Las cosas cambian. Hace casi catorce años,
Mark Lanegan se asomaba a estas páginas (Rockdelux 158, diciembre 1998) arrastrando fama de arisco y pendenciero, paradigma del rockero de mala reputación y pasado patibulario, con la gorra calada hasta casi ocultar su rostro, una expresión pétrea en la mirada y respuestas afiladas como cuchillos. Por entonces había publicado su tercer álbum en solitario,
“Scraps At Midnight” (Sub Pop, 1998), y todavía giraba acompañado de Ben Shepherd (Soundgarden), poniendo de manifiesto que sus vínculos con Seattle, la ciudad donde desarrolló su carrera al frente de Screaming Trees, seguían siendo sólidos.
No es que ahora sea el tipo más divertido del mundo, pero Lanegan se ríe a gusto en algunos momentos de la conversación. A base de carcajadas guturales, huelga decirlo. Quizá algo ha tenido que ver la meterología de Los Ángeles, ciudad a la que se trasladó hace más de una década (
“Me atrajo la luz del sol, me mantiene vivo”, asegura), o puede que los años que ha pasado subiéndose al escenario con músicos de diferentes personalidades y variado perfil sonoro lo hayan convertido en una persona más sociable.