La diáspora se produjo con la publicación del “manual de supervivencia en la lucha sexual contemporánea”,
“Death Of A Ladies’ Man” (Columbia, 1977), desgañitado por un rocker de 43 años que confiesa, patéticamente, que tras su aire de Buda late un corazón adolescente –“Don’t Go Home With Your Hard-On”, “Paper Thin Hotel”–. Y regreso al folk-blues en un postrero intento del judío-sufí por llamar a sus huestes a filas –“The Guests”–, lo cual significó la pérdida de confianza de su discográfica, que se negó a publicar el
live de la gira de
“Recent Songs” (Columbia, 1979) –uno de los discos más geniales e incomprendidos de la obra de Cohen–. Cuatro años después, Sony eludía la distribución en Estados Unidos del álbum más country del cantante zen,
“Various Positions” (Columbia, 1984) –incluyendo los futuros clásicos “Hallelujah” (su canción más versionada: John Cale, Jeff Buckley, Rufus Wainwright, Enrique Morente) y “Dance Me To The End Of Love”–, con las irónicas declaraciones del
boss de CBS:
“Leonard, sabemos que eres genial, pero no sabemos si sirves para algo”.
Hasta que no se produjo a sí mismo, Cohen no volvió a saborear las mieles del éxito. Cambió la guitarra por el sintetizador, y
“I’m Your Man” (CBS, 1988) le dio la banana. De pronto, el poeta catastrofista –“Everybody Knows”–, el libertario imposible –“First We Take Manhattan”–, el cantor del fuego sagrado –“Ain’t No Cure For Love”– era el tío más
cool del planeta. Otros cuatro años para repetir la fórmula en
“The Future” (CBS-Sony, 1992) –un álbum apocalíptico, esquizofrénico, antifonario, apoyado por su amante, la actriz Rebecca de Mornay–, que tuvo menor regocijo mediático, y el cantante se refugió en un monasterio budista hasta el final del milenio. En agosto de 1996, fue ordenado monje.