Álbum

Lorde

VirginUniversal, 2025

Todos los álbumes de Lorde están dedicados a una droga diferente. Pure Heroine (2013) narraba las fantasías de una adolescente que siente la adrenalina de hacer cosas por primera vez: la noche, la fiesta, el alcohol. Melodrama (2017), como su propio nombre indica (“MeloDraMA”), cuenta los diferentes estados de ánimo dentro de una noche llena de MDMA. En principio, Solar Power (2021) iba a ser un álbum sobre el ácido, pero después de un mal viaje decidió alejarse de la sustancia y, en su lugar, se acercó a la marihuana tanto terapéutica como placenteramente. Virgin, por su parte, parece girar en torno a la terapia psicodélica: LSD, microdosis de hongos e incluso MDMA administrado clínicamente para tratar trastornos de ansiedad y pánico (“MDMA en el jardín trasero, vuelan nuestras pupilas”, canta en “What Was That”, el primer single del trabajo). El cuarto disco de Lorde es menos escapista y, en él, las drogas no son una forma de evasión, sino un canal de entendimiento: desde luego, si vuelve al éxtasis en su concepto, también lo hará en su sonido.

Es por ello que el nuevo disco de Lorde parece una segunda parte de “Melodrama”, pero mucho más consciente: era obvio que la neozelandesa no iba a seguir por el camino luminoso que se abría con su anterior LP (que no tuvo éxito), sino que tampoco aborda las temáticas juveniles que sí le interesaban en su segundo trabajo. Tras el lanzamiento de “Solar Power”, Lorde se tomó un largo descanso junto al mar. Años después, retomó el contacto con el mundo: se mudó a un apartamento en Manhattan, atravesó una ruptura sentimental, enfrentó un trastorno alimenticio y empezó a explorar una percepción más abierta y fluida de su identidad de género: “Some days I’m a woman, some days I’m a man” (“algunos días soy una mujer, otros soy un hombre”) es lo que canta en “Hammer”, la obertura de “Virgin”. La portada del álbum, una radiografía pélvica de la propia artista en la que pueden verse un DIU y la cremallera de los pantalones que llevaba puestos, es una muestra más de que es un disco catártico: tiene que venir desde lo más profundo del ser humano, porque eso es lo que la neozelandesa considera que vertebra una buena canción. Así, “Virgin” es una oda a la resiliencia o el autoconocimiento. El discurso no es muy diferente a lo que se anticipaba en “Royals” (2012): definitivamente Lorde nunca ha sido esa diva, y su discurso, por momentos, parece más subcultural de lo que en realidad es, al estar impregnado de un anticapitalismo, ahora, además, queer. La música, también, se salta su era neohippie para volver a esos ritmos eléctricos pero relajados, de una rave pasada de vueltas que nunca llega a explotar del todo. Es como si dijera: “Sí, es lo mismo, pero ahora sé mucho más lo que hago”. Esa adrenalina juvenil anteriormente mencionada también retorna, en el sentido de que una nueva versión de Lorde vuelve a descubrir las cosas por primera vez: es lo mismo y, a la vez, no lo es.

Pese a ello, Ella Marija Lani Yelich-O’Connor ha dejado de trabajar con su exproductor de confianza Jack Antonoff. Esta ruptura creativa resulta especialmente oportuna si se considera la actual hegemonía de Antonoff en el panorama del pop global, cuya ubicuidad estilística (marcada por una cierta uniformidad melódica y una falta de riesgo formal) ha contribuido, en muchos casos, a una involución estética dentro del género. En su lugar, Lorde ha optado por un equipo de producción alternativo liderado por Jim-E Stack, con la participación puntual de Dan Nigro. Aunque el relevo no representa una ruptura radical, sí introduce matices relevantes: ambos productores parecen haberse propuesto preservar lo mejor de Antonoff sin lo peor de Antonoff. Sobre esta base, Lorde mantiene su rol de narradora frontal e introspectiva, característica que ha definido buena parte de su obra, y es que la atista nunca ha tenido pelos en la lengua. Esa vocación confesional se plasma con claridad en temas como “What Was That” (una composición que recuerda estructural y melódicamente a “Green Light”), en la que menciona de forma directa su TCA (“Make a meal I won’t eat”). La misma temática reaparece en “Broken Glass”, una balada electrónica de espíritu etéreo que remite a “360” de Charli XCX, tanto en su progresión armónica como en su textura. Por otro lado, canciones como “Favorite Daughter” y, en menor medida, “Current Affairs” remiten a su infancia y, específicamente, a la relación con su madre. Esta última, además, samplea “Morning Love” del artista jamaicano Dexta Daps.

A nivel sonoro, el álbum comparte una estructura recurrente: temas que comienzan con una voz casi desnuda, rozando lo a capela, para desembocar en crescendos de claps hiperprocesados y arpegios envolventes que alternan entre la ensoñación digital y la densidad rítmica. No podría clasificarse con propiedad dentro del electropop ni del synthpop en sentido estricto, sino que, más bien, se sitúa en un territorio liminal entre el dream pop y un llanto inconsolable. No obstante, cabe destacar que esta sencillez instrumental no es fruto de una economía de medios, sino de una elección estética deliberada. Lorde nunca ha demostrado un interés particular por crear música pensada para complacer al oído popular. Es decir, mientras otros artistas comienzan un disco empuñando una guitarra o abriendo un proyecto en Ableton, Lorde empieza por el cuaderno: su aproximación parte siempre de la palabra escrita. En este álbum reafirma ese lugar: no como otra popera, sino como la mayor poeta del mainstream. ∎

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