os cantes de ida y vuelta. En realidad, todos los cantes son de ida y vuelta. En realidad, la fortuna de la expresión lo debe todo al mundo, a la realidad en la que cada cosa, cada acontecimiento, cada gesto, cada experiencia es de ida y vuelta. Pero en el flamenco, puramente, la expresión tiene un significado muy concreto. Es más, el aficionado cabal –dígase la expresión con cierta sorna– siente cierto desprecio por los cantes de ida y vuelta. En el flamenco se llaman así a las guajiras, vidalitas, milongas, incluso a la colombiana –donde se suman ritmos cubanos, canción mexicana y el zorcico vasco– que se inventara con gran fortuna el gran Pepe Marchena como parodia de ese mismo proceder flamencólico, ese tejer con ritmos americanos las melodías y canciones flamencas del momento. Después de los tangos, de la gran revolución que supuso a finales del siglo XIX la llegada del tango al flamenco desde la colonia finisecular cubana, los llamados “de ida y vuelta” son las últimas aportaciones fetén al árbol de los cantes flamencos.
Es muy interesante ver cómo la afición, el saber popular, ha inventado todo un sistema taxonómico para clasificar las músicas y cantes que llamamos flamencos. Eso que llaman “los palos flamencos” –con todas sus especificaciones y diversificaciones– no es que tenga una realidad musicológica, es más bien una realidad monstruosa, un hacer bastardo –y la palabra es muy importante en todos los órdenes de su significado– que de facto ha producido la diversidad y riqueza de los estilos flamencos. Muchas veces una simple variante interpretativa –una versión, digámoslo así– se convierte en una rama más del fandango o la soleá, un hito enciclopédico con que alimentar la pulsión de archivo del aficionado. En tantos casos, el aficionado sueña con ser capaz de identificar las mil variantes de la seguiriya. En fin, el delirio ha sido muy productivo, aunque, por otra parte, ese permanente rizar el rizo en mil variantes ha cegado una verdad que los avances de la musicología nos confirman cada día. A saber: que en realidad todo el flamenco es de ida y vuelta, no solo los cantes americanos que hemos mencionado más arriba, sino que todos –incluidos los troncos básicos de la soleá y la seguiriya– tienen su origen en ese ir y venir por el Atlántico americano. Hay que decir que Miguel Espín y Romualdo Molina celebraron el 92 con esa buena nueva, que todo el flamenco era americano, vaya. No se atrevieron a decirlo a voz en grito porque aspiraban a seguir asistiendo al espectáculo del flamenco, pero esa era la intuición que publicaron bajo el amplio título de “Flamenco de ida y vuelta” (Guadalquivir, 1992). Desde entonces, la musicología no hace más que darles la razón y hasta Faustino Núñez nos ha dado un magnífico titular: “Hablar de flamenco es una forma como otra cualquiera de reivindicar la música de las Américas”. Hay un libro clave, pienso. “El mar de los deseos. El Caribe afroandaluz, historia y contrapunto” (Siglo Veintiuno Editores, 2002), del mexicano Antonio Garcia de León, ha definido con perfección cómo se produce ese continuo entre la península ibérica y las Américas para decantar, en un proceso bastardo de secularización, digámoslo así, lo que hoy llamamos flamenco. Si pensamos en los rasgos de una soleá de Triana y cómo estos emparentan con la petenera mexicana “¡Ay! soledad de soledades” –Pepa Sánchez lo ha explicado didáctica y maravillosamente–, si somos capaces de pensar la cabal como el caldo básico desde el que después salen las seguiriyas, entenderemos mejor qué quiere finalmente decir “de ida y vuelta”.
Si pensamos en dos trabajos muy recientes que están ligados al flamenco por sus extremos, “Motomami” de Rosalía y “Tres golpes” de Tomás de Perrate, entenderemos mejor esa lógica americana. Perrate ha trabajado con músicas de ese legado americano –chaconas, la folía, las jácaras– como si hubieran seguido ligadas al venero del flamenco. No se trata de versiones multiculturales ni de dar una pátina culta a lo popular, incluso a lo populachero. Perrate ha pensado, ha trabajado esos cantes como si llevaran en su familia siglos, como ha pasado con otros ritmos, y los ha decantado de manera particular. Refree ha participado en la producción y yo mismo he contribuido de alguna manera al susodicho. Pero lo interesante de este trabajo es su anacronismo. No es tanto flamenco por arqueológico, sino por anacrónico, por pensar que la chacona pudo ser siempre un cante de las bodas gitanas de Utrera. En el otro lado del espectro –digámoslo así en homenaje a la rancia afición– está el “Motomami” de Rosalía. Un disco viajero, de esos que tanto gustaban a Diego A. Manrique aunque ahora ponga sus peguitas. Un disco en el que también hay flamenco, una parada más en el recorrido por ese ancho y largo caribe afroandaluz –el del siglo XXI– donde resulta que en Nueva Orleans hay trap, en Puerto Rico hay reguetón o en República Dominicana hay bachata, amén de boleros mexicanos o batucadas brasileñas. Y hay flamenco, claro, unas magnas bulerías que ya imitan en Jerez. Y hay Cole Porter y hay Manuel Alejandro. En fin, que lo que hay es justicia poética y, es obvio, la ida y vuelta es un gran viaje por el imaginario musical latinoamericano de nuestro presente.
Pensemos con la melancolía de un colonialista. O con la de un poscolonialista, que, como dice Iván de la Nuez, no son melancolías diferentes. Si no se hubieran perdido las colonias, el trap o el reguetón estarían todavía yendo y viniendo de las Américas por el ancho Atlántico afroandaluz, ni más ni menos. Es espeluznante pensar cómo la descolonización americana –es decir, la emancipación de las colonias criollas desde principios del siglo XIX a la par que la ocupación napoleónica de 1808 o la Constitución de Cádiz de 1812, si se quiere– coincide, punto por punto, con la construcción del género que hoy llamamos flamenco. El caso es que, a la vez que se independizaron las repúblicas americanas y se iban cortando los lazos continuados con el continente americano, se estaba construyendo el flamenco como música autónoma. El famoso triángulo formado por “Los Puertos”, Sevilla y Jerez –como en Cádiz el cuarteto es de tres o de cinco, el triángulo flamenco posee tantos vértices como se quiera– tiene su lógica en ese tráfico americano. Si todo empezó en Cádiz no es por razones orientalistas, sino por su relación con el comercio americano, por la extensión de un lumpen-proletariado –así lo llamarán los marxistas– que tiene que ver con el excedente americano, por el carácter multicultural que le daba ser –a finales del siglo XVIII– el principal puerto del Atlántico. Y, ya digo, primero se independizan el Cono Sur, después México, después –al hilo final de 1898– las islas del Caribe. Y, en una correspondencia impresionante, se van decantando como propios los sonidos del flamenco, cada vez más oriental, más mediterráneo, más gitano si se quiere. Ese común sonoro se va quintaesenciando, podría decirse, y a la vez su prolífica bastardía se va diversificando. Lo oriental tiene más que ver con “Recuerdos de la Alhambra” (Francesc Tárrega, 1896) –donde el trémolo nos llega vía Miguel Borrull y Ramón Montoya– que con el común pasado árabe. Pero no nos desviemos. Resulta impresionante esa correspondencia entre emancipación americana y autonomía musical del flamenco, por eso podemos afirmar que se trata de un proceso de descolonización. El flamenco es también un proceso de descolonización.
De alguna manera todo esto queda sintetizado en una canción como “Los esclavos”. Su historia es muy particular. Yo me había citado con José Manuel Gamboa en Sevilla, a la sazón mi “primo” en el campo flamenco. La idea era vernos con El Gitano de Oro, rapsoda que acompañó a Pepe Marchena en sus últimos años y que seguía cultivando el género. Era una fecha a posteriori señalaíta, el 11 de septiembre de 2001. Estábamos en un bar de afición taurina en las traseras de la sevillana calle de las Sierpes y en la televisión, sin volumen, empezaban a verse imágenes de los atentados de Nueva York. Me llamó al móvil la verdadera prima de Gamboa, madre de mi hija, para decirme que viera lo que estaba pasando: estaban atacando con aviones las Torres Gemelas y parecía un atentado preparado por los secuaces de Bin Laden. En el bar se hizo un segundo de silencio y al momento empezaron a hacerse chistes sobre lo que estábamos viendo. El humor no era ironía ni sarcasmo, sino puro nerviosismo ante el terror de los que veíamos, la reintroducción de la historia en nuestras confortables vidas. El caso es que con el jaleo El Gitano de Oro se marchó rápido, creo que a Marchena, y Gamboa también cogió el AVE para Madrid y yo me quedé con una carpeta llena de textos más o menos inconexos. Siete años después abrí aquella carpeta y ahí estaba el texto de “Los esclavos”, que no tenía entonces ese título. No sabemos el destino exacto de ese texto, que no estaba terminado del todo, al menos no tenía las rimas típicas bien afinadas. Su estructura numerológica recordaba esas “Palabras retorneadas de Moisés” que se siguen cantando en El Alosno. El texto evocaba los de tantas milongas, vidalitas, guajiras y colombianas de Marchena, una especie de nostalgia impostada de la vida en la plantación, macabros recuerdos del pasado colonial, del derecho de pernada con las mulatas, de la rica vida ociosa y del esplendor de una naturaleza que por mucho que la maltrataras no dejaba de producir regalías. La primera versión la hizo Niño de Elche en un proyecto que presenté en 2009 bajo el título de “Economía Picasso”. Después Rocío Márquez y Refree, también con Niño de Elche, hicieron una versión en el disco “El Niño” (2014) dedicado al maestro de Marchena. Finalmente, con toda lógica, Niño de Elche lo incluyó en su trabajo “Colombiana” (2019). Escúchenlo. Se trata, literalmente, de sincretismo. Sincretismo bastardo, pero sincretismo. ∎