Estaba buscando un poco de información sobre David Berman (1967-2019) para escribir esto, porque tampoco es que yo haya sido nunca un fan de esos que lo saben todo de sus ídolos. Improvisaré, como siempre. Veamos: Isra Diezma (guitarrista entonces y ahora en Sr. Chinarro) puso un disco de Silver Jews en la furgoneta hace un montón de años y me gustó, pero hasta la aparición de las plataformas de streaming no volví a escuchar esas canciones; Pablo Cabra (mi baterista de entonces) no incluyó canciones de Berman en ninguno de aquellos CDs de MP3 que me hacía en aquella era de la jungla internáutica.
Vi a Silver Jews en un Primavera Sound (dónde si no), en 2008, 17 años ya, la virgen. Por lo visto no le gustaba mucho hacer directos. No me extraña, me pasa lo mismo. Así que es una suerte haberlo visto, OK, se lo debemos al Gabi. Los estragos de la barra, aún libre por entonces, me impiden recordar con claridad; básicamente me vienen a la mente la bajista de su banda –ahora veo sus piernas con nitidez– y la velocidad del tiempo. Veo que David llevaba aquel día un traje de chaqueta. Una amiga quiere que use uno en mis bolos. “Me sientan demasiado bien, no quiero provocar desmayos”, le digo, en broma. También tengo unas gafas así, como esas que llevaba David, esas de Eugenio, el difunto humorista catalán. De Cataluña me las traje, las gafas. Vaya trinidad, Eugenio, David y yo. David era gracioso, se nota en sus letras. Y con ese punto arty, poético, que tanto nos aleja del gran público, acaso por nuestro bien.
En el instagram del sello discográfico de David, al que no hemos pedido permiso alguno, por cierto, y por eso los espío, veo un fax que les envió Bill Callahan, otro cantante de alt country, a Drag City, y me asusto, porque Bill, al que pude saludar en 1996, tiene casi la misma letra que yo. Una vez me dijo en Chile uno que lo había conocido que nos parecíamos mucho. Quiero decir que, más allá de los idiomas y de las industrias musicales, hay tipos de personas, y tengo claro en cuál siento que encajo. En cualquier caso tenemos museos de arte contemporáneo en todas las grandes ciudades, menos en Málaga, donde lo han cerrado, dicen que temporalmente (veremos si no acaba siendo una tienda de Cartojal). Por lo visto David y su colega Malkmus, de Pavement, fueron vigilantes de museo de arte contemporáneo. En el museo del Prado cantaría gustoso la canción de Vainica Doble (“El museo”).
Me habría encantado flipar con las sevillanas y el tambor rociero. Mi vida habría sido más fácil, pero nunca fue el caso. Desde el carrito de niño pequeño detestaba ya aquel decorado futbolístico de la Feria de Abril, ese conformismo endogámico de medianía provinciana y su alegría forzosa –no con esas palabras, sino con un sencillo e ignorado “llevadme ya a casa”–. Ojalá hubiese huido a tiempo a Texas en el caballo de cartón en el que hacían la foto a algunos niños, cuando las fotos eran un lujo. En el museo de las tradiciones me dan ganas de tirarlo todo por el suelo, hasta el tinto y la ración de jamón. Cuántas veces me habré arrepentido de no haberme quedado en Nueva York cuando fuimos a grabar el primer disco. Puede que nos hubiésemos ahorrado un suicidio.
Ya sé que el country es también folclore, debe de ser que allí es mejor el ganado. Veo esos ayes de allí más sentidos, menos exagerados, eso es todo.
Cuando Destroyer quiso grabar las cinco versiones de Sr. Chinarro, Marcos, de Mushroom Pillow, me preguntó si daba mi consentimiento. Me pareció una pregunta absurda, porque cómo no iba a querer. Pero hay asuntos legales, ¿cómo iban a vivir bien los que resuelven líos si antes no los crean ellos mismos? Una vez Dan Bejar (Destroyer, primo hermano de E. Béjar, uno de los primeros The Chinarros) apuntó en la hoja SGAE que había tocado una de esas canciones mías en un Primavera Sound, con lo que me llegó algo de pasta, porque el Primavera sí paga a SGAE lo que toca, hay que decirlo. Marcos también me preguntó qué me parecería lo del single “Del montón”, las versiones de Mishima, en catalán, y de Cala Vento, en castellano. De ahí aún no me ha llegado dinero de autores. Me fastidia mucho más que eso que mi canción más versionada sea una broma que hicimos a costa de nuestros expaisanos Siempre Así (los Forever Like That), inspirada en una cuña publicitaria que emitían en Radio Sevilla. Quizá el mérito esté en la frase extraña del estribillo, quién sabe.
Por supuesto no he registrado las canciones de David a mi nombre. Creo que se pueden apuntar como adaptaciones (lapsus, había escrito “amputar”), y ahí es donde hace falta un permiso del que fue su sello. Mi amigo J sabe cómo se hace, le preguntaré. En realidad grabamos las traducciones –a mi manera– al castellano de esas cinco canciones de David porque Eclipse Melodies nos financia y apoya cualquier cosa que se me ocurra, y fue una buena manera de reunir a la banda malagueña, por mantenerla viva, en un estudio que nos quedaba a mano, Green Cross (en la Cruz Verde, un barrio de Málaga). Sirvió también para que conociera a Jesús Gómez, el muy recomendable técnico que regenta ese estudio.
En cualquier momento nos quitan las canciones de las plataformas y el disco se convierte en un objeto prohibido de colección, como “El hacedor (de Borges). Remake” (2011) de Agustín Fernández Mallo (tengo uno). Tengo que leer “Royalties de ultratumba”. Hace tiempo que lo compré, pero desde la pandemia me cuesta mucho concentrarme, para leer o para lo que sea. Aún no he acabado el de “Música de mierda” (2016), no digo más (salvo que no me gusta, aunque no llegaré a decir que es un libro de mierda).
David se suicidó en 2019, se ahorró el lamentable espectáculo de la COVID y la injusta marginación que, adrede, sufrió el mundo del arte, permitiendo aviones llenos y vaciando salas, porque la cultura ahora es viajar y compartir fotos en bañador de bebidas y proteínas: el carajote de Ryanair es el nuevo Leonardo da Vinci.
Al parecer está de moda hacer promo haciendo gala de problemas de salud mental que, quién lo dudaba, todos los artistas han tenido, tienen y tendrán (tenemos). ¿Cómo librarse de sucumbir en un mundo con tanto hijueputa si uno es medianamente sensible? (Ese fue el primer nombre de mi grupo: Los Sensibles. Estábamos condenados).
Aunque Ian Curtis es un poco el dios de mi generación (al principio The Chinarros era casi un grupo tributo a Joy Division, muchísimo antes de las camisetas en H&M) y Kurt Cobain el de la generación siguiente –lo vi venir antes del “Nevermind” (1991)–, yo siento que David es bastante santo de mi devoción, o mártir de mi cuarentena, San David, y que se suicidó también por mí, ahorrándome providencialmente el trago amargo, o el atragantamiento. Cantando sus letras de fracaso y desesperación he exorcizado sus mismos demonios antes de que acabaran conmigo. Me importa ya un rábano que se escuchen mis canciones o no. Mi misión ha terminado, aunque siga con ella (por ella). Aceptando eso y dejando de beber y de fumar (qué asco), se siente uno aceptablemente bien. Aunque todo el mundo del espectáculo se convierta en un gigante alojamiento turístico de venta masiva de bebidas, creo que solo me falta dejar el libro ese sin acabar y volver a escuchar música varias horas al día para levantar cabeza sin ayuda de una soga.
David grabó el disco de Purple Mountains poco antes de morir. Iba a hacer una gira. Algo me hace sospechar que no pudo con la presión de la venta de entradas, de las críticas, qué sé yo. Solo sé que cuando uno no puede con una presión es porque la presión no es suya.
De no llevarse bien con el padre de uno sé bastante. El suyo vendía armas y bebidas. Lo odiaba. Es odioso, desde luego. Para colmo, siendo judío, no queramos saber dónde vendía las armas. Pocas cosas más lucrativas que el negocio de la guerra. El de drogas como el alcohol debe de andar cerca en cifras. Anestesiar a la gente antes de mandarla a la muerte es buena idea. En el del aceite de oliva habría mucho que contar también, pero paso. Vender canciones en un mundo con acceso a millones de ellas es mucho más difícil, y más con abogados e intermediarios, con contratos que muchas veces ni terminamos de entender, y menos si los firmamos de jóvenes, como suele ser el caso. Yo no quiero vender nada, nunca quise, siempre fue grabarlas lo que más me interesó, aunque agradezco a Marcos, y algo a Jesús Llorente, y por supuesto ahora a Mario Martínez, el haber estado 21 años hasta hoy sin pisar una fábrica (normalmente de adulteraciones). Y más lo agradezco si cerca del estudio venden flamenquines de rabo de toro (no pidáis que dejen de matarlos, abandonad toda esperanza). ∎