Tantos meses sin contacto físico con los demás: eso es lo que todos añoramos durante el confinamiento (o los confinamientos, según donde uno/a estuviera), y es también el leit motiv al que se ha plegado la irlandesa residente en Berlín en su séptimo álbum, palpable desde su misma portada, que recuerda sobremanera a la del “Limbs” (2022) de Keeley Forsyth, aunque desde un prisma distinto: si allí la reivindicación de la extremidad se encauzaba en lo sonoro hacia lo abisal, aquí es una celebración de la extroversión y la aceptación de sí misma, sin traumas y merced a un synthpop contagioso que se aleja conscientemente del folk astillado de anteriores trabajos. “Nueve canciones y media para nueve dedos y medio”, lo define ella misma: tal y como se aprecia en la cubierta, el meñique de su mano izquierda quedó seccionado para siempre a consecuencia de un accidente con la segadora de su padre cuando solo tenía 18 meses (los otros cuatro dedos cortados pudieron ser reconstruidos, y para entonces ya tenía una guitarra acústica: el accidente podría ser toda una metáfora del carácter desafiantemente híbrido de este disco), y su mano representa la necesaria conexión con el prójimo. El anhelo por la comunicación más básica. Y por el baile como expresión de libertad.
Curiosamente, todo lo que tiene de explosivo en sus soluciones rítmicas lo tiene también de repliegue en una temática interior: se vende como el disco en el que las consideraciones sociopolíticas de un mundo que no deja de provocarlas quedan a un lado para exponer lo más íntimo de su identidad, pero tampoco eso es del todo cierto, porque lo personal tampoco deja de ser político para Wallis Bird: la robótica (casi germánica, si se me permite) “Aquarius” introduce de soslayo la necesidad de controlar nuestras propias vidas a raíz de los problemas con los que la eutanasia y el aborto se topan en su muy católica Irlanda, y “The Power Of A Word”, que es lo más parecido a una balada (junto a “I’ll Never Hide My Love Away”), nace de una reflexión sobre la importancia de no caer en esa perversión del vocabulario que aupó a Trump al poder; aunque si no lo hubiera explicado ella misma a la prensa (se niega siquiera a nombrarlo, y hace muy bien), ni nos hubiéramos enterado.
Por lo demás, exceptuando un tramo final que deriva en un placentero y previsible valle acústico que solo se corta con el funk galáctico de “Pretty Lies” (ese final a lo Thundercat), estamos ante una colección de canciones de notable pop aeróbico que apela directamente al baile y que mira por el retrovisor a los años 80 y primeros 90 sin caer en la complacencia del revival. Con el equilibrio justo entre accesibilidad y complejidad. En “Go” parece una St. Vincent apta para radiofórmulas, en “What’s Wrong With Changing?” rinde un guiño tribal a las dinámicas y casi marciales producciones de Janet Jackson para discos como “Control” (1986) o “Rhythm Nation 1814” (1989) –de hecho, este corte es el germen del disco–, en “I Lose Myself Completely” se carga de razones para competir con Christine And The Queens y en “F.K.K (No Pants Dance)” reconoce (tal y como confiesa en la entrevista publicada en Rockdelux) haberse inspirado en aquel house tan de fase intermedia, tras su fascinante eclosión y antes de su vulgarización en manos de mercaderes sin escrúpulos, que tan bien explotó Björk en “There’s More To Life Than This” (1993). Un disco algo irregular, tan desigual como la imagen que lo avala, presto a probaturas de artista que necesita crecer, pero quizá también precisamente por eso, profundamente liberador. ∎