caba de llover y el aire de la tarde está fresco, buen momento para conversar un rato en su casa con Manuel Alejandro, nacido Manuel Álvarez-Beigbeder Pérez en Jerez de la Frontera, el 20 de febrero de 1932. El maestro lleva un rato ensayando en su pequeño estudio y nos ofrece un té mientras nos acompaña a una sala muy acogedora, donde se mezclan revistas, libros y recuerdos aquí y allá. “Si estuviera viva mi mujer, no permitiría este desorden, ella no me dejaba utilizar aquí ni el portátil”, dice. Ni siquiera la artrosis que deforma los dedos de sus manos ha conseguido disuadirlo de seguir tocando el piano cada día, un ejercicio que lo mantiene en forma y siempre dispuesto a emprender nuevas aventuras musicales en ese afán que muestra por rebajar el tono de panegíricos e hipérboles acerca de su arte. Arte menor, quizá, pequeño en el sentido que acuñó en 1973 el economista alemán E.F. Schumacher en su libro “Lo pequeño es hermoso”.
Aunque se declara solo un escribidor de canciones, Alejandro es uno de los más grandes y prolíficos compositores –y arreglistas y productores– españoles de los últimos 65 años. Músico de formación clásica, enamorado de la copla y el vals, muchos lo identifican por haber surtido de éxitos a Raphael, Rocío Jurado, Jeanette, Julio Iglesias, Nino Bravo y decenas de cantantes hispanoamericanos como Basilio, Hernaldo Zúñiga, Emmanuel, José José y muchos más. Casi como un apunte marginal en su carrera, en 1969 fundó el sello Penélope Discos, donde publicó algunos discos a su nombre y patrocinó a The Presidents, una de las formaciones norteamericanas de soul afincadas en España en la época.
Entre sus canciones más memorables destacan “Voy a perder la cabeza por tu amor” (que Bambino consagró como un clásico mayúsculo), “Soy rebelde”, “El muchacho de los ojos tristes”, “Toda la noche oliendo a ti” (prohibida por la Junta Militar argentina en 1982), “Yo soy aquel”, “Qué sabe nadie”, “Casi casi”, “Se nos rompió el amor”, “Háblame del mar, marinero”, “Mi mujercita”, “Chabuca limeña”, “Procuro olvidarte”, “Lo mejor de tu vida” o “Que no se rompa la noche”, hitos de la canción romántica y la copla que han sido interpretados por artistas de todos los estilos y todas las épocas, desde Luis Miguel, Juanito Valderrama y Plácido Domingo hasta Rosalía y Selena Gomez.
La primera definición que hace el Diccionario de la RAE de la palabra “escribidor” es: “escritor prolífico”. La tercera, coloquial y ya en desuso, es “mal escritor”. Así que, en su caso, creo que nos quedaremos con la primera.
No, no me lo creo. Siempre he sido un admirador de los grandes escritores, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Papini, García Márquez, Wilde y Tolstói, Goethe, Dickens, Kafka, Calderón, Víctor Hugo o Truman Capote, pero no de quienes se consideran algo más y se afanan en ponerlo de manifiesto siempre que pueden, esos que se creen con la piedra filosofal en la mano y se empeñan en que se les note. Hoy leía un artículo en el periódico y al poeta que lo firmaba se le veía el orgullo de lejos, parecía estar diciendo “esto va a misa, daos cuenta de que domino el lenguaje mucho mejor que vosotros”. Ni me gusta citar a nadie cuando escribo canciones, ni tampoco en mi libro porque en realidad lo que yo hago son elucubraciones, y cualquiera puede elucubrar. Otra cosa es reflexionar, eso ya es más serio.
Sin embargo, hay mucho en sus memorias de pura literatura costumbrista, muy en particular en esos dos capítulos titulados “El barrio más gitano” y “La plaza de Santiago, Severiano y el Chícharo”, con las historias del párroco, el sacristán y los gitanos… La suya parece una infancia tocada por la magia. ¿Esa infancia influyó en su música y en su manera de entender la vida?
Bueno, yo no soy un escritor, todo eso que cuento del barrio de Santiago y la puerta del ateneo y la sacristía, eso es un sainete, no al estilo madrileño, pero como mucho un sainete… Allí, en aquellas calles, se mezclaba toda la sociedad de Jerez, los rejoneadores de buena familia con los gitanillos, y esas vivencias resuenan en las letrillas que he ido escribiendo. Aprendí mucho observando, porque fui muy mal estudiante, mi hermano José María y yo éramos el séptimo y el octavo de diez hijos, y al séptimo y al octavo ya se les perdía el respeto. Luego tuve un accidente que me dejó una lesión en el brazo derecho, así que no pude seguir los pasos de mi padre, que era músico militar. Así que ya ves, me quedé para escribir canciones, que, en todo caso, es un arte menor.
Pero lo que hacía Mozart, por ejemplo, era música popular, lo que disfrutaba la gente del pueblo.
Sí, pero Mozart siguió por otros derroteros, yo nunca le di a las sinfonías y no puedo considerarme un compositor, porque no lo soy. No es lo mismo escribir una canción, que sale casi sin que te des cuenta, que un ballet o una sinfonía, ahí se requiere una técnica y el grado de complejidad es increíble. Las canciones no se componen, se silban, se tararean… Mi padre sí era un compositor y nos procuró una educación muy estricta, muy católica de la época, aunque luego yo perdí esa fe. Nunca nos dejó bajar a la juerga con aquellos gitanillos, tenía miedo de que nos pillara el toro. Era un enamorado de Wagner, y nos ponía a mi hermano y a mí a oír en la radio un concierto del teatro San Carlos de Lisboa, con la partitura de “Parsifal” delante, o la que tocara, y nos obligaba a seguir la partitura mientras escuchábamos la música. Ni una distracción nos permitía. Parece que no, pero un año detrás de otro, eso va dejando un poso muy importante que hace que te des cuenta perfectamente de quién es músico y quién no.…
Su padre, Germán Álvarez-Beigbeder, compuso buena parte de las marchas de Semana Santa que se tocan todos los años en España. ¿Qué opinaba de que usted se dedicara a escribir canciones para gente como José Guardiola o Raphael?
Fatal, le parecía fatal. “Ya llevas dos meses con esa balada de Chopin y no avanzas nada porque sigues empeñado con esas cancioncillas tuyas”, me decía. La verdad es que yo me sentía avergonzado, porque pensé que nunca iba a superar a mi padre, que él tenía mucho más talento para la música. En cambio, mi madre estaba entusiasmada, siempre nos animaba a mi hermano y a mí y confiaba plenamente en nuestro talento. Un día escuchó la Quinta Sinfonía de Beethoven en la radio y me dijo: “Mira, creo que eso lo ha escrito tu hermano”. Era tremenda la devoción que sentía por sus hijos. Nunca pudo entender, por ejemplo, que Camilo Sesto o Serrat no cantaran mis canciones. Yo intentaba explicarle que ellos ya escribían las suyas y las cantaban, pero nada, ella empeñada en que cantaran las mías.
¿Y a usted le gustaban las de ellos? ¿Nunca se planteó la posibilidad de que Serrat le pusiera letra e interpretara una de sus melodías, como hizo con “Penélope”, de Augusto Algueró?
No, no, éramos mundos distintos. Además, cuando llegaron los cantautores y luego los grupos españoles cantando en inglés nos barrieron del mapa a los escribidores.
Pero algunos de los grupos de la época cantaban en español y canciones de otros, caso, por ejemplo, de Fórmula V con los temas que les componían Herrero y Armenteros.
Lo de Herrero y Armenteros me parece mucho más difícil. Eso de componer a medias con otro yo no podría. También le veo un mérito tremendo a lo que hace Serrat, porque esos poemas que canta no son música, no hay intervalos, es como el zumbido de una abeja, no hay una melodía, no hay pausas, no hay tensión. Serrat hace esas cosas porque no ha estudiado música. Yo lo noto enseguida cuando escucho a alguien, si ha estudiado música o no, si conoce la técnica. Y creo que cuando le dieron el Príncipe de Asturias a Serrat no fue porque escribiera canciones, sino porque sacó del anonimato a poetas como Antonio Machado o Miguel Hernández. Me parece muy bien, es una labor cultural encomiable, muy importante. Pero fíjate, la inmensa mayoría de los cantautores no tienen ni idea o muy poca idea de música, tocan un poco una guitarra desde pequeños y ya está, pero nos miran por encima del hombro a los que escribimos cancioncillas para otros.
Usted hizo muchas para Raphael y para Rocío Jurado, por ejemplo. ¿Las escribía por encargo o las hacía porque le salían y luego se las ofrecía?
A cada uno le escribía según su estilo particular, claro. Pero no me salían como churros, en contra de lo que pueden pensar por ahí. Casi siempre tardo mucho en escribir una canción, en realidad cuando la escribo es porque la canción ya estaba hecha, ya flotaba en mi cabeza, solo tenía que materializarla. No suelo ponerme a escribir una canción porque sí, pero si me las encargan no las hago hasta que se me aparecen. Mi método es ponerme a estudiar las partituras más difíciles, tengo dos o tres favoritas para eso, de Prokófiev, de Jachaturián, de Béla Bartók. Me acuerdo de haber trabajado mucho con los “Mikrokosmos” de Bartók, que son el coñazo más grande que conozco. Bueno, pues de ahí van saliendo las canciones, porque en un momento dado cierras la partitura y el piano y dices “ya está, la voy a hacer en La menor”, y ahí ya hay una canción, y luego te sale sola la letra y ya lo tienes todo a punto.
¿Es verdad eso que se cuenta de Raphael, y que usted escribe en su libro, de que tenía tanto carisma que incluso iban a verlo enfermos para que los curase?
Sí, sí, lo suyo era un espectáculo digno de verse. Lo iban a ver hasta los de la Cienciología para que se hiciera uno de ellos, pero el tío no tragó por ese camino. Llegaba la gente como en trance y él se ponía a darles la bendición como si fuera un chamán. Sospecho que se lo llegó a creer, pero Raphael es un pozo donde no se puede meter la mano siquiera, no preguntes nada sobre él porque no se sabe lo que piensa de verdad. Se ha dedicado a cantar y a cantar y a cantar y no le hemos conocido ni un solo movimiento en falso…
Sí, y luego le han reivindicado desde Alaska hasta Bunbury… A mí me parece que “Yo soy aquel” es una canción suya muy personal, donde habla de su amor por su mujer, Purificación Casas Romero, “Yo soy aquel que por quererte ya no vive…”. Pero me parece que esa épica tan engolada, casi histriónica de Raphael, le quitó todo el sentido a la canción…
Sí, yo pienso lo mismo, pero era lo que se llevaba entonces. Rocío Jurado también cantaba mis canciones de esa manera grandilocuente, como poseída por una fuerza imparable de la naturaleza. Cuando vino Paco Gordillo a convencerme de que escribiera para ella, me di cuenta de que Rocío había mamado la copla y el flamenco, pero cuando interpretaba mis canciones no tenía nada de andaluza, yo las escribía directamente para su temperamento. Aunque la verdad es que siempre me gustaron más los cantantes que no tienen voz, como Julio Iglesias, que ligó la exquisitez absoluta de la canción romántica. ¡Hombre, a estas alturas no voy a descubrir nada de Julio ni de Rocío o de Raphael! Están ahí, nadie va a discutirles nada ni a tocarles nada.
¿Le gustó la versión que hizo Rosalía de “Se nos rompió el amor”?
Claro que sí, para mí es la versión definitiva. Muchos se enfadaron conmigo porque lo escribí en ‘El País’, pero es que donde Rocío Jurado cantaba como enfadada, indignada, despechada, Rosalía le daba el tono exacto de tristeza que tiene mi canción, la hizo completamente distinta. Me llegó mucho más la de Rosalía, que además tiene un talento tremendo. Me gustaría escribirle dos o tres canciones, porque está recuperando lo que nunca debimos perder.
¿A qué se refiere exactamente?
Pues a que nos dejamos arrebatar lo que era nuestro patrimonio musical para adoptar lo que venía de Estados Unidos. Yo crecí con Frank Sinatra y con todas esas canciones maravillosas de Tin Pan Alley, pero también con los grandes músicos e intérpretes mexicanos y cubanos, con Chabuca Granda, los grandes de la canción hispanoamericana. Me niego a decir latinoamericana, porque fuimos nosotros quienes llevamos allí nuestra cultura, no Francia, Italia o Rumanía. Y entonces llegaron Los 40 Principales y arrasaron con aquello, pero también con la canción francesa y la italiana.
Sobre todo, arrasaron con la copla.
Por supuesto, porque la copla podría ser tan grande como el blues. Como escribo en mi libro, los sajones nos regalaron el blues, el rock, el góspel, el rhythm’n’blues, pero también una cierta reticencia con el estilo de canción que yo hacía y hago, al sembrar la duda de si pudiera haber servido de colchón a la dictadura… En España ha habido una idea equivocada con la cultura, sea literatura o música o pintura… No se puede cercenar el folclore español, como hicieron con la copla, un género que procede del pueblo, absolutamente. Pero la borraron de un plumazo con la excusa de luchar contra la dictadura, como si acabar con la copla fuera una manera de quitarse de en medio a Franco. ¿Dónde puedes escuchar hoy “La zarzamora”, esa maravilla escrita por Quintero, León y Quiroga? En ningún teatro, se acabó, nos la arrebataron quienes decidían lo que era procedente en cuanto a cultura. Yo creo que escribí “Esa mujercita”, que cantaron Libertad Lamarque, Juanito Valderrama y muchos otros, para llenar algo de ese hueco que había dejado la copla.
Sin embargo, sus canciones siempre encontraron eco al otro lado del Atlántico…
Hubo épocas en que nadie o casi nadie me pedía canciones y tuve que dedicarme a escribir jingles publicitarios. Pero en Hispanoamérica nuestra música se mantuvo y creció, porque ellos tuvieron encima siempre a la gringada y no podían dejarse avasallar también por su cultura. Ahora ya son casi cien millones los hispanoamericanos en Estados Unidos, gente con puestos envidiables y que están dando la vuelta a la tortilla. Y el reguetón es el estilo de moda, así que al fin vuelve lo español. Sin duda el americano sigue haciendo su blues y su country, pero lo que triunfa allí y en todo el mundo es el reguetón. Ahí está Selena Gomez arrasando en las listas de ‘Billboard’ con una versión de “El muchacho de los ojos tristes”, pero en las listas de pop, no en las de música latina, y con miles y miles de seguidores que no conocían mi canción.
Una que escribió usted para Jeanette.
Sí, fue el tercer single del álbum “Corazón de poeta” (1981), y en su día apenas tuvo repercusión.
Bastante menos repercusión que “Soy rebelde”, por ejemplo.
Sin duda. Por cierto, esa canción, “Soy rebelde”, tiene su historia. Yo estaba en México acompañando a Raphael en una de sus giras –luego dejé de hacerlo, prefería quedarme en casa– cuando me encargaron algunas canciones para la película “Sor ye-yé”. Las cantaba una chica de allí llamada Sola, que era una auténtica rebelde, con su pelo afro, de las que salían a manifestarse en protesta por las manifestaciones trágicas de El Hongo, una carnicería tremenda que hoy aún se recuerda. Se vivía un ambiente revolucionario y le escribí y produje a Sola un álbum entero, con esa canción incluida, pero pasó completamente desapercibida. Cuando regresé a España se la enseñé a Rafael Trabucchelli, el productor que trabajaba en Hispavox, el responsable de lo que se llamó sonido Torrelaguna, y entonces se acordó de Jeanette, a la que había grabado con Pic-Nic. Pero le costó convencerla, no quería que su nombre se asociara con el mío, ella era muy moderna y aquello venía de Manuel Alejandro, el de la copla…
Pero al final la grabó y lanzó su carrera.
Claro, y el caso es que tanto la voz como los arreglos eran muy parecidos a la primera versión mexicana, pero ese es el misterio de las canciones, que salen o no salen dependiendo de muchas circunstancias que a veces ni puedes controlar. Las canciones son como las flores que se cogen para las novias en las bodas, no hay canciones buenas o malas, las hay más acertadas y menos acertadas. Supongo también que a Jeanette la trató mejor la prensa, tanto la musical como la general, porque era inglesa y moderna.
Hace años entrevisté a Juan Carlos Calderón y, sin yo preguntárselo, me dijo que aquí el único que sabía escribir canciones era Manuel Alejandro.
Lo que pasa es que molestaba, no encajaba con el modelo implantado por los cantautores Manuel Alejandro, vaya por Dios, otra vez con esas cosas suyas tan antiguas. Pero yo creo que lo único que se debería tener en cuenta de un escribidor de canciones es que sonara sincero, natural. Como la canción que le escribí hace cuatro años a Alejandro Sanz, la última que le dediqué directamente a mi mujer, “Y ya te quería”, donde le digo a ella algo que nunca le dije, que la amaba desde antes de nacer, mi esencia la amaba, no sé desde dónde ni cómo: “Faenaba Dios, no descansaba / Creando estaba el primer día / La nada por nacer estaba / Ni amanecer ni noche había / Y ya te quería / Y ya te quería / Y ya te quería”. Es sencillez y sinceridad absoluta, hay que sentirlo y decirlo y entonces el público se lo cree.
Me llama la atención que en sus memorias habla de la alta gota de rocío en Jerez, esa humedad que hace que los pianos se desafinen. Pero Nueva Orleans o Cuba son grandes viveros de pianistas, desde Allen Toussaint hasta Bola de Nieve o Bebo Valdés.
Fíjate, y allí hay todavía más humedad que en Jerez. Supongo que serán tan buenos pianistas porque saben tocar hasta con pianos desafinados.
Nos queda hablar de su antepasado Lord Byron, por el árbol genealógico de su padre, de García Márquez, que se sabía todas sus canciones, de Chabuca Granda, a quien le dedicó un hermoso homenaje póstumo “Chabuca limeña”, pero todo eso está en ese libro fascinante que acaba de publicar.
Y de muchas más cosas, claro. De Basilio, que era un gran cantante y una gran persona, a quien le escribí la canción “Cisne cuello negro”, que también quería ser una oda contra el racismo. Mi libro es como mis canciones y como soy yo hablando contigo ahora mismo, no hay una sola falsedad, quizá me he permitido exagerar alguna cosa, eso sí, pero nada más. No con Chabuca, que era grande de verdad, y siento que el vals peruano, que viene de Francia, pero sin su idiosincrasia, es una de mis mayores fuentes de inspiración. En cuanto a lo que me dijo García Márquez, fue una de esas inyecciones de emoción que a veces te da la vida. Ves que los grandes tienen una parte de humanidad sencilla, a ras del suelo. Cuando lo conocí, pensaba que él estaría siempre oyendo “La Patética” de Chaikovski y resultó que no, que lo que le gustaba eran mis canciones.
Dos cosas más. Rafael Alberti y los Beatles.
Ah, lo de Alberti fue muy gracioso porque tanta gente pensó que la letra de “Háblame del mar, marinero” era de uno de sus libros de poesía (se refiere a “Marinero en tierra”) que un buen día, mientras dábamos buena cuenta de dieciocho copas de fino La Ina, me dijo que su poema más famoso era en realidad de Manuel Alejandro y que yo tenía la sencillez que se aprendía en el Puerto y en Jerez, porque en el Puerto de Santa María se empezaba a escribir así. Pero no me lo creí, claro, yo nunca subí a su altura ni a la de otros poetas como él, me quedé un escalón más abajo.
¿Y los Beatles?
No, yo de ese estilo apenas conozco nada. Yo he escrito basándome en mis raíces y mis conocimientos musicales, muchas veces claro que inspirado en los clásicos. Por eso pienso que “Yesterday”, por ejemplo, está tomada de algún sitio, de alguna obra de un autor clásico, algún día daré con ella. No tiene nada que ver con los Beatles, eso no es de los Beatles, pero es que lo firmo ahora mismo, ¿eh?, eso no es de ellos. Hay varias que no son de ellos, “Let It Be” y algunas más que no cuadran con las demás cosas que hicieron. Creo que “Yesterday” viene de Bach o quizá de Händel, y tiene su razón de ser, porque Händel vivió en Inglaterra.
Para terminar, ¿tiene algún proyecto entre manos? ¿Quizá entrar en el mundo del reguetón?
Bueno, ya lo he hecho. Le he escrito una canción a una nieta mía, y el disco va a salir pronto. No es exactamente reguetón, porque tiene su melodía, pero la letra está muy inspirada en el modelo del reguetón.
¿Se puede saber el título de la canción o el nombre de la intérprete?
Hombre, déjame por lo menos que la registre… ∎

Los libros de memorias pertenecen a un género fascinante, quizá el que exige una dosis mayor de libertad y sinceridad por parte del autor y de curiosidad y generosidad por el lector. Este de Manuel Alejandro, aparentemente menor, supera todas las expectativas, como muchas de esas grandes canciones suyas que él considera solo coplillas. Una biografía felizmente inacabada, que cierra con la imagen que nos hemos labrado del escribidor, poeta musical de las emociones pequeñas, cotidianas, enemigo de la épica y la hipérbole, maestro del lenguaje que descansa en el Puerto de Santa María mientras se deja acariciar por el aire leve y refrescante del Poniente, y apostilla, como si tal cosa, “dejé también bastante herida la botella de fino que me acompañaba”.
No estamos solo ante el recuerdo de las muchas vidas de Manuel Alejandro, sino ante un formidable panóptico de la historia de nuestra música popular, que desciende al detalle costumbrista cuando se siente más cómodo, paladea intimidades desveladas con ternura y humor y repara en las infinitas peripecias de un compositor, arreglista y productor que lo ha sido todo en la canción española de los últimos 65 años. Cuando quiere, Alejandro se entretiene emulando a sus escritores favoritos, de Carlos Arniches a León Tolstói, o confiesa con sorna cómo fue moldeando a una Jeanette que “al no ser española, sino inglesa, los medios la trataban mejor incluso cantando canciones mías…”. No hay amargura, sin embargo, en esos reproches que él señala con cierta indulgencia, sabiéndose libre de inquinas y mezquindades. Defiende, por ejemplo, a Rafael Pérez Botija frente “a lo último del Pink Floyd de turno” y no tiene ningún problema en ser o parecer políticamente incorrecto al escribir sobre Marisol, a quien regaló una de las gemas (“Háblame del mar, marinero”) de su catálogo: “Había que pensar en escribirle canciones adultas, pero huyendo de pretenciosas letras contestatarias en las que ya había caído al impregnarse del tufillo político intelectualoide en el que nadaba su gran amor, Gades; y del que yo había huido toda la vida”.
Un libro, en fin, para disfrutarlo sin prejuicios y con el mayor de los respetos, como se disfruta el memorable legado musical de este humilde escribidor de canciones. ∎