“El ferrocarril subterráneo”: una elegía por los frutos extraños a los que cantaba Billie Holiday.
“El ferrocarril subterráneo”: una elegía por los frutos extraños a los que cantaba Billie Holiday.

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“El ferrocarril subterráneo”: un fruto extraño

Aclamada primero como novela ganadora del Pulitzer, El ferrocarril subterráneo de Colson Whitehead se convierte en manos de Barry Jenkins en una miniserie (Amazon Prime Video) que recorre varios géneros, tonos y formatos para narrar, a través de diez duros y visualmente impactante episodios, la historia de las diferentes formas de la esclavitud en los Estados Unidos.

Los árboles sureños dan un fruto extraño / Sangre en las hojas y sangre en la raíz”, arranca “Strange Fruit”, la canción de Abel Meeropol popularizada en la década de los 40, y con controversia incluida, por Billie Holiday. El tema comenzó como un poema inspirado en los linchamientos de dos afroamericanos que el autor había visto en una fotografía de 1930. “Cuerpos balanceándose en la brisa”, “los ojos saltones y la boca torcida”, “el repentino olor a carne quemada”: la letra está plagada de imágenes potentes e incómodas que quedan impregnadas en la memoria de quien las escuche y reconstruya en su mente.

En la novela El ferrocarril subterráneo, ficción histórica sobre las diferentes formas de la esclavitud en los Estados Unidos, escrita por Colson Whitehead y premiada con el Pulitzer en 2017, existen imágenes similares, observadas la mayor parte de las veces por Cora Randall, una esclava fugitiva que trata de escapar de un obsesivo perseguidor y de un sistema que permite y hasta promueve los hechos a los que esas imágenes remiten: hombres y mujeres colgados de árboles, destrozados a latigazos, quemados vivos, violados y golpeados física y emocionalmente de todas las maneras imaginables. Es un recorrido por el infierno en medio de escenarios pastorales de las plantaciones del sur estadounidense.

Para Barry Jenkins, la dificultad principal a la hora de convertir esa historia en un producto audiovisual –una serie de diez episodios producida por Amazon Prime Video–, es encontrar una manera de poner en imágenes esa brutalidad sin, de algún modo simbólico, revivirla, (re)ponerla en toda su espantosa carnadura en los cuerpos presentes de los actores y en la mirada abrumada de los espectadores. Y algo similar pasa con los escenarios: ¿cómo se muestra una historia de horror inconmensurable, acaso el más degradante y brutal sistema concebido por el hombre contra otros hombres, sin de algún modo reinstalarlo, estilizándolo y volviéndolo curiosamente bello al hacerlo?

Joel Edgerton como el perseguidor Arnold Ridgeway.
Joel Edgerton como el perseguidor Arnold Ridgeway.

El director de “Moonlight” (2016) eligió ignorar todas las recomendaciones académicas –se ve que no leyó o prefirió dejar de lado aquel texto sobre “Kapò” (Gillo Pontecorvo, 1960) y la abyección de un reencuadre, escrito por Jacques Rivette y retomado años después por Serge Daney– y lanzarse de pleno, directamente, a invadir los sentidos del espectador con las imágenes más brutales imaginables, poniéndolas casi todas en el primer episodio. Convencido de que era necesario para los espectadores experimentar de qué tipo de descarnada opresión escapa Cora (interpretada por Thuso Mbedu) y qué puede pasarle si es capturada y llevada de regreso a Georgia, Jenkins plantea las reglas del juego de entrada, de manera impiadosa. Salir de ahí será una necesidad para Cora, pero también para el espectador.

A lo largo de sus diez cambiantes episodios, que van proponiendo distintos modos narrativos y estilísticos de acercamiento al tema, “El ferrocarril subterráneo” imagina una ruta de escape para los esclavos armada a través de un casi harrypotteresco sistema ferroviario construido a tal fin. En realidad, el “underground railroad” era una expresión metafórica que se usaba para describir una suerte de línea trazada de lugares en los que los esclavos fugitivos podían refugiarse. El truco de la novela de Whitehead es tornar ese tren en algo literal y fantástico a la vez. Y el de Jenkins es hacer en cada episodio –o, en algunos casos, en dos episodios juntos– diferentes películas para narrar experiencias en apariencia distintas pero, finalmente, idénticas en su profundo desprecio por las vidas afroamericanas. Como la serie “Small Axe” (2020), de Steve McQueen, pero con un mismo hilo narrativo y con algunos personajes que atraviesan todo el relato, “El ferrocarril subterráneo” pinta un mundo sostenido en base a la discriminación racial y a la explotación económica.

Así como la trama de la plantación del primer episodio funciona casi como un remake de “12 años de esclavitud” (2013), precisamente de McQueen, la serie luego tomará referencias muy diferentes. Al llegar a Carolina del Sur, donde los afroamericanos parecen convivir pacíficamente con los blancos, la serie opta por un tono casi fantástico –no muy alejado de lo que hace Jordan Peele en sus películas– para dejar en evidencia los oscuros secretos y experimentos que se ocultan bajo esa aparente cordialidad. En Carolina del Norte, estado supremacista blanco en el que los negros son directamente colgados de los árboles, Jenkins construye un escenario con ecos del nazismo, más específicamente el ligado a historias como la de Ana Frank, ya que Cora debe ocultarse en un altillo para evitar terminar en alguno de esos mismos árboles. Más adelante, en los episodios que transcurren en Indiana, la serie pondrá el eje en el conflicto interno entre los afroamericanos que prefieren trabajar junto a los blancos y los que eligen manejarse de modo independiente, discusión central que recorre la historia del racismo en ese y otros países. Y que aquí termina, previsiblemente, muy mal.

Una mirada que interpela la conciencia del espectador.
Una mirada que interpela la conciencia del espectador.

Lo que atraviesa toda la historia es la obsesiva persecución de Arnold Ridgeway (interpretado por Joel Edgerton) hacia Cora –casi a lo Inspector Javert en “Los miserables” (1862) de Victor Hugo–, y el pánico instalado en ella ante la posibilidad de ser atrapada. A lo largo de los dos más oscuros episodios de la serie –que transcurren en Tennessee y que visualmente remiten a un universo casi postapocalíptico–, víctima y victimario comparten recorrido. Allí, Jenkins prefiere optar por algo parecido a un drama psicológico, conectando la relación que se produce entre ambos a traumas personales y familiares. Es en ese segmento donde Jenkins parece encontrar un eje personal y distanciarse un tanto de los grandes pronunciamientos que el tema siempre habilita.

El problema que hace que “El ferrocarril subterráneo” nunca alcance a ser más que la suma de sus partes tal vez esté relacionado con el peso específico del proyecto, la autogenerada necesidad de crear un tapiz abarcador y de carácter definitivo de los distintos modos de racismo y opresión a lo largo de la historia de los Estados Unidos. Cada tanto, Jenkins rompe la “cuarta pared” de la ficción de modo muy directo para que los personajes interpelen a los espectadores verbal o visualmente, casi desafiándolos a hacerse cargo de esa historia tenebrosa, pasándoles la responsabilidad de lo hecho y el compromiso de no hacerlo nunca más. Es un riesgo y una elección moral que se presenta al espectador casi como una artística “devolución de gentilezas”, una que busca la aceptación de su complicidad en esa larga historia de racismo sistémico que persiste a través de los siglos de las maneras más siniestras imaginables. ∎

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