“Ningú” puede ser muchas cosas; por ejemplo, un repetidor trascendental que nunca parece repetirse y puede ser accionado a voluntad. También es el octavo disco en estudio de Balago y la continuación de la vena experimental más expansiva que David Crespo, actual dueño y señor del proyecto, inició con el precedente inmediato de “Els altres” (2020; en la lista de los mejores discos del año según Rockdelux). Lo componen dos piezas de largo minutaje en absoluto esquemáticas salvo por sus títulos respectivos, “Cara A” y “Cara B”, que responden responsablemente a la filosofía estética en la que parece instalado de momento el músico de La Garriga: la creación de un paisaje sónico fluido y dinámico donde el artista interviene –vocacionalmente– despojado de todo ego y predictibilidad.
Sin un patrón rítmico inmediatamente identificable, “Ningú” se inscribe en una música donde la organización de los sonidos no es aleatoria aunque lo parezca, presidida por el uso del sampler junto con una electrónica ambiental en absoluto distante, aunque la nave sonora de Crespo pueda encontrarse ya por el Cinturón de Asteroides, y abiertamente emocional a pesar de la brevedad de las múltiples melodías que van apareciendo, sucediéndose y evaporándose a lo largo de su trayectoria. Es música para escuchar, no pasivamente como proponía el ambient clásico de Brian Eno, sino activamente, desde una actitud casi propositiva y de permanente descubrimiento. La impresión es cinemática, o cinematográfica, como si diferentes formas de vida fuesen sucediéndose ante los oídos del oyente durante su recorrido, quizá más de día en “Cara A” –24’14”–, más nocturno en la “Cara B” –22’45”–, recordando en este caso al último avatar dubstep de Burial repasado recientemente en estas páginas.
La sensación de continuidad que trasmite “Ningú”, a pesar de su variedad de fuentes, se aleja de la idea habitual que se tiene del collage donde la consolidación de los elementos pierde fuerza en favor de procesos más caprichosos. Por otro lado, es común que el poder de abstracción que posee la música instrumental –coherentemente, en “Ningú” abundan las voces humanas en detrimento de los cantantes– consiga mitigar el efecto desacreditador que la disonancia cognitiva ejerce a la hora de encontrar el sentido a este tipo de piezas donde lo narrativo se ve sustituido por algo que parece pura intuición o que se adscribe al pantanoso pero potencialmente fértil terreno de lo instintivo. “Ningú” es un encaje de bolillos –solo Crespo sabrá exactamente cuánto le ha costado tejerlo– que consigue engarzar todos sus nódulos para salirse con la suya a la hora de captar tu atención.
Efectivamente, en algún punto entre, por un lado, artistas como claire rousay, Shackleton o William Basinski, y por otro, géneros pluriformes como las bandas sonoras, el glitch, la música tribal o la neoclásica, “Ningú” es un ejercicio de diez absoluto en el quijotesco propósito de integración estética entre la realidad sonora –tan rodeada de artificio y con menos libertad de lo que parece– y una composición musical –que quiere parecerse a aquella–, donde todos los estratos convenidos en sentido amplio –silencio, espacio, ruido, timbre, ritmo, melodía, armonía– parecen desenvolverse en un mismo nivel sin dar como resultado el aburrimiento más atroz. ∎