Resulta difícil de creer que las imágenes que componen “Bala perdida” (2025; se estrena hoy) vengan firmadas por el mismo autor que entregase “Pi, fe en el caos” (1998) al mundo. Por descontado, nadie espera que el Aronofsky de 2025 sea el mismo que el de 1998, pero los signos no ya de agotamiento, sino tan siquiera de atrevimiento artístico por parte de la que fuera una de las mentes más transgresoras y valientes en su visión fílmica durante el cambio de milenio resultan ahora desconcertantes. Si bien es cierto que en “La ballena” (2022), aun siendo capaz de retener (y exhibir) ciertos ademanes de extrañeza en su propuesta, ya daba muestras del adocenamiento creativo que demuestra atravesar en la actualidad el cineasta de Brooklyn.
Acaso cabe remontarse, precisamente, a “Madre!” (2017) para poner algo de contexto. Fue allí la última vez que escribió su propia historia, cediendo así, desde entonces, una parte vital de su particular fábrica de ideas. El libreto de “Bala perdida” –al fin, una traducción al español de un título reciente que puede competir con el original, por su pertinente doble sentido– viene firmado por Charlie Huston, quien adapta su novela homónima, originalmente publicada en 2004 y primera de una serie de tres dedicada a Hank Thompson, exjugador de béisbol y camarero en un antro de poca monta del Lower East Side neoyorquino. Lo interpreta un Austin Butler que encuentra, sin quererlo, un nuevo problema a cada paso que da. Este escritor solo había participado en la redacción de algunos capítulos de series televisivas, siendo la más conocida “Gotham” (Bruno Heller, 2014-2019). Y el encaje de su propio material no hace más que chirriar, toda vez puesto en movimiento, ante la tempestuosa voluntad de Aronofsky.
De la mano de un Butler ocupado en convencer en su papel de víctima indolente y aturdida por el trauma del pasado (reflejado a través de un flashback repetitivo que acaba por transformarse en definitorio), el director se esfuerza en componer un relato harto dinámico en el que el espectador sea capaz de empatizar con cada nuevo golpe de guion que aquel recibe. Pero a duras penas lo consigue. Principalmente, porque los arrebatos de violencia entre los que cabalga la cinta pronto se manifiestan como mecanismo impostado para entablar un diálogo pop con otros autores que sí lograron integrar la peligrosidad en el seno de una comedia cínica: véanse Tarantino o el primer Guy Ritchie, el de “Lock & Stock” (1998) y “Snatch. Cerdos y diamantes” (2000). Justo en el momento en que el cineasta que nos ocupa estaba a otra cosa.
Es por ello que las repetidas patadas que recibe el protagonista por parte de los punks que llamaron a la puerta de su vecino requiriendo algo a cambio, o la insidiosa persecución que, desde entonces, padece a cargo de dos rabinos de muy mala leche (interpretados por unos Liev Schreiber y Vincent D’Onofrio difícilmente reconocibles, no solo en el plano físico), por no hablar de un agente de policía que, de manera sospechosa, gusta de interrogarle y entrometerse en solitario entre semejante batalla de bandas criminales –con aparición estelar, nada menos, que de Bad Bunny, en el improbable rol de gerifalte–, desprende un aroma demodé que huele a lo mismo que la falsa hez de gato que aloja la llave del embrollo, cual chistoso macguffin.
Aun sumando el nervio que arrojan los trávelin con que se recorren varios episodios de persecución por los callejones menos turísticos de Nueva York, convenientemente ilustrados por el racimo de canciones que el grupo británico IDLES ha compuesto junto al compositor Rob Simonsen, apenas se adivina bajo la superficie de “Bala perdida” algo que enuncie un verdadero espíritu punk. Se trata, más bien, de un rock de barra de bar modesto. ∎