El derivado tardío de un clásico del cine de terror siempre es un tema delicado. ¿Cómo no recibirlo con suspicacia? ¿Cómo no temerse lo peor? ¿Cómo no pensar que es innecesario? Luego hay sorpresas, algunas muy gratas. Pero, de saque, no es agradable enterarse de que entre los (muchos) planes de una productora o un estudio equis está actualizar (a modo de precuela, secuela tardía, serie de televisión o lo que sea) una película esencial que, incluso más allá de sus valores cinematográficos y su influencia, forma parte del imaginario colectivo. ¿Había alguna necesidad de volver a rondar a “La profecía” (1976) de Richard Donner, una película que ya conoció tres secuelas entre los setenta y los noventa, una actualización en 2006 (dirigida por John Moore) e incluso un intento de adaptación a serie de televisión? Igual no hacía falta, pero “La primera profecía” (2024), cuyos acontecimientos acaban donde empieza la de Donner, demuestra que los ejercicios de revisión no siempre están cruzados, o al menos no en exclusiva, por la oportunidad, la inercia o la pereza.
Es importante dejar claro que ese lazo con la actualidad no se establece de una forma barata, con una agenda obvia o forzada. Siempre es peliagudo poner el foco en los temas con una película así porque parece que al hacerlo se desmerece como película de género. Pero es realmente llamativa la habilidad con la que Stevenson ha encontrado nuevas maneras de representar los horrores relacionados con la violación de la intimidad, el castigo del deseo y el cuerpo controlado por otros. En relación a esto último, son especialmente impresionantes las escenas de violencia obstétrica.
En “La primera profecía” todo juega a favor de esa recreación del horror. No hay pereza en ella. Hay ecos de otras películas porque hay cinefilia en la dirección y en el texto, y porque se mueve en un subgénero concreto. Pero no es una propuesta que se entregue a recursos fáciles, por eficaces que sean. Stevenson encuentra un universo visual atractivo (tanto la dirección artística como la fotografía son magníficas), concibe una atmósfera turbadora, entiende la planificación y el montaje al servicio del espanto, disfruta con el detalle y el símbolo, investiga las posibilidades del rostro (las caras, las muecas, las distintas maneras de gritar) y se atreve a representar sin titubeos las imágenes espeluznantes imaginadas desde el texto. Encuentra además una cómplice ideal en Nell Tiger Free, soberbia en la piel de la protagonista. Su mímica asociada al dolor y al horror y su control del cuerpo son absolutamente apabullantes. ∎