Si algún fotógrafo podría entender la presión que debieron sufrir Bob Dylan y los Hawks en su célebre cruzada eléctrica por escenarios al grito de “¡Judas!”, este sería el William Eggleston de 1976, cuando su desacato importunó al establishment artístico de su tiempo. Tras haber iniciado su andadura como retratista en blanco y negro –obra que también recoge la exposición en Barcelona bajo el epígrafe “Before Color”– y comprometido con los evangelios de Henri Cartier-Bresson y Walker Evans, emprende un quiebro radical en 1965 con sus escarceos con el color. Y sin perder la voluntad artística en la mudanza. Tamaña osadía para los estandartes y convenciones de la época, donde el color era percibido como algo vulgar, reducto de la publicidad, alcanza su punto crítico en la exposición que le dedica el MoMA de Nueva York en 1976, siendo la primera muestra completa en color de un solo artista acogida por dicho museo. El revuelo de esa decisión fue notorio. Lluvia de críticas para el MoMA, para el director del departamento de fotografía del mismo, John Szarkowski, y para el sujeto principal de la muestra. El propio Cartier-Bresson en persona, en un encuentro en Lyon, ya le había hecho notar su desagrado por ese transfuguismo con la lapidaria frase “William, color is bullshit”.
Eggleston, junto a Gary Winogrand o los también supervivientes Lee Friedlander –de quien KBr ya había expuesto parte de su obra en la misma sala– o Bruce Davidson, más todo el destacamento del New American Color del cual nuestro protagonista fue padre, liberó la fotografía de muchos de los corses y restricciones conceptuales de su tiempo, siendo la emancipación del color sobre el blanco y negro en dotación artística probablemente la más revolucionaria de sus aportaciones. La meca del arte moderno convalidó la osadía pese a injerencias y presiones.
Lejos de terminar ahí su particular cruzada con los preceptos y los cánones de su tiempo, el fotógrafo sureño –nacido en Memphis en 1939– acuñaría un estilo que definió como “fotografía democrática” y que evitaba la jerarquización de sujetos. Todo lo que aparece en plano tiene la misma importancia. Algo que queda explicitado en esos bodegones en diners –uno de sus hábitats predilectos– donde un trozo de tarta, una galleta o una Coca-Cola establecen el mismo grado de relevancia que el sujeto que las solicitó, si es que este llega a aparecer en cuadro.
Tampoco su estilo de trabajo encajaba en la norma, según relata gente de su entorno. Se podría decir que como fotógrafo era reflexivo y resolutivo, especialmente contenido y eficiente, nunca llevado por el impulso ni por hacer del virtuosismo técnico su seña. Apenas repetía una fotografía de un sujeto u objeto. A lo sumo probaba dos ángulos distintos, lo que simplificaba luego el proceso de selección. Sus fotografías pueden parecer descuidadas, poco elaboradas, pero en realidad, como otros compañeros de su línea temporal, Eggleston se alejó conscientemente del perfeccionismo y le declaró la guerra a lo obvio.
El fotógrafo estadounidense se puede vanagloriar también por ser recordado como un dotado notario de la América del desencanto y el deterioro. Oriundo de una ciudad que a priori no contaba ni con gran tradición fotográfica ni con muchos reclamos para la cámara, le llegó el clic cuando un amigo lo animó a fotografiar lo feo de su entorno. Con esa misión regresó a sus raíces sureñas, con la voluntad de captar el magnetismo de lo cotidiano; arrojar una luz reveladora a motivos a priori exentos de belleza. Sin caer nunca en el feísmo estético o en lo grotesco, Eggleston empezó a inscribir en sus instantáneas el potencial artístico de los símbolos del american way of life, de lo que sobresalía o se escondía entre los derrumbes urbanos y los paisajes abandonados y destartalados, en los espacios de consumo que se edificaban como nuevos centros de socialización. Al igual que su amigo Dennis Hopper o Friedlander, otros coetáneos con predilección por los símbolos callejeros y de la carretera americana con quienes también compartía el multifoco en un mismo encuadre, distintas viñetas en cuadro que dialogan o no entre ellas, Eggleston capturó con viveza –bajo un espectro lumínico nunca antes visto– la iconografía urbana de posguerra a lo ancho de distintas décadas.
Otro de los puntos de inflexión en su carrera sobreviene como profesor en Harvard, alrededor de 1973 y 1974, cuando descubre el sistema de transferencia de tintas –dye transfer– que le permitió niveles de saturación en sus fotografías imposibles de lograr con otras técnicas. A partir de entonces se compromete totalmente con el color y con la saturación a máximos. Consciente de su cualidad pictórica, Eggleston fue capaz de convertir lo banal en trascendente. De bañar con una luz cromática elementos anodinos y espacios cotidianos, transmutando así hacia una corporeidad críptica, hipnótica, capturada bajo un aura insondable.
Nadie como él ha dotado de entidad mística a una botella de refresco o a un vaso de vermut, como el que resplandece a 8000 metros de altura. Un bote de ketchup, una chapa de coche, un anuncio publicitario desgastado o un ramo de flores. Fue capaz de despojar a los objetos de su esencia originaria para convertirlos en personajes, unos personajes-objetos que adquirían presencia magnética bajo su lente.
Tampoco nadie como él (o pocos como él) siguió el deterioro paisajista del sur de los Estados Unidos. Convirtiendo gasolineras, diners, bares, automóviles y moteles en emblemas icónicos de una América en vías de transformación, pero incapaz de desacoplarse de los rosetones que definieron su imagen global.
La exposición de KBr, de orden cronológico, empieza en blanco y negro y termina con “The Outlands”, selección de las primeras fotografías en color del artista, algunas de ellas presentadas en diapositivas a John Szarkowski y que formarían parte de la polémica expo en el MoMA. Todas estas se publicarían luego como libro en 2021 y en Barcelona son expuestas en gran tamaño para goce del aficionado. El itinerario por su obra visual pasa de largo por su estrecho vínculo con la música. Sus instantáneas se reconocen en emblemáticas portadas de álbumes de Big Star, Primal Scream, Alex Chilton, Silver Jews, Jimmy Eat World, The Derek Trucks Band, Spoon o The Black Keys, entre muchos otros. Porque su vinculación con la música no se reduce a la simple cesión de su obra fotográfica para copar portadas que ocupan cubetas de medio planeta, sino a una faceta como músico que cuenta con dos referencias publicadas. La última de estas salió hace escasos meses con el título de “512” (Secretly Canadian, 2023), segundo álbum como compositor y pianista.
El ganador del prestigioso premio Hasselblad en 1998 habrá arrinconado los bártulos fotográficos, pero, a sus 84 años, sigue dando rienda suelta, de un modo u otro, a sus inquietudes artísticas. También regando con su legado fotográfico el consciente y el subconsciente de tantos artistas en su campo y colindantes. David Lynch, Joel Meyerowitz, Wim Wenders, Gus Van Sant, Wes Anderson o Martin Parr son deudores del padrino del color. ∎