“Amadora” es el nuevo álbum de Tulsa, una reflexión sobre el dolor femenino examinado desde distintas perspectivas y edades (la observación participante es su metodología): la fisicidad de los cuidados, las jerarquías en el querer, el sufrimiento aprendido o el calvario hereditario son algunos de sus leit motivs. El título, en conjunción con su principal hilo discursivo, dibuja una idea universal, que no por lugar común es débil en significado: amar (tal y como nos han enseñado) duele. De este modo, la temática de “Amadora” parece estar resumida por la propia artista en el octavo tema, “Laguna”: “De niñas escuchamos los mismos sermones, vimos las mismas películas, tuvimos los mismos temores (…) eres parecida a mí, y a la vez tan distinta”. Así, Miren Iza construye la universalidad de la experiencia a través de particularidades individuales, en un paisaje sonoro que entra en juego con uno de los debates más interesantes que nos ha brindado internet en 2023: no se puede “ser solo una chica”, pues hay muchos más paradigmas operando en la cabeza de cada una.
Por supuesto (y aunque la guipuzcoana nunca ha sido fan de las canciones luminosas) nos encontramos ante uno de los trabajos más oscuros de su discografía: se ha perdido el folk americano de “Solo me has rozado” (2007) o “Espera la pálida” (2009), y mucho menos hallamos el pop electrónico de “La calma chicha” (2015) o el synth-wave de “Ese éxtasis” (2021, su último trabajo hasta la fecha). Es cierto que todos ellos comparten el afecto nostálgico, la modalidad menor, los pedales brumosos, las pinceladas de country y algo de ese casi-shoegaze tan distintivo que solo tiene lugar en el País Vasco; pero “Amadora” es más realista, menos irónico y, por ende, más sombrío.
Las canciones del trabajo se han construido a partir de textos de María Velasco, la cual también ha ideado una representación teatral (con tres actrices diferentes) en torno al concepto del disco. Sigue apreciándose la Miren sarcástica en canciones como “Melocotón” (“no tocaré tanto la fruta antes de elegir, cualquier melocotón puede hacerme sonreír”), sobre la feminidad entendida como altanería y tiquismiquismo, pero también hay espacio para la Tulsa más abatida (“Tacones lejanos”) y la más experimental (suspiros vanguardistas en “Cuando venga el león pálido”, reflexiones freudianas y versos rítmicamente libres en “¿Amor o transferencia?”). Velasco plasma la identidad de Iza e Iza la de Velasco, porque su bagaje social les ha hecho ser muy parecidas (y a la vez muy distintas).
A la premeditada antimelodización de la canción sobre el psicoanálisis anteriormente mencionada, se unen otros elementos canónicamente discordantes, como la métrica irregular de las estrofas (alejándose del fraseo en ocho compases), algún sintetizador originario del makina utilizado como colchón (“Melocotón”), o la completa ausencia instrumental en “Una parte de mí”. Una producción semiótica causa una momentánea sensación de desorden en un álbum translúcido que iguala el continente con el contenido: ese caos es el mismo que nubla la mente que no es dueña de sus propios pensamientos, como cuando aborreces la industria musical y no puedes parar de componer canciones, o cuando llegas a cierta edad y te percatas de que tu comportamiento es el mismo que el que odiabas de tu madre.
Así, igual que su madre dejó huella en Miren, con “Amadora” la cantautora ofrece un nuevo legado a todas sus oyentes, un análisis tan a conciencia del dolor femenino que ojalá también sea hereditario. Siguiendo un hilo cronológico (en el que nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos), la carga (física y mental) sobre la que Tulsa reflexiona en su séptimo disco evoluciona de forma genérica para (casi) todas: de abrazar el contexto y discrepar con la madre a rechazar el primero y entender a la segunda. Suponemos que ese sufrimiento del que Tulsa habla le debe un perdón a la progenitora, y viceversa. ∎