Suenan cuerdas como caídas del cielo de Al Green, Molly Burch abre de par en par las páginas de sus diarios de adolescencia y, sorpresa, todos los traumas y complejos, las inseguridades físicas y emocionales de aquellos días regresan en forma de poderoso himno pop. “Me imagino ya crecida y segura de mí misma, pero realmente no creo que sea nunca esa mujer”, canta, se canta, en “Made Of Glass”, eco lejano del “Heart Of Glass” de Blondie y canción inaugural de un disco con el que la estadounidense viene a explicarnos cómo la música la ayudó a cambiar de pellejo.
Del teenage angst al puñetazo encima de la mesa en diez canciones que son pura fantasía sintetizada. Melodías esponjosas, algodón de azúcar pop, que revisan la cara más amable de los ochenta sin dejar de retorcer el mensaje, llamar a empoderamiento y buscarle las cosquillas a la pista de baile. Será que, después de todo, la autora de “Romantic Images” (2021) sí que ha acabado siendo esa mujer que nunca creyó que llegaría a ser.
En el menú de “Daydreamer”, amor y amistad, sí, pero también dismorfia corporal y síndrome premenstrual. Cachitos de The Weeknd, incrustaciones de Fleetwood Mac. Caroline Polacheck sin la líbido disparada. Angel Olsen el día que cambie el country-soul por el synthpop. Todo lo bueno que tenía “Romantic Images” pero mejor. Con Jack Tatum (Wild Nothing) a los controles, Burch busca el equilibro entre Kate Bush y Madonna y acaba llevando el himno adhesivo (casi siempre) a buen puerto. “Estoy mirando hacia atrás en mi viejo diario / Sigo diciendo las mismas cosas / Lo que me hizo pensar: ¿he cambiado siquiera?”, se pregunta en “Bed”. Y ella misma se da la respuesta con un álbum que contempla el melodrama adolescente a ojo de pájaro y lo encapsula en torch songs’candentes como “Unconditional”
Consumado ya su cambió de registro y a años luz de “Please Be Mine” (2017), Burch se entrega sin complejos a las bondades del estribillo adhesivo, el sintetizador brillante y la base trotona. Echa el freno en “Tattoo”, balada a piano dedicada a una amiga que murió con 19 años, pero el resto del disco es puro gozo y ensueño. Un festín de bajos bien cebados y atmósferas oníricas con el que parece celebrar haberse dado cuenta de que la adolescencia no es más que una enfermedad que se cura con la edad. “Nunca pensé que podría ser cantante”, le canta a su yo de 13 años en “2003”, máquina del tiempo con la que explora los brillos y temblores de los ochenta sin necesidad de moverse de sitio. ∎