“Tomaron nuestra tierra, robaron nuestro arroz, nuestras patatas, nuestros peces. ¡Coger una roca con mi mano y machacar la cabeza de un soldado con ella para calentar mis manos frías con su sangre! Solo para saber que hay una cucaracha menos deambulando por nuestra tierra. ¡Eso me daría pura felicidad!”. Desde hace mucho, los coreanos tienen pocas cosas buenas que decir de los japoneses. Es un conflicto que se alarga desde el siglo XVIII por la nomenclatura del Mar de Japón, pero que se agravó especialmente a partir de la invasión y posterior anexión de Corea por parte de Japón. Aún hoy, la visión que tienen de su rival es francamente antagónica, viviendo en una suerte de guerra fría de la que los medios internacionales apenas hablan (aunque también es un tabú para ellos mismos).
La cita anterior la pronuncia un personaje menor de “Pachinko” (2022), adaptación de la novela homónima de Min Jin Lee realizada por Soo Hugh para Apple TV+. La serie –inicialmente vendida como limitada, pero que ya ha sido renovada porque era “demasiado épica” para tener una sola temporada– podría haber retratado este conflicto de muchas maneras. Pero sabiendo quién dirige sus capítulos, solo podría haber salido un suntuoso drama histórico-familiar de elegancia y sutileza sobrenatural de los que ya no se hacen –con permiso, eso sí, de “The Crown” (Peter Morgan, 2016)–. Kogonada y Justin Chon se reparten la dirección. El primero es un esteta cuyo academicismo y florituras visuales nunca lastran la pura emoción de sus relatos. Y el segundo es un actor convertido en director que ha hecho esfuerzos por dotar de matices su examen de la identidad cultural y social.
Ambos cuentan con perfiles y estilos de dirección muy diferentes, pero en “Pachinko” –una narración oceánica que abarca cuatro generaciones a lo largo de casi todo el siglo XX– lo mejor de ambos mundos colisiona para dar con una unidad formal encomiable. Solo un episodio se sale de tono: la recreación del mortífero terremoto de Kanto en 1923 que sirve a sus guionistas tanto para darle una historia de origen al villano, Koh Hansu, como para explicar otro de los capítulos negros de los atropellos y vejaciones que los coreanos sufrieron en manos niponas.
“Pachinko” es, como gran parte de su equipo y de los pies a la cabeza, asiático-americana. Por eso casi podría describirse como un k-drama hollywoodiense que coquetea constantemente con el abismo folletinesco del que siempre consigue salir airoso. Hay también en ella esa obsesión catódica reciente de dotar a las series de (excesivos) saltos temporales, aquí galopando entre la Busan recién ocupada por las tropas imperiales japonesas y la Tokio a punto del estallido de la burbuja de los años 90. El relato se ve ocasionalmente entorpecido por esto, pero sus directores se empoderan gracias a ello, aportando un potente diálogo entre las escenas: la cámara puede filmar un simple bol de arroz y esa imagen tiene resonancia emocional décadas después.