Película

The Beast (La bestia)

Bertrand Bonello

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En la primera secuencia de “The Beast (La bestia)” (2023; se estrena hoy), el personaje que interpreta Léa Seydoux transita por un croma. Un director le indica por dónde debe moverse, cuándo agarrar un cuchillo de una mesa y en qué momento gritar de pánico por una presencia no corpórea; esa bestia figurada –a la que alude el título del filme- que la actriz debe invocar con su mirada en un punto determinado del ubicuo verde. Esa misma secuencia será, bien avanzada la película, materializada en una lujosa casa angelina donde impera un terror doméstico siniestro y tristemente vigente. Lo sugerido –incorpóreo y artificioso– en el primer set se torna fatídicamente real. Bertrand Bonello ofrece con este prólogo pistas valiosas a un espectador que apenas ha tenido tiempo de acomodarse en la butaca. Ahí está la primera llave para decodificar el intrincado relato que despliega a continuación. Una dualidad entre realidad y simulacro que marca buena parte del recorrido y que la emparenta, de entrada, con uno de los capítulos de “Holy Motors” (Leos Carax, 2012) y con esa idea de identidades confundidas en el simulacro infinito. No será la única referencia arrojada.

El director parte de la novela “La bestia en la jungla” (1903), de Henry James, para acceder a su relato desde una perspectiva contemporánea y plenamente libre. Un acercamiento similar al perpetrado por Patric Chiha sobre la misma obra literaria en el reciente estreno “La bestia en la jungla” (2023). Aunque ambas presentan sus peculiares bifurcaciones sobre el original. De entrada, el director galo reparte su relato en tres corrientes temporales, interconectadas mediante el romance imposible de la pareja protagonista, Gabrielle y Louis, a la que dan vida Seydoux y George MacKay.

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En el primer período, fechado en 1914, Bonello ajusta su criatura fílmica a los ropajes del melodrama victoriano de vis romántica. El filme salta luego a las cercanías de nuestro tiempo, recolocando la trama con la misma pareja protagonista en Los Ángeles, en 2014. Ahí el cineasta deja constancia del desafecto que define nuestro tiempo, punto de inflexión del futuro descorazonador por venir. En esta línea temporal, Gabrielle es una aspirante a actriz y modelo que cuida del caserón de una familia adinerada de Los Ángeles mientras recorre las estancias lujosas, frías y despersonalizadas de una urbe en declive moral, muy cercana a la que dibujó David Cronenberg, a partir del guion de Bruce Wagner, en la estupenda “Maps To The Stars” (2014).

Tal es así que el personaje de Louis, el amado prohibido de 1914, es en este tramo un incel dolido que busca causar el mal mientras lo transmite en directo con su smartphone. Cacofonías del mundo real resuenan en el simulacro de ese pasado. Por último, se encuentra la línea a desenmascarar de 2044, un futuro distópico sin apenas interacción humana donde la inteligencia artificial se ha apoderado de la sociedad y en el que mostrar emociones se concibe como un signo de debilidad. Es en realidad en este plano temporal donde el personaje que interpreta Seydoux, partícipe en un proceso de purificación de su ADN que le permita deshacerse de sus vínculos sentimentales y traumáticos, revive las otras líneas temporales que se representan en la película. ¿En un futuro cercano será la mirada hacia nuestro pasado el único conducto emocional?, parece alertar Bonello. Aunque en ese París artificial y automatizado, de escasa interacción humana y calles desiertas, es donde Gabrielle volverá a reencontrarse con su amado, a quien busca en sus visitas a un club lynchiano en el que suena la música de otros tiempos; los sonidos del pasado como pervivencia de lo humano. Por la gramola pasan éxitos de The Pointer Sisters, Gino Paoli, Roy Orbison o Visage.

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Bonello inserta en cada uno de los períodos de su criatura mutante un género cinematográfico y una paleta referencial propia, aunque domina el punto de vista sci-fi de la avanzadilla futurista, desde donde se reclaman las otras dos líneas temporales. En la primera de su orden cronológico, manda un romance de época de ropajes clásicos no muy alejado de lo visto en la mayestática “Casa de tolerancia” (2011), con interferencias anacrónicas –como, por ejemplo, pinturas de otras épocas– que violentan su puesta en escena clásica y recuerdan su condición de proyección artificiosa. También lo hacen los glitches en varios momentos del visionado; igual que su compatriota Leos Carax, Bonello es de los pocos cineastas que saben sacarle valor dramático al digital. En la segunda, la más contemporánea, opta por el thriller de terror doméstico, invocando parte del imaginario visual más tenebroso del Lynch de “Carretera perdida” (1997).

No es la única vez que parece acudir al maestro de Montana: ese desgarrador grito por parte de Gabrielle al final de la película evoca al de Laura Palmer en el desenlace traumático de “Twin Peaks. The Return” (David Lynch y Mark Frost, 2017). Un grito de cierre que aturde al espectador en su articulación de un sentido completo para el intrigante, fascinante y fantasmagórico visionado. “The Beast (La bestia)” se engrandece en los postítulos de crédito como fábula sobre la deshumanización y el desafecto, narrada a través de un intrincado seguimiento de un relato amoroso del desencuentro; ese amor en fuga que tantas veces ha centrado el paisaje del mejor cine romántico –buena parte del recorrido de “Fallen Leaves” (Aki Kaurismäki, 2023), sin desplazarse muy lejos– se torna siniestro y descorazonador bajo el críptico y complejo dispositivo formal planteado por el autor. No hay bestia más feroz que la imposibilidad de amar. ∎

Amor en fuga.
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