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Beyoncé

COWBOY CARTERColumbia-Sony, 2024

Un artista tiene un poco derecho a hacer lo que le dé la gana, dejarse llevar por los impulsos que guían su creatividad, me decía el otro día Moor Mother. Me gustaría saber qué piensa ella sobre los nuevos álbumes de Beyoncé. Quizá a la abeja reina de Houston le confiamos, desde los tiempos de “Lemonade” (2016), algo así como la bandera de la subversión, la convertimos en un Caballo de Troya de la industria que iluminó carreras fundamentales con esa idea a priori rupturista de colocar discursos profundos, reflexiones políticas y sociales o reivindicaciones marginales en un producto diseñado para el mainstream y para el consumo masivo, empezando nada más y nada menos que por la de Rosalía. Y ella ha ido respondiendo en los últimos años –y de manera ciertamente irregular, todo sea dicho– poniendo por delante el mensaje, el contenido, sin renunciar a la forma y al vestido pero sí situándolos totalmente al servicio de ideas superiores y comunitarias: aquella actuación histórica en Coachella 2018, el show pirámide en el que rendía homenaje al Divine 9 y las marching bands universitarias, a los Panteras Negras y, más allá y en general, a toda la genealogía cultural de la música negra; el comentario sobre la apropiación blanca de los géneros de música electrónica con origen negro de “Renaissance” (2022).

“COWBOY CARTER” parece separarse de esa narrativa fuerte en conceptos para abandonarse a algo que tiene mucho más que ver con la banda sonora del remake live action de “El rey león”: corny, blanco, neutro, con ambiciones “pan-” que se traducen en un vago acercamiento de vuelta a las radiofórmulas yankees. Un disco que simplemente guste a todos, sin más, y que para hacerse reconocible tira sin esfuerzos de obviedades musicales como el “JOLENE” de Dolly Parton, el “Good Vibrations” de The Beach Boys o el “These Boots Ain’t Made For Walking” de Nancy Sinatra. En el que un dial de radio –la KNTRY Radio Texas, heredera espiritual de las KNTY News de “Renaissance”– pasa por pequeños snippets de Son House, Sister Rosetta Tharpe, Chuck Berry y Roy Hamilton hasta dar con la voz –afirmativa y confirmadora– de Willie Nelson.

Todo el comentado giro hacia la música country que se ha leído durante la promoción del disco, incluyendo los sencillos de presentación que se lanzaron durante el intermedio de la más reciente Super Bowl y las propias reflexiones de Bey al respecto, situando el origen de la concepción de este álbum en las críticas recibidas a su actuación junto a The Chicks en una gala de los Premios CMA (de la Asociación de Música Country de los EEUU) en 2016, han quedado más bien en un bonito background, perfecto para rellenar notas de prensa y artículos en publicaciones generalistas o en ‘Vogue’.

El concepto Beyoncé... go west. Foto: Blair Caldwell
El concepto Beyoncé... go west. Foto: Blair Caldwell

En la mentada gala interpretó “Daddy Lessons”, ese tabernario homenaje a sus orígenes texanos y a la influencia de su padre en la adquisición de esta tradición musical contenido en “Lemonade”. Hoy, en el pastiche con el que se abre “COWBOY CARTER” –¿Disney? ¿India psicodélica? ¿Grandilocuencia góspel?–, la errática “AMERIICAN REQUIEM” –con dos íes en referencia al “Act II” que representa este disco en la trilogía iniciada con “Renaissance”–, dice con autoridad: “Got folks down in Galveston, rooted in Louisiana / They used to say I spoke ‘too country’ / And the rejection came, said I wasn’t ‘country enough’”. Y es que no ha lugar el debate porque ni lo uno ni lo otro: Beyoncé siempre quiso jugar y ha jugado a la mixtura y a la reconciliación… ¿y quizá esa reconciliación empieza a quedar sistemáticamente del lado del bando ganador?

Por supuesto no estaríamos hablando de política si no fuera ella la que repitiera tantas veces heritage cuando trata de “justificar” sus discos, de dotarlos de un aura ensayística y de relevancia antes incluso de que los podamos escuchar… Como si lo que le interesara, realmente –y quizá en este caso de forma oportunista–, es que discutamos de todo menos de música. Como si eso fuera lo menos relevante en un álbum que casi alcanza la hora y veinte minutos de duración y que oculta tras debates varios, sucintamente sobrevolados, su evidente abundancia de relleno. Finalmente “COWBOY CARTER” no restaura –ni amaga con hacerlo, que es lo importante– ninguna apropiación de las roots de la música norteamericana por parte de los blancos: más bien se apropia de vuelta una forma de entender el género típicamente blanca –con take incluso à la blue eyed soul en “BODYGUARD”– con una intención diríase expansionista, en un momento además de crisis del modelo yanqui en el que se pone de manifiesto el ensalzado del pasado común, de ese heritage nacional, de esas raíces musicales que todos comparten. ¿La opción pijo-progre del “make America great again”?

Vaquera sin pistolas. Foto: Blair Caldwell
Vaquera sin pistolas. Foto: Blair Caldwell

Por supuesto hay momentos donde sí se reconoce ese patrón de subversión, fundamentalmente en “BLACKBIIRD”, versión de The Beatles en la que el cuarteto queda representado por un póquer de artistas negras reconocidas en la industria del country –Tanner Adell, Brittney Spencer, Tiara Kennedy y Reyna Roberts–, y en las necesarias reivindicaciones de Linda Martell, la primera artista negra en lograr reconocimiento en el estricto universo Nashville. Su voz abre “SPAGHETTII” por todo lo alto con esta reflexión: “Los géneros son un conceptillo gracioso, ¿no? En teoría, tienen una definición sencilla que es fácil de entender. Pero en la práctica, bueno, algunos pueden sentirse confinados”. Y lo que viene después, haciendo honor a un título que hace referencia a las mezcolanzas curiosas que presenta el spaghetti western, aúna la epicidad morriconiana con el dirty south, el trap y el R&B en un featuring con el rapero country Shaboozey. Después, Martell aparece en su propio interludio presentando “YA YA” de este modo: “Esta canción en concreto se extiende a lo largo de un gran rango de géneros, y es eso lo que la convierte en una experiencia auditiva única”. El tema en cuestión arranca como una rendición explícita al Chitlin’ Circuit, el reducto cultural de la música negra en los cincuenta que sirvió a la fundación del rock’n’roll, y referencia directa o indirectamente a James Brown o a Tina Turner, pero después viaja a Nueva York –agravando la voz por el camino– para terminar en The Supremes, en Diana Ross o en Aretha Franklin, antes de diluirse en un sample chipmunkeado de Chuck Berry en “OH, LOUISIANA”.

Valga “RIIVERDANCE”, de lo mejor del largo –y justo después de la por desgracia brevísima psicodelia diluida de “DESERT EAGLE”–, para ejemplificar esa obsesión unificadora sobre la dispersión genérica de “COWBOY CARTER”, utilizando el sample de un fingerpicking para construir el beat de una colaboración con Raye que bien podría epilogar “Renaissance”. Lo mismo vale para la estimulante “SWEET HONEY BUCKIIN’”, o también para la tremendamente acertada “II HANDS II HEAVEN”, enorme canción que parece elaborarse sobre algo parecido al mítico “Sky And Sand” de Paul Kalkbrenner y que va añadiendo sutilezas percutivas, guitarras hipnagógicas y coros soul, hasta un final de puro R&B.

En fin, un nuevo capítulo más en la carrera de una artista que incluso desde la complacencia es capaz de ofrecer canciones que expandan sus propios límites, que sigue investigando las posibilidades de su voz –llega aquí a rangos y timbres nuevos, probando incluso con la pequeña aria “Caro mio ben”, atribuida al compositor italiano con recorrido en Irlanda Tommaso Giordani– y que seguirá luchando, supongo, por mantener la coherencia de un proyecto con más compromiso del que quizá es capaz de asumir, e incluso de transmitir. ∎

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