Desde que lograra su primer Grammy Latino en 2017, la carrera de la chilena asentada –y nacionalizada– en México no ha dejado de crecer. Pero crecer bien. No hacia el aplauso fácil. Ni hacia las grandes audiencias pervirtiendo un estilo que, de raíz, es perverso por naturaleza, bastardo y transfronterizo. Sino hacia la consolidación de una personalidad musical libérrima que ha preferido priorizar siempre su derecho a hacer lo que le dé la gana. Con “Autopoiética”, su octavo disco de estudio, Mon Laferte asienta su posición como gran nueva diva de la canción latinoamericana habitando con solvencia territorios desconocidos para ella como el reguetón, el pop urbano, el trip hop, la lírica ligera, el avant-pop, el trap o el electro y el deep house, logrando que convivan en perfecta armonía con su uso ortodoxo de la tradición musical latina.
No voy a hablar de experimentación porque no se trata tanto de proponer vanguardias ni explorar tendencias propias como de servirse de los nuevos lenguajes musicales y de nuevas herramientas para darle una vuelta –bastante sorprendente, por otro lado– a su forma de decir de las cosas. Pero sí hay un enfoque que recuerda a Björk en la forma de enfrentar el disco y el trabajo creativo –además de en temas concretos como ese amasijo de balada art pop en spanglish que es “Mew Shiny”– y que se aprecia con claridad en los momentos más arriesgados: las cuerdas expresionistas de “Block 16”, por ejemplo, o el tango trap en que se convierte “Artículo 123”. O “Casta diva”, claro, desconcertante cierre que seudoversiona la famosa aria contenida en “Norma” –ópera de Bellini y nombre real de Laferte– con un lenguaje muy “Motomami”, intercalando lírica, Auto-Tune, sintes gordísimos, reguetón y un final noise.
Tan solo una canción se puede plantear por completo en los términos clásicos de Mon Laferte: la salsa de “Amantes suicidas”. El resto son el resultado de un proceso novedoso para ella: partir siempre de la producción en lugar de la guitarra y la voz o de las melodías. Esto se traduce en una aproximación mucho más electrónica que incluso la ve adentrarse de lleno en el electro y el deep house –“Autopoiética”– y que le permite adoptar una forma mucho más cinematográfica, encomendándose al trip hop en “Tenochtitlán” e incluso mezclándolo con el R&B para llevarse el resultado hasta una salsa en la interesante “40 Y MM”.
Y es que, además, todo este enfoque facilita el componente de fusión que recorre todo el trabajo, conceptualizado en torno a la autopoiesis –que hace referencia a la capacidad de los organismos vivos para reinventarse, para seguir generándose a partir de sí mismos, autorreproducirse y autosostenerse, y que está relacionado con la mitología del uroboros–. Por eso por momentos “Autopoiética” recuerda tanto a “El Madrileño”. Hay un interés similar en aunar canción folclórica y música electrónica, big band latina y vocoder, en “Préndele fuego”, por ejemplo –esos adlibs que parecen de C. Tangana–, o en “Levítico 20:9” y “Pornocracia”, aportando una visión urbana y electrónica al bolero. Y lo mismo sucede con la cumbia en “Te juro que volveré”, una ambientación que conecta con la divertida –y más puramente electrocumbia– “Metamorfosis”, dedicada al sobrino trans de Laferte.
Sin miedo a probar cosas nuevas y a salir de su zona de confort, recalibrando sus procesos para que encajen mejor con su nueva vida –casada desde 2022 y recientemente madre de su primer hijo– y abrazando nuevos sonidos sin renunciar a su personalidad –atención al neoperreo de “NO+SAD”, muy en conexión con el sonido de la escena underground chilena–, Mon Laferte da, quizá, su paso adelante más definitivo desde “Vol. 1” (2015). La Norma de hoy está mucho más cerca de la versión 2.0. ∎