Ocho años llevaban Me And The Bees sin grabar, así que era lógico que muchos pensáramos que se habían perdido por el camino. La principal novedad en el cuarto álbum de la banda barcelonesa es que se suma a la legión de artistas que, en un momento de su carrera, se pasaron del inglés al castellano. Eso, en su caso, hace más frontal la inocencia (positiva, siempre) con la que comparten su mensaje. Por primera vez, en su portada aparecen sus cuatro componentes mirándonos a los ojos con gafas de sol y sonrisas de diferentes intensidades, pero lo demás, como dice su título, sigue igual que siempre, lo cual esgrimen como una fortaleza o como algo inevitable. De hecho, no se refieren solamente a su sonido y su actitud, sino también a costumbres como titular todos sus álbumes con dos palabras: los anteriores fueron “Fuerza bien” (2010), “Mundo fatal” (2014) y “Menos mal” (2017), como si cada uno estuviera dialogando con el anterior.
“Siempre igual” comienza de modo inmejorable con “Nostalgia”, con esas guitarras jangle tan de su rollo y una letra sincera y directa que juega con el peterpanismo de un modo que me resulta iluminador y emocionante: “Me duele no saber crecer / Suspiro por volver a ver guitarras, cables, púas, pedales / Que tengo miedo a envejecer, me gusta tanto esto… / Que puedan desaparecer conciertos, salas, backstage / Que tengo miedo a envejecer, me gusta tanto esto… y tú”. Suma y sigue: diría que nunca la anarquía sonó tan candorosa en las formas como en “Llorería”, una diatriba contra el estado general de las cosas envuelta en pop acaramelado, guitarras y coros agridulces: “Los partidos han venido a robar / No dan tregua, nunca paran de hablar / Tanta mierda no te deja pensar / Explota o vota será el mismo final”. Y luego llega “Así son las cosas y así se las hemos contado”, donde Esther Margarit canta a una relación tóxica, desde lo poético (“Si tú, azul, estás muerto en mis sueños”) hasta finalizar con un griterío como de manifestación diciendo “¡Fue maltrato! ¡Fue maltrato!”. El mismo recurso será utilizado, en esta ocasión con Carlos Leoz a la voz, en “Ignorar y perder”, que finaliza con el grito: “¡Una mierda pinchada en un palo!”. “¡Qué mas dará!”, el otro tema cantado por el guitarrista, es también vibrante y recuerda un poco a su época con Half Foot Outside.
Otra de las virtudes de Me And The Bees es que no tienen miedo al ridículo, como cuando, en “Me va genial”, Esther canta “¡Quiero ser feliz!” y una voz en falsete le responde “como una perdiz”. “Siempre igual”, envuelta en unas hermosísimas guitarras melancólicas que recuerdan al mejor indie pop de los ochenta y con vivencias personales lanzadas desde el corazón, marca la cima emocional de un álbum que, a partir de ahí, comienza a decaer. Desafortunadamente, la segunda mitad ya no tiene la misma fuerza, aunque, casi al final, “Ni tan mal” recupera un poco de esas estupendas guitarras y de la autoexploración personal transmitida a bocajarro.
Aunque no todas las canciones brillen al mismo nivel, el disco se disfruta y, sobre todo, destila una frescura y una pureza que se echa mucho de menos en el indie actual. Uno se congratula de la vuelta del grupo, porque es imposible, siempre lo ha sido, no querer a Me And The Bees si ha compartido una serie de valores musicales y éticos en torno a la independencia genuina que siguen, o deberían seguir, vigentes. Incluso han hecho un fanzine a la vieja usanza para la ocasión que han regalado a quien reservaba el disco en Bandcamp y llevarán de merchan en sus conciertos. ∎