregorianos... Con todo, la combinación de la caja fuerte que encerraba el alma de esa ópera prima solo la conocía Riba, cifrada en unas letras que, reveladoras, decían cosas distintas y de distinta manera.

Esquilmados sus fondos por el desajuste presupuestario del primer “Dioptria”, Concèntric reparaba esta vez en gastos. Grabado en directo en el estudio, salvo la posproducción, se reconciliaba ese segundo volumen con el folk. Una versión abreviada de Música Dispersa sustituía a OM, despedidos sin miramientos tras registrar la (desechada) música del segundo volumen. Salvo una aparición de la guitarra eléctrica de Soler, rielaba “Dioptria / 2” sobre mimbres acústicos: tres temas por cara, de extensas narrativas, en conjunción astral con Dylan, The Incredible String Band y Tyrannosaurus Rex.

Fábula infantil dedicada a su primogénito, a la árida pero feliz existencia extramuros de la decadencia civilizada, cerraba taumatúrgico este álbum la trilogía iniciada con “Dioptria”, evocando un idílico ensueño tribal arrancado del “Walden” (1854) de Thoreau. Grabado en la rústica residencia formenterana, al aire libre, a pelo y con un magnetofón Nagra, contó con las guitarras acústicas de Toti Soler y su hermano Martí. Híbrido de psych-folk y naturalista musique concrète, de canción popular catalana tamizada por LSD, visualizaba “un salto de familia a familia, de civilización a civilización, un cambio de era”.

Causante del abucheo durante la intervención de Riba en el Canet Rock de 1975, la canción “Licors” ilustraba jocosa un equívoco por el que un joven con unas copas de más era tomado por drogadicto. En otra de sus reencarnaciones, Pau Riba regresaba con una venganza, la de autoproclamarse rock star. Lo que le costaba de nuevo el exilio, solo el artístico en esta ocasión, realizando el álbum entre Madrid y Deià, Mallorca. Dos obras, esa y “Electroccid àccid alquimístic xoc” (1975), con las que volvería Riba a activar un enésimo da capo, su última etapa consistente hasta vísperas del siglo XXI.

Si en el Canet Rock de 1975 una vez más hacía Riba del proscenio su sala de estar eyaculando sobre el público un vómito corrosivo, en la de 1977 se superaba con la complicidad de una banda free, Perucho’s, disidente también de la realpolitik sociomusical, cuya barahúnda ponía caos de fondo a la apocalíptica enunciación de un extenso poema simbolista de connotaciones jungianas lisérgico-ocultistas, escrito en 1972 durante la psiconáutica estancia de Riba en Formentera. Acción de fricción y ruptura, entraba en colisión esa performance de media hora con el dogma musical del momento.“Pau Riba mató Canet”, sentenció la crónica de ‘Tele/eXpres’. ∎