Del claustrofóbico romance gótico de “El hilo invisible” (2017), Paul Thomas Anderson salta con “Licorice Pizza” (2021; en España, 2022) a algo más luminoso, aireado y suelto: se toma un (relativo) respiro antes de, probablemente, esculpir otra obra con niveles de ambición de Kubrick. Es lo más parecido a una comedia ligera que haya rodado nunca, algo así como una versión más voluntariamente desgreñada del romance torpe de “Embriagado de amor” (2002). Y más claramente optimista, en parte por la edad de los personajes centrales.
De uno de ellos en concreto: el inocente quinceañero Gary Valentine (Cooper Hoffman, hijo del añorado Philip Seymour Hoffman), enamorado instantáneamente de Alana Kane (Alana Haim, de Haim, de las que Anderson ha firmado nueve vídeos), una joven algunos años mayor que él. Siete, nueve o doce, según cuando le pregunten a Alana. Entre orgullos tontos, malentendidos, celos y conducciones temerarias, el dúo se empeña deliciosamente en postergar su inevitable unión.
El romance no se despliega en este airado, enmascarado y en exceso virtual 2022, sino en 1973, casualmente (o no) año del estreno de “American Graffiti” (George Lucas), uno de los diversos clásicos de iniciación que el director parece tener como referencia. Pero “Licorice Pizza” es tanto su “Aquel excitante curso” (Amy Heckerling, 1982) o su “Movida del 76” (Richard Linklater, 1993) como su “Érase una vez en… Hollywood” (Quentin Tarantino, 2019): oda nostálgica a un clima cultural pretérito supuestamente más inocente, con más tiendas de discos (como las de la cadena que da título al filme). Y carta de amor a personajes secundarios o a la baja de la industria del entretenimiento.
El personaje de Gary y muchas de sus correrías se basan en el verdadero Gary Goetzman, un hombre que, desde luego, merecía pseudo-biopic: antes que mano derecha de Jonathan Demme como supervisor musical o productor, este angelino fue actor infantil –en la película se reproduce con encanto un número musical del reparto de “Tuyos, míos, nuestros” (Melville Shavelson, 1968) en “The Ed Sullivan Show”– y vendedor de camas de agua –quizá no eran tan importantes en una película desde “La mujer de rojo” (Gene Wilder, 1984)–, además de, según parece, arrojado aprendiz de seductor.
Junto al falso Goetzman aparecen versiones distorsionadas del actor William Holden (aquí Jack Holden, encarnado por un Sean Penn pomposo en su autoparodia), el director Mark Robson (Rex Blau, o Tom Waits riéndose de su propia imagen de borracho) o el peluquero metido a productor Jon Peters (desatado Bradley Cooper). Como con “Magnolia” (1999), hablamos de un tapiz humano del Valle de San Fernando, solo que en otra época y con otra épica, algo más desgastada, menos bíblica.
Tan relajado se encuentra Paul Thomas Anderson que a menudo puede caer en los impulsos autoindulgentes de Robert Altman, uno de sus héroes y mentores. “Licorice Pizza” es una película con encanto indiscutible, pero este cronista no pudo evitar, a lo largo de su exagerado metraje, soñar con cómo habría rodado la misma historia el Paul Thomas Anderson de “Boogie Nights” (1997), esta sí, una verdadera obra maestra. Es decir, un director más exigente consigo mismo, afinado en las bromas y estricto en el montaje.
O más imprevisible en sus elecciones musicales: moratoria cuanto antes para el uso de “Life On Mars?”, de David Bowie, por parte de películas y series. También chirría el uso diegético de “Stumblin’ In”, clásico soft rock de Chris Norman y Suzi Quatro, cuatro o cinco años antes de la publicación de dicha canción. Nada que objetar al emotivo uso de “Let Me Roll It”, de Wings, como banda sonora del acercamiento entre Alana y Gary tras el incidente de la motocicleta. En la copia de la película “hinchada” a 70 mm, que se puede ver en Phenomena en Barcelona y los Cines Palafox en Zaragoza, aquella reverberante voz de Macca suena grande como el cosmos. ∎