Déjenme exagerar, que esto me está volviendo loco: hay un antes y un después en la historia de la televisión tras la emisión del episodio ocho de
“Twin Peaks” (Showtime, 2017; en España, Movistar Series Xtra). El acto terrorista definitivo de un autor, por otro lado, tan dado al cachondeo padre –cada entrega posee, como mínimo, un momento netamente
slapstick (por ejemplo, Lucy y su incapacidad para creer en los móviles o Jerry Horne discutiendo con sus extremidades subido de ácido)– como al terror, en cualquiera de sus formas cinematográficas: violento, dramático, psicológico y psicotrónico.
Pero el episodio octavo es otra historia. A un nivel estrictamente argumental, se trataría de la representación del nacimiento del mal en la Tierra –de la misma forma que Terrence Malick representó el nacimiento de la vida en
“El árbol de la vida” (2011)–. A un nivel narrativo, estaríamos ante la invasión de la vanguardia experimental cinematográfica dentro de lo que se presupone como una serie
mainstream o “para todos los públicos” (aunque sea todo lo contrario). Stan Brakhage, Peter Tscherkassky, Maya Deren, Guy Maddin o el primer Luis Buñuel se cuelan en las imágenes digitales de
David Lynch para mayor embolia-fascinación del espectador: minutos y minutos de texturas en disolución, fragmentos estéticos de ritmo asintótico, fugas narrativas extraterrestres. Y, a la postre, una
minimal-horror-story –
“Got a light?”– donde se revientan cabezas y un bicho se cuela en la boca de una joven.
Mientras tanto, la historia (cocreada con
Mark Frost) sigue en zigzag continuo, dejándonos secuencias memorables: la dulce Candy, vestida de
pin-up, intentando cazar una mosca; un camarero barre el suelo del bar en tempo Kaurismaki al ritmo de “Green Onions”; ¿y qué narices es lo que pasa en Buenos Aires? Joder, que esto no acabe nunca. ∎