Que Martí Riera (1955-2024) fue uno de los más grandes autores de su tiempo no es algo que hoy genere consenso, porque no parece que su obra sea muy conocida o leída por las generaciones más recientes. De hecho, casi se le reivindica más en Estados Unidos, donde la revista ‘RAW’ y la editorial Fantagraphics tradujeron su obra, que aquí. Pero lo fue, sin duda, y su retiro de la primera línea editorial pasados los años noventa es lamentable, por lo que podría haber sido, por lo que podría haber hecho Martí en el contexto del siglo XXI, el del triunfo de la novela gráfica y de un nuevo cómic experimental para adultos.
El fallecimiento del barcelonés el año pasado llegó poco después de la reedición de su obra cumbre, “Taxista” (1982-1991, con epílogo tardío de 2009-2010; La Cúpula, 2023), y ahora se recupera otra de sus creaciones más redondas, “Dr. Vértigo” (La Cúpula, 2025). Publicada originalmente en las páginas de ‘El Víbora’ entre 1988 y 1989, la edición en álbum de 1989 de “Dr. Vértigo” fue reconocida en el Salón del Cómic de Barcelona como mejor obra nacional. Hasta ahora no resultaba sencillo acceder a este cómic, agotado hace tiempo, circunstancia que resuelve esta nueva edición que no escatima en cartoné y cuidado diseño, pero a la que se le podría pedir algo de aparato crítico, un mínimo de contexto para lectores desprevenidos.
La potencia gráfica y discursiva de Martí, no obstante, arrasa con todo. Allí donde “Taxista” brillaba por su huida hacia delante y su trama descacharrante, en “Dr. Vértigo” Martí parece tener las cosas más claras, una historia cerrada desde el mismo momento en que empezó a serializarse, lo cual favorece su contundencia. En cada capítulo de la historia el autor va al grano y cuenta exactamente lo que necesita, si bien eso no significa que renuncie a la extravagancia o a soltarse el pelo cuando le apetece. Para empezar, porque su estilo visual, esa amalgama imposible de rabioso underground (Charles Burns como alma gemela estadounidense) y elegancia clasicista (aires de Chester Gould), se materializa en osadas composiciones, secuencias reales y oníricas en un blanco y negro imposiblemente psicodélico. E incluso se encuentran soluciones sorprendentemente modernas, como esas retículas regulares de pequeñas viñetas en las que se clasifican las drogas que la protagonista tiene a su alcance, o los elementos que conforman su “universo emocional”: páginas no narrativas, sin secuencia, a la manera en la que ahora las usan autores experimentales como Olivier Schrauwen o George Wylesol.
Con esos mimbres, Martí arma una historia centrada en Alicia, un ama de casa aparentemente estereotipada, cuyo marido no solo la engaña, sino que la mantiene drogada –con medicamentos legales, de venta en farmacias– para que no se percate de sus chanchullos. Sin explicitarlo, Martí está poniendo el foco en el sistema patriarcal y la alienación de las mujeres en la institución matrimonial, lo cual es algo bastante excepcional en el contexto editorial de su época, no precisamente sensible a los problemas de las mujeres: de hecho, ni siquiera erotiza su desnudo, y las escenas sexuales, lejos de satisfacer la mirada masculina, resultan desasosegantes. El peso de la educación religiosa y de la represión sexual, sumado a las drogas, termina por provocar a Alicia –por supuesto, el nombre no es casual, y remite a la creación de Lewis Carroll– una psicosis que intenta tratar acudiendo a un psiquiatra, el doctor Trauman, aparentemente ortodoxo. En sus sesiones terapéuticas, Martí demuestra no pocos conocimientos sobre psicoanálisis y psicología: las interpretaciones de los dibujos de Alicia o las sesiones con láminas dibujadas que la paciente debe comentar son bastante creíbles en el contexto psiquiátrico de la época. Y, desde luego, también lo es el giro que revela que el tal Trauman es un sociópata que lidera una secta y que es capaz de usar chorros de agua fría y electroshocks para esclavizar a sus pacientes y obligarlas a tener sexo con el resto de adeptos: una sublimación en clave de ficción de la corriente de antipsiquiatría tan en boga desde finales de los sesenta.
El estado de la protagonista se verá, así, cada vez más degradado, algo que Martí muestra con puros recursos visuales de la tradición del cartoon, con composiciones cada vez menos regulares u ordenadas y minuciosos detalles de dibujante atento y entregado: todo lo cual subraya la paranoia creciente y el aire de pesadilla de todo el relato. Finalmente, a Alicia la rescatará el personaje que da título a la historia, un Dr. Vértigo que entra en escena sorprendentemente tarde, cuyo diseño y enfoque es puro pop. Y no es casualidad que la respuesta a la perversión de la psiquiatría de Trauman sea un tipo con poderes extrasensoriales que resuelve la situación por medios sobrenaturales.
Con momentos lisérgicos y alucinantes, soluciones gráficas modernas e imaginativas y un punto de empoderamiento femenino y denuncia casi feminista, inédito en el cómic de su época, “Dr. Vértigo” es la evidencia de hasta qué punto Martí iba por libre. Este cómic quizá no tuvo el impacto y la importancia histórica de “Taxista”, pero no merece menos reivindicación. ∎