La vida en precario.
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Juarma

“¿Pánico a la página en blanco? Pánico da no poder pagar al casero”

Fotos: Óscar García

02.05.2023

Juarma ya nos descalabró hace un par de años con su primera novela, “Al final siempre ganan los monstruos”. Nos sumergía allí en un pueblo lleno de corazones sufrientes y, todo sea dicho, de poco fiar. Ahora llega la segunda entrega del ciclo de Villa de la Fuente, localidad tan hiperrealista como ficticia. “Punki” es una virulenta y también tierna historia sobre almas a la deriva que intentan encontrar su lugar en un mundo que no cuenta con ellas.

E

l amor, si lo pensamos, es paradójico. Te hace sentir único mientras te pasa lo mismo que a millones de personas les está ocurriendo a la vez. Es también una emoción con la que el sistema socioeconómico se suele llenar la boca en forma de productos culturales, mientras el ritmo productivo se afana en dejar el mínimo tiempo posible y una energía menguante para saborearla plenamente. En la nueva novela de Juan Manuel López, Juarma, de título “Punki” (Blackie Books, 2023), se dice que en el mundo hay muchas canciones de amor, pero pocas sobre apuñalar a tu jefe. De una cosa y de la otra, de querer y de odiar –a uno mismo, a los demás, a nada y a todo–, se ocupa principalmente la segunda entrega del ciclo de Villa de la Fuente, el pueblo en que ocurre una trama atravesada por el cariño entre Álex y Paula. O Polly, como la llaman sus amigos desde que descubrieron la canción del “Nevermind” (1991) de Nirvana. Porque aquí también hay mucha música, el primer calambrazo político y, sobre todo, pegamento socializador para la generación de estos chicos nacidos a primeros de los ochenta. Cuando un acto de piratería, una cinta grabada, podía ser una de las mayores demostraciones de amistad y amor que existían. Pero a Álex, Paula y los demás es difícil que los veamos en una fiesta nostálgica sobre la EGB.

Para Álex todo cambiará poco antes de cumplir 17 años, aunque allí nadie te preguntase la edad ni para beber ni para trabajar. En la romería de San Isidro, para más señas. Entre sangría, coca, el “Sol y rabia” (1993) de Reincidentes y la camiseta de L7 de Paula. De aquella y de otras noches le quedaría a Álex una llama dentro que siempre amenaza incendio. “Odio cuando se va apagando el fuego, porque las llamas se transforman en vergüenza y culpa –dirá–. La vergüenza me pinta la cara como a un payaso y la culpa es un palo con la punta afilada que se hunde en mi pecho, provocándome escalofríos en las entrañas”. Una magnífica descripción de los rescoldos que deja un ataque de ira. Juarma, que ya dio una lección de cómo contar los márgenes en “Al final siempre ganan los monstruos” (Blackie Books, 2021), consigue aquí incluso alumbrar mejor los matices de un pueblo capaz de ser tanto cárcel como escenario de espontáneos fuenteovejunas contra la autoridad competente, siempre en el punto de mira de su escritura ácrata.

Virulencia y ternura.
Virulencia y ternura.


El granadino es tan novelista como ilustrador, y es cierto que sus narraciones tienen la frescura y el magnetismo del cómic que te hace llegar tarde a una cita. El que lees de pellas, harto del mundo. También es autor de fanzines y tebeos como “Me gustas pero dentro de un nicho” (Autoeditado, 2020), “Abrázame hasta que esta vida deje de dar puto asco” (Autsaider, 2021) o “Estampitas de santos” (Autoeditado, 2022). Ahora le va bien gracias a un talento que nosotros disfrutamos. Win-win. Pero el camino hasta el éxito literario no ha sido fácil ni, especialmente, corto. Juarma lleva escribiendo y dibujando desde los 14 años, pero esa es también la edad a la que empezó a trabajar en la vendimia, en la obra y en la barra del bar. No es casualidad que en “Punki” haya más que un aroma a odio de clase. Sin embargo, eso sería quedarnos cortos y colgarle a la obra una etiqueta que la empequeñecería, como hace el capitalismo romantizando el amor para empaquetarlo y venderlo, aunque en el fondo deteste su alegría improductiva. Esta novela no cuesta imaginarla en pantalla, serie o peli, lidiando con temas tan actuales como la reescritura del pasado, la incomunicación o la salud mental. Por el camino nos dejaría, además, una buena banda sonora con la que gritar y llorar. Con la que estar, como Álex, contra todo hasta que esa persona te mira.

¿Es “Punki” una novela de amor y rabia?

La veo más de rabia. De todos los personajes, Paula y Álex son los que más odian el pueblo; los otros están encantados. Me interesaba contar ese punto de vista.

A veces se aborda el mundo rural desde un punto de vista romántico. Pero se habla poco de que quizá de adolescente te puede quemar un cierto “odio de donde soy”. ¿Te pasó a ti?

Sí, de adolescente sí. Pero ha cambiado mucho. En mi pueblo ahora tenemos un alcalde de puta madre que ha arreglado todo, aunque de joven no había nada de ocio aparte de una biblioteca pública.


“Un amigo, en la EGB, me trajo el ‘Deltoya’, de Extremoduro, y me dijo: ‘Ponte esto, pero que no lo oigan tus padres’. Era como algo ilegal. En especial la canción ‘Estado policial’, la primera vez que yo escuché algo así. Con las bandas en inglés no entendías una hostia”



Villa de la Fuente, el pueblo de la novela, parece divertido. ¿Cómo era el tuyo real, Deifontes?

Bueno, no era así pero era duro también, por ejemplo en el trabajo. O la violencia que había, que me interesaba mucho reflejarla. El desamparo que había ante la violencia. Escribo sobre algo que ya no existe y que ha cambiado para mejor. Ahora hay una pelea en un bar y la gente se denuncia. Hoy sí me gustaría vivir allí algún día.

El libro suena. Está lleno de referencias musicales. Hay alguna que me ha sorprendido, por recordar un grupo que no fue tan popular. 713avo Amor, uno de los grupos de ruido y palabra de Carlos Desastre.

Pues acababa de empezar el instituto y alguien me grabó la cinta del “Horrores varios de la estupidez actual” (1994). Al principio pensé “esto qué pollas es”. Luego ya, “vaya maravilla”. Imagino que al pueblo llegaría por alguien de la mili, pero lo cierto es que allí se escuchaba un huevo, hasta en los coches que pasaban por la calle. Podría haber metido referencias a los Buzzcocks, pero eso no sabíamos ni lo que era.

Aquí están Sin Dios y Melendi. El punk y Iron Maiden. Cosas que quizá en el fondo no están tan lejos en según qué sitios.

En un pueblo como el mío no había tribus. Estaban los raros. Nosotros empezábamos escuchando rumba, heavy metal o Camarón, la música de nuestros padres y de los mayores. Un amigo, en la EGB, me trajo el “Deltoya” (1992), de Extremoduro, y me dijo: “Ponte esto, pero que no lo oigan tus padres”. Era como algo ilegal. En especial la canción “Estado policial”, la primera vez que yo escuché algo así. Con las bandas en inglés no entendías una hostia.

El cronista de “los raros”.
El cronista de “los raros”.


La música, a la hora de socializar, era muy importante.

No había otra cosa. Te llegaban los catálogos de la ‘Tipo’ o de ‘Discoplay’ y mirabas todas las portadas, los títulos de las canciones. No te podías permitir comprarte los discos, pero estabas deseando que alguien lo hiciera. Quedabas y comentabas: “Hay un grupo ahí que se llama Piperrak que se supone que están muy bien, a ver si esta gente que tiene más dinero se lo compra y nos lo grabamos todos”. Con 16 años te preguntaban qué eras. Y tú: “Punki”. Pero, vamos, yo iba con un polo de mi abuelo, pantalón corto y zapatillas del mercadillo. Lo que más me marcó y conservo fue lo del “hazlo tú mismo”, la idea de que podías coger un lápiz y un papel y hacer lo que te diera la gana.

Álex tuvo una banda de punk, pero él mismo reconoce que “toda la rebeldía me la fue absorbiendo la cocaína”. Quiso en un momento dado derribar el sistema y apenas lo logró con el tabique. Pero que sea él quien lo diga aleja toda consideración moralista del asunto.

Si te metes en las noticias de sucesos de mi pueblo hoy, todas son sobre lo mismo. En esa época, allí era más fácil conseguir droga que un disco. Mi hermano le vendió al de la discoteca la aguja del tocadiscos de segunda mano que teníamos. Me tiré un montón de tiempo sin poder escuchar música porque no encontrábamos otra. En la novela no se juzga ni se dan lecciones; a Álex la rabia y la vitalidad se le van quitando. Ha habido gente con mucha vitalidad desperdiciada. Aquí, por ejemplo, si la historia de Álex y Paula sale bien, ¿cómo acaban, yéndose a Francia a la vendimia? ¿Ese era el futuro?

¿La vendimia, la obra y el bar eran las únicas opciones laborales en tu pueblo?

Sí. Mis padres han sido emigrantes a Francia durante más de cuarenta años, y mi abuelo también fue allí. Lo pensabas y decías: “No quiero quedarme en el pueblo toda la vida, echarme una novia y casarme y estar yendo a Francia”.


“Mis padres han sido emigrantes a Francia durante más de cuarenta años, y mi abuelo también fue allí. Lo pensabas y decías: ‘No quiero quedarme en el pueblo toda la vida, echarme una novia y casarme y estar yendo a Francia’



Ese paisaje de la emigración española a veces se obvia en los medios. Parece que, entre quienes durante el franquismo se iban a las fábricas alemanas o suizas y la salida de universitarios tras la crisis de 2008, aquí nadie emigraba.

Mis abuelos y todos sus nietos hemos estado en la vendimia francesa. Y todavía los jóvenes siguen yendo allí. Mis padres, antes de cruzar la frontera, tenían que pasar reconocimientos médicos en Figueres, permaneciendo uno o dos días en los andenes de la estación. Yo eso no lo he vivido porque ya estábamos en Europa.

Hay momentos emotivos en el libro. Por ejemplo, uno de perfil bajo pero bonito es la solidaridad del pueblo con la familia de Álex.

Eso era así. A una viuda, o para buscar trabajo, la gente la ayudaba. Mi madre, como se crió en Francia y fue al colegio allí, sabe francés, y a mi casa lleva toda la vida viniendo gente para que le arregle papeles para que puedan cobrar ayudas. Lo hace gratis, claro. A veces se olvida que, además de que las cosas puedan acabar como el rosario de la aurora, también hay solidaridad.

Otro momento bonito es cuando nos damos cuenta de que Paula es la inspiración para Álex, de que si pausamos en un momento dado la historia, casi todo estaría bien. ¿Es el momento de mayor felicidad de Álex?

No, ese viene más adelante (risas).

Solidaridad obrera.
Solidaridad obrera.

También retratas cómo la precariedad afecta a las relaciones afectivas, en este caso la de pareja de Álex con Katja, que no está rota solo por su adicción.

Álex, aunque tiene problemas, no se está drogando desde los 14 todo el tiempo. Y no solo ha habido ruina en su vida. Si te estás matando a trabajar, o cada vez te cuesta más encontrarlo y aguantas menos, llega un momento en que quizá sientes que te cuesta darle más a una persona que quieres. Buscas un refugio.

¿Has consultado mucho a personas reales para formar personajes y episodios?

No. El escenario es real pero el libro es ficción. Si se mancha alguien, me mancho yo. Lo que más pregunté a un amigo fue cuál podía ser el peor bajo que alguien pudiera tener a finales de los noventa en Deifontes, porque ese es el que iba a tener Álex. Si contara historias reales, sería un libro más jodido. Además, en la vida real no se suelen cerrar las tramas.

La novela también va de incomunicación, de la incapacidad para sacar las cosas de dentro.

La manera más fácil de Álex para sobrevivir es callarse las cosas. Y llega un momento en que tienes que elaborar tanto las mentiras que ya no sabes quién eres. Él ni siquiera le cuenta todo a la psicóloga.

Es muy masculino eso.

Bueno, a mí me obsesiona el contexto. De joven me gustaba escribir poesía y, si la gente me veía con un libro de poesía, eras más bicho raro de lo que ya les parecías. Ahora no tanto, pero antes callarse era lo normal. Hablamos del libro. En la vida es mejor explicarte, mostrar lo que sientes, socializar. Álex, cuando empieza su historia, es un tío con una vitalidad que le acaban quitando entre unos y otros. Entonces se calla por no liar la de dios.


“Si tengo que volver a la hostelería o la obra, vuelvo. Tampoco es un drama. No veo una diferencia abismal con lo que hago. Aunque sí que quiero seguir escribiendo porque me viene muy bien y tengo muchas ganas y me divierte”



El grupo de Álex se llama Trankimazin. Uno se puede imaginar al Álex de 37 años cantando “mucho terapeuta, poca diversión”.

“Punki” no es un ensayo sobre salud mental. A ver, él es consciente de que le ayuda pero tampoco puede hacer suyo el eslogan “mi mejor amigo es mi psicólogo”. Le van a atender seis personas distintas en la Seguridad Social. Cuenta cosas, pero casi más para él mismo.

¿Cómo ves la nostalgia? ¿Tienes la impresión de que cuando se habla de lo generacional, en clave romántica “Yo fui a EGB”, se olvidan vidas como la de Álex y sus amigos en Villa de la Fuente?

Aquella fue en cierta manera una época de mierda. Puedes idealizar por ejemplo la primera vez que escuchas un grupo que te gusta. Álex no creo que eche de menos nada. Él no iría a los conciertos esos de “Yo fui a EGB”. Diría: “¿Pero dónde estaba esta gente?”.

Álex tiene un odio de clase intuitivo, pero ¿eso mal canalizado puede ser autodestructivo?

La cosa es cómo canalizas ese odio de clase allí, en esa época. ¿Contra quién, quién es tu enemigo, si a lo mejor lo tienes en tu familia o en la gente con la que trabajas?

Parece que hoy casi todas las canciones son alegres o tristes.

La música tiende a la evasión. Seguirá habiendo grupos que canten con rabia, pero no suenan. Con la que llevas encima y, además, ponerte a escuchar más rabia todavía...

El arte de canalizar el odio.
El arte de canalizar el odio.


“Hay muchas canciones de amor, pero pocas de apuñalar a tu jefe"
, en palabras de Álex.

Álex dice muchas frases que son viñetas mías. Tengo una de “hay muchas canciones de amor y pocas de robar en el Mercadona”.

¿Hay esperanza en este libro?

Hay más que en “Al final siempre ganan los monstruos”. La esperanza está en que Álex pueda contar esta historia. Pero, vamos, que estamos todos muy a favor de la esperanza y luego llega el Día Mundial de la Esperanza y te putean el doble en el trabajo.

Hay muchos escritores que tienen pánico a la página en blanco.

A mí me da pánico no poder pagarle al casero. A ver, te puede pasar que te bloquees o que tengas un día que no te apetezca nada, pero una página en blanco no me da miedo. Intento aprovechar y hacer mucho material por si mañana se termina todo al menos tener cosas para ir tirando. Si tengo que volver a la hostelería o la obra, vuelvo. Tampoco es un drama. No veo una diferencia abismal con lo que hago. Aunque sí que quiero seguir escribiendo porque me viene muy bien y tengo muchas ganas y me divierte.

¿Sientes impostura, pero no por dudar de tu talento, sino por haber entrado en un mundo editorial que te era relativamente lejano?

No me lo planteo. Lo disfruto. Muchas veces estás desubicado porque no entiendes cómo funcionan las cosas. Solo quiero tirar adelante hasta cuando se pueda.

¿Has notado ambientes diferentes en el cómic y en la novela?

Depende de la gente con la que des. Estuve en Hispánicas y te sentías un poco raro. Con la gente de cómics quedabas y no hablabas de cómics, te tomabas una cerveza y bien.


“Yo empecé a trabajar el día que cumplí 14 años. No sabía nada de la vida. Eso te marca todo lo demás. Igual que el amor muchas veces lo aprendes a través de canciones de desamor”



Te tengo que preguntar qué escuchas.

Siempre tengo música puesta para todo. Últimamente escucho a Natanael Cano, que hace corridos tumbados, María Becerra, Rita Indiana. Y, por cierto, de lo que he leído hace poco me ha gustado mucho “Zona Especial Noise” (2020), de David von Rivers.

¿Te gusta más dibujar o escribir?

Me divierto más escribiendo porque siempre me ha resultado más fácil. Pero las dos cosas, en el fondo, para mí al menos, se parecen mucho.

¿Sientes que tu talento te ha salvado un poco la vida, laboralmente hablando?

Trabajando en la hostelería, en la obra o en el campo he podido aprender cosas que me han servido más para escribir que en Hispánicas. Si quieres contar historias te tienes que fijar en cómo son las cosas de verdad. Me viene muy bien escribir o dibujar. Si hiciera daño, no lo haría. Te alivia, pero no sé si hasta el punto de salvarte la vida.

En la película “El año del descubrimiento” (2020), de Luis López Carrasco, un obrero dice “conocimos el trabajo antes que el amor y el sexo”.

Claro. Yo empecé a trabajar el día que cumplí 14 años. No sabía nada de la vida. Eso te marca todo lo demás. Igual que el amor muchas veces lo aprendes a través de canciones de desamor. ∎

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