Serie

M. El hijo del siglo

Joe Wright(miniserie, SkyShowtime)
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Si Samuel Goldwyn creía que una película debe arrancar con un terremoto, allá va el que abre “M. El hijo del siglo” (2025). En el camerino de un teatro, Mussolini, en un claustrofóbico primer plano, habla directamente a cámara. Esta lo sigue en su camino a través del escenario bajando al patio de butacas, donde los camisas negras vociferan el “Canto degli Arditi”: “Somos vanguardia de la muerte, banderas de la lucha y el horror”. El protagonista presenta el dramatis personae mientras continúa hablando al objetivo: de la guerra, del odio, de la urgencia de la sangre para acabar con “la hora pútrida de la paz”. El largo plano-secuencia concluye cuando llega al fondo de la sala y gira la manivela de un proyector. La cámara se detiene por un instante en el celuloide que muestra a Mussolini boca abajo y corta a la pantalla: el M real se superpone a ese otro, filmado, que dispara un discurso incendiario. Todo lo que será la serie, todo lo que es el fascismo, queda encajado en estos diez minutos iniciales: la violencia omnipresente, la seudopolítica entendida como representación operística, la mentira y la ficción como eje de discurso.

No se entienda como mero golpe de efecto inicial, porque el ritmo frenético se mantendrá incansable durante las ocho horas de metraje. La serie no es sino una sucesión inabarcable de audacias visuales que se atropellan a velocidad imparable, donde cualquier recurso, por insólito que pueda parecer, termina encontrando sentido: cine de vanguardia, expresionismo omnipresente, noticiarios, imágenes de archivo, retroproyecciones que no se esfuerzan en ocultar que lo son, rupturas de la perspectiva y la cuarta pared, ralentís y cámaras aceleradas, videoclips; hasta un teatro de títeres alegórico tiene cabida en su metraje. Todo un carrusel rodado íntegramente en interiores de los estudios Cinecittà, remarcando su tono onírico, por momentos alucinatorio. Y como añadido, banda sonora de Tom Rowlands, el 50% de The Chemical Brothers: avalancha de breakbeat que en ningún momento suena incoherente entre tamaña sobredosis de estímulos.

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Exceso sobre exceso, efectismo sobre efectismo. Pero, y ahí radica el singular equilibrio de la serie, sin despeñarse nunca en el grand guignol al que parecía abocada. Un calibre milimétrico que arranca en la propia decisión de difuminar la trama argumental de la novela original –primera de la pentalogía de Antonio Scurati sobre Mussolini, aquí en labores de productor junto a Paolo Sorrentino y Pablo Larraín–, pero impregnando con su médula su traslación a la pantalla. En su resolución deslumbra la firmeza del director, Joe Wright (Londres, 1972), capaz de esquivar la autoparodia, emplear la ficción para subrayar el hiperrealismo, encajar el alud de ideas en una planificación tan arriesgada como trabajada visualmente, sin filmar un solo plano banal y dejando secuencias tan brillantes como esa que cierra el quinto episodio, donde en cuatro minutos del “Can’t Help Falling In Love” de Elvis consigue llevar la acción a su punto culminante y cerrar todas las tramas sin necesidad de recurrir a la palabra.

Claro que el gran espectáculo es Luca Marinelli, consciente de vivir uno de estos retos interpretativos que justifican toda una carrera, no poco para alguien que ha encarnado a Diabolik y a Fabrizio De André y que ha protagonizado un clip de Franco Battiato. Excesivo como exige la película, histriónico como exige el personaje, capaz de mantener por sí solo todas las piezas en el aire, arrastrado por una máscara que suma veracidad a su interpretación hasta terminar jugando en la liga de los dos actores italianos que con mayor soltura se movieron en ese límite, Totò y Alberto Sordi, en los que por momentos Marinelli parece mutar físicamente.

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No se entienda por lo tanto el conjunto como una película arqueológica, como una reconstrucción histórica al modo de los tableaux vivants de Hollywood que el mismo Wright cultivó en “El instante más oscuro” (2017). El pasado es presente, y eso explica la virulenta reacción que ha suscitado la serie en Italia, con Giorgia Meloni negándose a verla y su gobierno tildándola de ridícula. Bajo los rasgos de M se reconoce a Mussolini, y cómo, pero también a Berlusconi, a Putin, a Trump; en uno de tantos momentos que testimonian la asombrosa capacidad de Wright y Marinelli dando credibilidad a ideas inauditas, M se gira cómplice a cámara, alza su dedo pulgar y exclama “Make Italy great again!”.

Si arrancábamos este texto con la secuencia inicial de la serie, dejábamos para su conclusión otra, previa, que se confunde con los títulos de crédito: un remontaje eléctrico de cine vanguardia y noticiarios bélicos que desemboca en el acto central del fascismo italiano, este sí grotesco, del cadáver de Mussolini colgado como un animal de matadero. Sobre él, su omnipresente voz en off reflexiona, despectiva: “Me habéis ridiculizado, habéis mutilado mis restos porque os aterroriza el amor ciego que sentíais por mí. Pero decidme para qué ha servido. Mirad a vuestro alrededor. Aún estamos entre vosotros”. ∎

“Make Italy great again!”.
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