¿De qué hablamos cuando hablamos del amor?
¿De qué hablamos cuando hablamos del amor?

En portada

Anari

Escuchando los latidos

Fotos: Juan G. Andrés

19.03.2024

El nuevo álbum de Anari es uno de los discos más conmovedores y sustanciosos –de aquí, de allí o de cualquier parte– que hemos escuchado en los últimos meses y que escucharemos en los próximos. Conversamos sobre el mismo, largo y tendido, con su artífice.

Desde la publicación del EP “Epilogo bat” (Bidehuts, 2016), la actividad discográfica de Anari Alberdi se había limitado a un single compartido con Thalia Zedek, colaboraciones y alguna que otra versión. La llegada el pasado 29 de febrero de su nuevo álbum, “Giza zarata” (Tristuraren industria-Gran Sol, 2024), suponía un alegrón que, tras la escucha, adquiere rango de acontecimiento. Porque no estamos hablando de un disco cualquiera, sino de un trabajo excepcional. Una obra mayúscula que radiografía el maltrecho estado de ánimo de una sociedad a la deriva, que ha sistematizado el abuso laboral, la segregación clasista y ese sesgo de apariencia racial que en realidad es económico. Una colectividad herida, siempre vigilada, que estudia manuales para llorar tranquilamente fuera de casa, convive con el feminicidio y se abandona en un scroll infinito que ensancha su creciente catálogo de ansiedades.

Hablamos de un disco de rock corpóreo facturado con espíritu de orfebre, detallista y de amplio espectro tonal, en el que Anari cambia de perspectiva y dirige su penetrante mirada hacia otras direcciones. “Tenía un poco de hastío, había algo que no me encajaba y necesitaba otro tipo de canción”, reconoce ella. “Hasta ahora lo que más he hecho es intentar sacar mi mundo más íntimo por medio de las canciones, y ahora necesitaba meter el mundo de fuera en las canciones, si quieres más social o poético-social. En ese sentido, la incomodidad era mayor con las otras canciones. No es tan fácil como ‘me paso a la electrónica y de repente soy Kae Tempest’, y haciendo letras tampoco. Estuve viviendo en Francia en casa de unos biólogos y tenían una especie de saltamontes grande en una caja de cristal. Un día, o en un proceso de días, había dos bichos: la réplica exacta de sí mismo que había dejado la piel más el bicho verde. He explicado que era así lo que necesitaba hacer. Eres tú, dejando esa parte que también es y que está en el disco, pero ampliando el campo de batalla, que diría Houellebecq. Para una artista es lo mejor, el mínimo que debes exigir y lo máximo que te puede pasar de bueno, que te encuentres a ti en otro espectro literario o de canciones o como quieras llamarlo. Todo eso ha pasado entre el disco anterior y este”.

También han sucedido otras cosas, como la publicación de “Gari eta goroldiozko” (Susa, 2022) –su primera incursión en la narrativa– y la edición de sus letras traducidas al castellano en “Demoliciones controladas” (Pepitas de calabaza, 2023). Pero esta reciente ampliación de su cancionero en compañía del batería Mikel Txopeitia y el bajista Xabier Olazabal “Drake”, más las guitarras y teclados del también coproductor Joaquín Pascual –a quien conocemos por su trabajo esencial en Surfin’ Bichos y Mercromina, además de por la obra a su nombre–, tiene tanta entidad que se impone centrar la conversación en ella. Esta misma semana tocará en Bilbao el jueves, 21 de marzo, y en Gernika el viernes 22. En abril, turno para Vitoria-Gasteiz (11), Pamplona (20) y Hendaya (21).

Nos gusta el sitio al que nos llevan las canciones de Anari.
Nos gusta el sitio al que nos llevan las canciones de Anari.


En este disco miras hacia dentro en “Edertasun arraroa” o “Vesna Vulović”, pero la mayoría de las canciones están impregnadas de esa visión externa y también de ti misma en determinados contextos.

El caso es hacerlo hablando con tu propia voz poética o narrativa. Es fácil escribir una canción sobre otro tema, pero tienes que llevar tu voz ahí. Eso me ha obsesionado mucho y en algunas canciones me ha costado, sí.

Hablamos de un disco que es nueva aportación a una trayectoria que ya dura más de 25 años. ¿Notas que ha cambiado mucho tu relación con la música desde entonces?

Diría que especialmente en este disco he intentado reconectar con la Anari del primer álbum (se refiere a “Anari”, publicado por Esan Ozenki en 1997) en cuanto a actitud. Venía desde la nada, o de tocar la batería en grupos rollo Swans, y cogí una guitarra clásica y me puse a hacer canciones sola en un piso de estudiantes. La búsqueda y la intuición del riesgo. Ahí ya había un riesgo que me atraía para componer, para escribir, para cantar. Ese primero es un disco muy desnudo pero muy tenso, muy en el filo. Y diría que en este disco hay un intento de buscar el límite, o ese abismo, la búsqueda de ese riesgo, con una paradoja un poco pedante de que el riesgo es el espacio más seguro para la creación. Eso me ha dado mucha fuerza porque lo he sentido intacto. Siempre explico que hay que moverse para estar en el mismo sitio. Creo que si estás siempre en el mismo sitio es un poco arenas movedizas, te hundes. No puedes estar haciendo todo el rato lo mismo. Para mí sería como una línea recta sobre la que vas haciendo eses, siempre con el eje de esa línea. Esos son los movimientos que van siempre entre disco y disco, y el eje aquí lo pondría en la búsqueda de ese riesgo, ese abismo o ese vértigo.

También está el hecho de que a todas nos ocurre ahora con la cultura del single, que es mucho más cómodo y más fácil de trabajar, para mí. No es tan exigente: tienes una buena melodía y haces una canción y la compartes y podrías hacerlo cada tres meses. Yo lo he hecho; entre los discos he hecho una canción de un texto de Sarrionandia, una versión de Nacho Vegas… Pero está el rollo conceptual de nuestra generación, del disco, y meterte en un disco entero te lleva a un nivel de búsqueda, exigencia y frustración mucho mayor que un single. He tenido mis dudas. Pero es verdad que es como ser escritora de cuentos y sacar solo uno al año. Un libro te da otra dimensión, y no se te tiene que caer. Y un disco es un proceso mucho más exigente, y desde la exigencia máxima es donde tienes la posibilidad de que salgan las mejores chispitas de ti misma.

Hablemos del trabajo que has hecho con Joaquín Pascual, que es coproductor y arreglista del álbum.

Ha sido codo con codo, él con su guitarra y yo con la mía. Había colaborado desde “Irla izan” (Bidehuts, 2009) tocando los teclados. Nos conocimos por Borja Iglesias, el anterior guitarrista de Anari, que tocaba en Purr y que coincidió en los noventa en la escena de España con él. Borja siempre me decía “Joaquín toca guay el teclado, pero le tienes que decir que toque la guitarra, tía”. Siempre tenía buen feedback por parte de él cuando lo llamaba para colaborar y siempre me decía “me gusta el sitio al que me llevan tus canciones”. Le ofrecí arreglar todo el disco de guitarras y teclados. Aceptó y el modus operandi fue que crucé un par de veces España en AVE para ir a Ayora, donde trabajamos en otoño durante un par de semanas, luego por correspondencia y todo eso. Es el músico que mejor arregla las canciones de Anari y tenemos muchas referencias iguales. Nos damos mucho el uno al otro y ha sido una gozada. Y luego había un deseo desde siempre de grabar con Paco Loco en Cádiz. Había conocido el estudio en el Monkey Week, había coincidido con él y siempre había ese deseo. Creí que la ecuación era perfecta, porque Joaquín ha trabajado mucho con él y son muy colegas. Allí nos fuimos en enero, me llevé a la base rítmica de la banda, Drake y Mikel, bajo y batería. Canté y toqué alguna guitarra, pero todo lo demás lo tocó Joaquín y lo grabó Paco. Creo que la impronta de ambos está y que le da muchísimo al disco.


“Siempre explico que hay que moverse para estar en el mismo sitio. Creo que si estás siempre en el mismo sitio es un poco arenas movedizas, te hundes. No puedes estar haciendo todo el rato lo mismo. Para mí sería como una línea recta sobre la que vas haciendo eses, siempre con el eje de esa línea. Esos son los movimientos que van siempre entre disco y disco, y el eje aquí lo pondría en la búsqueda de ese riesgo, ese abismo o ese vértigo”




También cambias de tercio en el ámbito editor, porque has dejado Bidehuts después de muchos años y sacas el disco con tu sello Tristuraren industria, que significa “La industria de la tristeza”, nada menos.

Lo que decíamos de lo social viene también de antes. Creo que la canción “Epilogoa” y que “Zure Aurrekari Penalak” (Bidehuts, 2015)… primero vas tanteando y al final llegas a hacer. Yo las cosas no las consigo al primer golpe, sino que voy, voy, voy, y al final lo consigues. La letra de “Epilogoa” dice “todas esas canciones, libros, películas que la industria de la tristeza crea para ti, que amansan tu melancolía burguesa”. Viene de esa canción, es una autocita. Este disco es una autoproducción, Bidehuts también es un colectivo de autoproducciones, no es una cosa tan distinta. Como dicen los traperos, cero beef con Bidehuts, no ha sido una decisión fácil pero lo necesitaba… Como te he dicho, he sacado un libro, estoy en esto de la literatura, tengo otro tipo de cosas que me apetece hacer, otras disciplinas artísticas, y necesitaba una estructura más ligera. Hemos fabricado muchísimo menos en físico. Es otro de los grandes temas: ¿hay que sacar discos en físico? Como soy vieja, digo que sí. Pero todo me llevaba a hacerlo con una estructura más ligera. La decisión es comprendida, no me he ido muy lejos, estoy en el apartamento de al lado, en el 4º B y ellos en el 4º A. Cosas en la vida, tienes señales, necesitas hacerlo y ya está. Y a esta edad, sin dramas.

Al disco no le falta tristeza, desde luego, pero con un cabreo muy genuino, una corrosión que para mí es nueva, o que llega de forma distinta. ¿Estás de acuerdo?

Sí, sí. Hay una intención muy clara de despojarme de ese tono… Vengo de ahí por medio de otro tipo de canciones en “Epilogo bat”. Sí, no creo que sea un disco triste, es descriptivo. “Troiako zaldia”, por ejemplo, es una polaroid movida de la sociedad.

Como dices, se trataba de mirar hacia fuera, no solo hacia dentro, y en esa canción describes un mundo que “amenaza ruina”. Y en las canciones que titulas “Bunkerra”, pese a que tienen nombre de refugio, percibimos avisos, vienen a decir que nos pongamos como nos pongamos las cosas van a seguir su curso y que no hay escapatoria.

Las canciones tienen un estado prepolítico, si quieres. A la hora de ponerte a escribir hay un tipo de análisis de las cosas en que te estás fijando. Mi dirección no es “me voy a fijar en esas cosas para escribir”, sino que mi mirada va cambiando y se está fijando en cosas y apuntando en el móvil, en los grupos de WhatsApp que tengo conmigo misma de canciones o poemas. Vas apuntando, tomas notas de la realidad y luego, de una manera más consciente, porque ese primer paso es más inconsciente, te pones a crear con el material que has recopilado. Diría que hay un planteamiento y que siempre hay una canción que marca ese sitio desde el que partes y desde el que vas a ir a otros sitios. Y es “Troiako zaldia”. A veces se analizan las canciones como tesis políticas y no es eso, es una canción, y tiene por un lado una cosa más imperfecta y menos exacta de lo que es una tesis, que además no la necesita. Pero, por otro lado, está el poder del arte de sugerir con una creación que es impresionista. “Troiako zaldia” tiene una superposición de imágenes que junto con la melodía, la instrumentación y los arreglos describen mucho más. El arte, para mí, tiene esa capacidad de hacerte entender o sentir sin explicar. Lo digo porque a veces, en el análisis, los periodistas me hacéis preguntas como si yo fuera Belén Gopegui, y no, no llego ni al cero coma cinco de la capacidad de Belén Gopegui, a la que leo, admiro y le he mandado el disco. Me gustaría recalcar que a partir de “Habiak” (2000) empecé a escribir discos muy conceptuales en los que ese concepto se arrastraba un poco por todas las canciones, y en este he optado por la conexión con mi primer disco también, por construir cada canción con una arquitectura propia. No es un paisaje, cada canción está construida con todos los elementos arquitectónicos que necesita. He intentado que haya un encaje entre arreglos, melodía, ritmo… Por ejemplo, en “Troiako zaldia” se habla de la euforia, la culpa, la melancolía como la cocaína y el Prozac de la sociedad, y quería que el teclado le diera ese rollo del Prozac, muy psicodélico y sensorial. En cambio, en “Ez nengoen han” es una escena en un tren, más social y descriptiva, y tenía que llevar ese rollo del tren, como una descripción a tiempo real, como el trávelin de una cámara. En “Kontinente zaharra”, por ejemplo, con la interpretación, se trata de que todo esté para la canción. Y creo que ha sido un acierto pensar así, porque cada canción tiene su personalidad aun dentro de todo el discurso que dices.

Pasai San Pedro, en Pasaia: el silencio y el ruido humano del muelle y la flota pesquera.
Pasai San Pedro, en Pasaia: el silencio y el ruido humano del muelle y la flota pesquera.


Antes has hablado de polaroids movidas. Tengo por aquí apuntadas algunas capturas de pantalla o instantáneas que sacas de lo cotidiano y que apuntan a asuntos que son o terminan siendo disfuncionales. Por ejemplo teléfonos que siempre están encendidos, jabalíes que bajan a buscar comida a la ciudad porque ya no la encuentran en su hábitat, obsesión por los selfis, bancos de peces que se han comido la cocaína y el Prozac de que hablabas, cámaras de vigilancia por todos lados… Un sindiós, vaya. ¿Hacer estas canciones te sirve simplemente para echarlo fuera, quizá te ayuda a comprender mejor las cosas, te hace sentir distinta?

Hay una que se te ha olvidado, que para mí es clave. La imagen de un joven o una joven, en euskera no tiene género, entonces voy a decir une joven, que entra en el tren de madrugada y se sienta con la caja de Glovo y se duerme. En esos centímetros cuadrados de la caja plastificada amarilla entra toda la brutalidad de la vida actual. Seguramente todas las injusticias de leyes de extranjería que tiene esa persona. El deseo fascista que tenemos de “me apetece comer sushi a la una de la mañana”, el fascismo que esconde ese pequeño capricho, los búnkeres de nuestra intimidad. Ahí están interconectadas las canciones: al final tu intimidad es como un búnker que tampoco puedes mantener porque el hastío y el aburrimiento también se lo va comiendo. Dices “hoy vamos a comer sushi” y tu puto capricho hace que exista un sistema y que haya una persona que de noche, aunque está diluviando, va yendo en bici con una puta caja de Glovo, jugándose la vida para traértelo a ti. Nos define totalmente. Esa es una de las escenas. Y la otra está en “Kontinente zaharra”: la playa de Hendaya, el atardecer plateado, la libertad absoluta… Una calle más atrás, Hendaya es un puto embudo para toda la gente inmigrante que viene de África y quiere pasar a Europa. Quieren pasar a Francia, donde tienen el derecho, donde tienen familias, mil cosas… Tú pasas con tu sombrilla por el puente y solo hacen controles a la gente de color, o negra, no sé cómo se dice hoy en día. Control aleatorio. Siempre habrá ese factor en todos los controles, pero es que ahí es tan “tú sí, tú no”. Y es por el color de la piel. Tú eres libre y ellos están en ese estado militarizado.

Bien, pues con esos dos elementos al final yo me paso meses. Y necesitas un disco que justifique esos dos elementos, digamos. Todo es a partir de ahí. Como que un pintor encuentre un color o un director de cine una escena y diga “quiero grabar esta escena y a partir de ahí me voy a inventar todo lo demás”. ¿Me alivia? Pues no creo que sea alivio. ¿Por qué creamos, qué nos da la creación? Una vez empezamos a hacerlo, ya no podemos parar. Para mí hay un filtro poético a la hora de mirar la vida, y si empiezas a mirar desde ahí es como si tuvieras otro zum para mirar las cosas. Yo no sé si esto, lo de hacer canciones o escribir, ya es un vicio, no sé cómo decirlo. Esa veta ya está abierta en ti y yo necesito ir llenándola. También se puede llamar ego, supongo. No sé, en momentos de crisis me digo “mira, déjate ya, Anari, quiero ser una profesora feliz que sale del curro y se va a pasear”. Hay ego en el momento de crear, pero también ponemos todo el ego en el asador cada vez que sacamos algo y lo pones a disposición de que te lo hagan trizas. Es una pregunta que me cuesta mucho responder. Pero está claro que, teniendo una ambición artística respecto a tu propia obra, yo diría que me hace sentir que he avanzado, que me estoy moviendo como te decía al principio, que Anari está ahí aún.

Has hablado de la brutalidad selectiva del sistema que describe “Kontinente zaharra”, pero en esa canción los que supuestamente son libres también viven encerrados.

Sí, también dentro de esa canción está la extrema derecha, las narrativas del miedo respecto a la inmigración, el concepto de sociedad autositiada de Zygmunt Bauman. Un mundo que quiere seguridad. El Viejo Continente es casi ya una isla blindada, creo que mentalmente también… Seguramente nosotros nos sentimos más críticos, y creo que sí lo somos, no se puede caer en el escepticismo de que todos no sé qué… Yo no soy Santiago Abascal, eso lo tengo clarísimo, pero creo que Abascal sale de ahí también y vive de ahí también, de todo ese miedo que tenemos, de las narrativas del miedo.

En “Inmolazioa”, que tiene un tono musical aproximado al de “Kontinente zaharra”, la protagonista se siente asediada por el bombardeo de calamidades del telediario. Intenta escapar y pone el primer disco de Lisabö y sale a la terraza a mirar las estrellas, pero aun así, ese día, asume su derrota.

Sí, sí, eso es, y se va rendida a la cama “en el peor sentido de la palabra ‘rendida’”. La sobreinformación que al final es desinformación, esa grabación fragmentada y rota de Occidente que ves en Instagram. El mismo telediario: la noticia del volcán, te quedas extasiada mirando la lava hipnótica, las guerras de Gaza, ahora la semana de la moda de París, los Óscar, la fiesta de la butifarra… todo a la vez, todo es a la vez. Y qué decir de Instagram, que vas con un dedo dando la vuelta al mundo, es como si girases el mundo con él. Todo lo grave y lo fútil, toda la información la consumimos a la vez. Hay un hastío, un empacho de información que te hace querer desconectar. Y hago el chiste de que quieres quemar el mundo pero te conformas con encender un cigarro, y hay una autoparodia sobre poner un distancia estética entre el mundo y tú, y para eso pones el disco de Lisabö. Era un chiste, porque no fumo, nunca he fumado, pero es una de las claves del disco: “¿Puedo fumar un cigarro en un disco mío si no soy fumadora?”. Parece una puta chorrada, pero tiene su importancia en el momento de sentarte a escribir, diría que ese cigarro enciende varias cosas narrativamente.


“El mismo telediario: la noticia del volcán, te quedas extasiada mirando la lava hipnótica, las guerras de Gaza, ahora la semana de la moda de París, los Óscar, la fiesta de la butifarra… todo a la vez, todo es a la vez. Y qué decir de Instagram, que vas con un dedo dando la vuelta al mundo, es como si girases el mundo con él. Todo lo grave y lo fútil, toda la información la consumimos a la vez. Hay un hastío, un empacho de información que te hace querer desconectar”



“Vesna Vulović” es la canción con la que el disco casi termina. En ella sí que se ve un montón de luz, en plan “sabemos lo que hay y cómo acaba, pero vamos a seguir adelante pese a todo”. Aunque la canción cita a Vesna Vulović, una persona que sobrevivió a la caída desde un avión, el culmen de la supervivencia, en realidad pienso que habla de vivir, no de sobrevivir. ¿Qué te parece?

Sí. Tiene varias cosas. A esta canción hay que llegar, solo la podría hacer ahora. En ella está el tono que recorre el libro que escribí el año pasado, un tono revisionista cincuentañero de la vida de una misma, un autorretrato irónico. Y tendría ese tono, volviendo a citar a Belén Gopegui, de libro de autoayuda. Hay una despoetización total: te caes, te levantas y sigues p’alante… No voy a hacer una metáfora en plan “eres un árbol que cae y del tronco sale…”. No, no, fue un tropiezo pero también avanzaste, por medio de los tropiezos también se avanza. Es autoirónica, es autorreferencial y diría que más íntima. Y hay una mujer detrás. Cuando estuve dando vueltas a la canción, pensaba: “No me extraña que la persona que ha sobrevivido a la mayor hostia sea una mujer”, con todo lo que la mujer recibe en esta sociedad. Es ese canto, sí. Eso viene de la melodía. Empiezo a tocarla con Joaquín y enseguida pilla ese rollo Benjamin Biolay del que somos muy fans, pero también tenía ese rollo Einstürzende un poco pero más romántico punk que tocan en las películas de Kaurismäki en los bares, que tocan un poco mal, que no son tan tocones, que diría Joaquín… ese puto piano rollo años setenta “ti-ri-ruu-riiii”…

Decías que “Vesna Vulović” tiene ese punto de compendio vital una vez que has entrado en la cincuentena. Hay un momento en el que hablas de cómo el tiempo hace su trabajo implacable sobre la materia y cómo esa decadencia física no tiene por qué estar ligada a otro tipo de decadencias.

Hablo de la decadencias manifiestas y evidentes, de las físicas, un chiste que detrás tiene toda una… no sé, hay otra idea, si estamos hablando de lo social y lo político, que traspasa todo el disco y es el feminismo. Al describirme a mí misma o al describir cómo en un tren las mujeres nos juntamos en el vagón donde va el de seguridad, o en el del chófer, porque tenemos miedo desde que tenemos 11 años. Nos asustamos de lo que nos puede pasar por ir solas de noche a casa y así hasta que te mueres, seguramente. No creo que haya una edad para decir “eso no va conmigo”. Es evidente que la decadencia está aquí, pero esto somos. Se trata un poco de llevar la contraria a Houellebecq, que cada vez que empiezo un libro suyo me digo: “Como llegue a una página en que diga que tenía las tetas caídas, no sigo”. Me duele el género. Luego, al final, sigo. Pero es eso, estamos de puta madre, con nuestras tetas caídas y con todo.

Y el disco termina con la canción que le da título, esa idea de “el ruido humano” que viene de un relato de Raymond Carver que no he conseguido identificar, un ruido humano que se hace en silencio. ¿Por qué te atraía tanto esa idea?

La canción es como un epílogo, no crea a partir del concepto. Es una coda en la que transcribo ese párrafo de Raymond Carver que está en “¿De qué hablamos cuando hablamos del amor?” (1981). No lo tengo aquí, no sé si tienen nombre los cuentos, diría que no. Es un cuento brutal, buah, hay dos parejas que quedan para comer o después de comer, empiezan a beber y a hablar, sobre todo hay uno que bebe más y habla más, habla demasiado. Al final se rompe algo y se quedan todos en silencio, y entonces él dice: “Podía escuchar mi corazón latir, podía escuchar el de los demás, podía escuchar el ruido humano que hacíamos todos juntos”. Me encantó el concepto, lo conocía, lo tenía ahí, pero lo encontré sin buscar. Iba dando un paseo oyendo un pódcast literario y justo leyeron ese párrafo y me pareció un concepto buenísimo para cualquier obra de arte. ∎

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