“Palabras que son cansancio / pero yo te prometo inventar / un lenguaje nuevo para ti”. Disculpen el sacrilegio, quien así lo considere, pero estas líneas de El Último de la Fila en “Las palabras son cansancio” (1986) me parecen la introducción ideal para Cocteau Twins. A lo largo de toda su trayectoria, el trío escocés se convirtió, al mismo tiempo, en una fuente de inspiración para el ingenio de los periodistas musicales y en una pesadilla para el gremio. Eran muy difíciles de entrevistar, básicamente porque no ofrecían grandes explicaciones sobre lo que hacían. A la vez, alumbraron metáforas superlativas que serían copiadas hasta la saciedad. Tres de ellas prevalecieron: “Sin duda, esta banda es la voz de Dios” (Steve Sutherland en su crítica de “Treasure” en ‘Melody Maker’), “construyen catedrales sonoras” (Steve Wright en BBC Radio 1, aunque aparentemente lo hizo de modo paródico) y “esta música es como de otro mundo” (aquí no sé quién fue el primero que lo dijo).
Lo cierto es que Elizabeth Fraser, Robin Guthrie y Simon Raymonde sí crearon un lenguaje nuevo. No solamente por la forma de componer y cantar de Fraser, muy cercana a la glosolalia. También por el trabajo experimental de Guthrie, un fan de Phil Spector que quiso construir su propio muro de sonido incorporando a la guitarra las influencias de bandas post-punk como The Birthday Party o The Pop Group y aprovechando sus conocimientos de electrónica para explorar las posibilidades de la caja de ritmos y los pedales de efectos. El hecho de no ser un virtuoso con los instrumentos lo llevó a buscar nuevas vías de expresión. Del mismo modo, el particular uso que Liz Fraser hacía de las palabras y los sonidos se acercaba más a la idea de que la voz era un instrumento más en todo ese magma, dejando claro que cualquier intento de interpretación de sus letras era irrelevante.
Y así, partiendo de los ideales de deconstrucción de las formas clásicas del rock que había comenzado con el punk, Cocteau Twins sentaron las bases o, por qué no decirlo, inventaron el dream pop y el shoegazing. Su influencia ha sido descomunal no solo en todos los grupos de esos estilos. Han sido reivindicados por artistas tan inesperados como Prince –que los quiso fichar para su sello, Paisley Park–, Madonna, Radiohead, The Weeknd, Arca, Deftones, Napalm Death, Kelly Lee Owens e incluso Soleá Morente (adivinen de dónde viene el título de su álbum “Ole Lorelei”, de 2018), por no hablar de que es uno de los grupos favoritos de David Lynch. De hecho, es fascinante pensar que “In Heaven”, el tema que el cineasta compuso con Peter Ivers para “Cabeza borradora” (1977), ya se estaba anticipando a Cocteau Twins en un universo paralelo.
¿Dónde estaban Robin Guthrie y Liz Fraser en 1977? No precisamente en el paraíso, sino matando el tiempo como podían en Grangemouth, una localidad industrial escocesa de 16.000 habitantes a la que el guitarrista definió una vez muy finamente como “un váter”. Guthrie y su amigo Will Heggie no vivieron su epifanía, como tantos otros, en un concierto de Sex Pistols o The Clash (dudo que llegaran a tocar allí). Esta les vino en diciembre de 1978 viendo a un grupo de Glasgow por entonces emergente llamado Simple Minds. De hecho, en un disco pirata grabado en aquel bolo en Grangemouth figura la única interpretación en vivo que ha sido registrada de una canción titulada “Cocteau Twins”. Posteriormente, este tema se renombró como “No Cure” (no haremos bromas), pero los dos amigos ya tenían nombre para su nuevo grupo.
Tres años después, en 1981, Guthrie estaba pinchando en una discoteca llamada The Hotel Internacional y se prendó de una punki adolescente que bailaba las oscuras canciones que él ponía. Elizabeth Fraser era hija de un empleado de una fábrica metalúrgica y una trabajadora de la industria textil. El punk se convirtió en su vía de escape en sentido literal: sus padres la echaron de casa a los 16 años porque no toleraban las pintas que llevaba. Ella decía que era “la punki más dulce que te puedas imaginar”, y me lo creo sin ninguna duda. Robin y Liz congeniaron, se hicieron amigos y, después, novios. Aunque fue antes de eso cuando los dos fundadores de Cocteau Twins le propusieron convertirse en la vocalista del grupo… ¡sin haberla oído cantar! Si esto que cuentan las biografías fue exactamente así, podemos auparlo al top 1 de momentos más clarividentes de la historia del pop.
Dos EPs más, “Lullabies” (1982) y “Peppermint Pig” (1983), completan la etapa con Heggie, quien decidió marcharse de modo amistoso para incorporarse a su grupo amigo Lowlife. La pareja decidió seguir sin nadie más, básicamente porque, como declaró el guitarrista, la conexión entre ellos dos era tan intensa e insular que les resultaba difícil meter a otras personas en el estudio. Les fue muy bien así con “Head Over Heels” (1983). Y diría que mejor todavía cuando Ivo Watts-Russell les propuso colaborar en This Mortal Coil, un proyecto colectivo en el que diferentes músicos del entorno de 4AD interpretarían básicamente versiones. Fraser y Guthrie se apropiaron de “Song To The Siren”, de Tim Buckley, y lo que pasó ahí da para un artículo aparte. En lo que nos centraremos es que, en esas sesiones, entablaron amistad con Simon Raymonde, otro de los músicos que intervinieron en el proyecto, y que era hijo del mítico Ivor Raymonde, productor, compositor y arreglista para gente como The Walker Brothers y Dusty Springfield. Fue tan fuerte la conexión que Simon se convirtió, de modo definitivo, en el tercer Cocteau Twin. El nuevo bajista se incorporó en el EP “The Spangle Maker” (1984) y, con “Treasure” (1984), comenzaron a construir el sonido definitorio del grupo, que apuntalaron con sus tres EPs de 1985: “Aikea-Guinea”, “Echoes In The Shallow Bay” y “Tiny Dinamine”.
Una historia muy curiosa es que Watts-Russell intentó que Brian Eno y Daniel Lanois (quienes ya estaban trabajando entonces con U2) produjesen “Treasure”, hasta que se dio cuenta de que los Cocteau no necesitaban a nadie externo. La única excepción se produjo cuando Harold Budd, otro músico cercano a Eno, grabó con ellos el álbum conjunto “The Moon And The Melodies” (1986), recientemente reivindicado por la reedición que acaba de salir al mercado. “Victorialand” (1986) apareció como otra nota distintiva en su discografía al no contar con el concurso de Raymonde, aunque este sí estuvo presente en el EP “Love’s Easy Tears” (1986). El creciente interés por la banda en Estados Unidos posibilitó que 4AD firmase un contrato de distribución con Capitol. Esto no solo llevó a que su popularidad creciese: lo más importante es que también coincidió con el mejor momento creativo del grupo, que llegaba con “Blue Bell Knoll” (1988) y la que fue su cima artística y comercial, “Heaven Or Las Vegas” (1990).
La aparición estelar de Liz Fraser en tres temas de “Mezzanine” (1998), de Massive Attack, entre ellos el exitoso single “Teardrop”, hacía lógico pensar en una prometedora carrera en solitario que, de momento, no ha sucedido. Solo se produjo una sorpresa cuando, en agosto de 2012, ofreció un concierto invitada por ANOHNI en el Meltdown Festival de Londres. Allí interpretó temas de Cocteau Twins y This Mortal Coil y varios inéditos compuestos por ella para un álbum que, por su indecisión o perfeccionismo, nunca ve la luz. Sí emprendió junto a su pareja actual, Damon Reece (Massive Attack, Spiritualized), el proyecto Sun’s Signature, con un perfil más bajo del esperado. También era previsible que se rifaran su voz como colaboradora de lujo, y así ha sido, aunque ella se ha prodigado muy poco: tan solo un tema para la banda sonora de “El señor de los anillos. La comunidad del anillo” (Peter Jackson, 2001), otro para el álbum “OVO” (2000) de Peter Gabriel a dúo con Paul Buchanan, de The Blue Nile –algo maravilloso sobre el papel pero decepcionante en su resultado final–, y un par de canciones en “Les retrouvailles” (2005), de Yann Tiersen. Una curiosidad es que dio calabazas a Linkin Park cuando la requirieron para un dueto a pesar de que los reyes del nu metal hicieron una oferta millonaria.
Tras la mala experiencia con Fontana, Robin Guthrie y Simon Raymonde crearon el sello independiente Bella Union, en principio con la intención de editar sus propios trabajos. Al final, con Raymonde solo al frente, se ha convertido en una de las indies más importantes del siglo XXI, con un catálogo de aúpa. El bajista grabó un álbum en solitario y sus últimos trabajos han sido con la banda Lost Horizons. Ha publicado un libro autobiográfico, “In One Ear. Cocteau Twins, Ivor And Me” (Nine Eight Books, 2024), de momento sin traducción al español.
Más prominente ha sido la discografía de Guthrie, con siete álbumes y dos EPs en solitario, además de formar grupos como Violet Indiana y grabar discos en colaboración con Harold Budd, John Foxx y Mark Gardener. No debemos olvidar tampoco su faceta como productor de lujo cuando los Cocteau todavía estaban en activo: trabajó para Felt, The Gun Club y Lush.
Y, volviendo a las ofertas millonarias, en enero de 2005 Cocteau Twins anunciaron por sorpresa que se iban a reunir para tocar en el festival Coachella y que después de eso habría una gira de 55 fechas. Pero en marzo la reunión fue cancelada después de que Fraser se echase atrás para decepción de sus compañeros. Ella declararía años después que, tras pensárselo mucho, le resultaba traumático volver a estar en un escenario con Guthrie, con quien no había resuelto sus problemas, y que el dinero no era lo más importante. Su cielo se impuso a Las Vegas, y el mayor consuelo para los fans ha sido verla en la última gira de Massive Attack cantando “Song To The Siren”. ∎
4AD les pidió un tema inédito para un recopilatorio del sello y ellos entregaron este caramelo dream pop que se puede considerar epítome del estilo de su época imperial: las guitarras como diamantes, la melodía emocionada, la voz de Liz Fraser doblándose en dos y un final que anticipa un sueño futuro llamado Beach House.
Se apoya sobre todo en la presencia del bajo sinuoso de Will Heggie, cuyo sonido es sobrevolado por las guitarras afiladas de Guthrie, una caja de ritmos aún precaria y la voz –asustada o amenazadora– de Fraser, aún deudora de la de Siouxsie, y que canta algo sobre el diablo. Todavía no se habían salido del libro de estilo del post-punk, pero hay algo muy extrañamente adictivo en este tema.
Las virguerías vocales de Fraser, llevando los agudos al límite, podrían resultar tremendamente irritantes en cualquier otro caso. Sin embargo, el modo en que ella se pone en plan soprano desarma por su belleza genuina. Esta es amplificada por un envoltorio en el que Guthrie encadena unas hermosísimas melodías de guitarra sobre ritmos muy sutilmente influidos por el hip hop.
Hay otros dos temas de este estupendo EP que podrían figurar aquí, pero “Those Eyes, That Mouth” posee una atmósfera inquietante que la hace diferente. Fraser suena entre vulnerable, agresiva y a la defensiva, hasta que la maravillosa melodía vocal final parece elevarla y liberarla. No sabemos de qué nos está hablando, pero invita a relacionarlo con nuestras propias vivencias.
Puede que el videoclip –rodado en una capilla y el primero en que aparece Raymonde– tenga la culpa de muchas de las comparaciones divinas que empezaron a aflorar por entonces. Aquí todo el poder radica en una melodía vocal que te va llevando por senderos cada vez más frondosos hasta recrearse en sus épicos pasajes finales. Un hit alternativo que aún es captado para bandas sonoras: suena en la tercera temporada de “The Bear”.
Se cuenta que, en la dicotomía del título, Liz Fraser quería expresar el conflicto que en aquel entonces tenía la banda entre preservar la máxima pureza artística y los cantos de sirena de una gran industria que veía en ellos cierto potencial comercial. Las vidrieras contra el neón, la verdad contra el artificio, el alma contra el dinero… Un tema clásico en la historia del pop que la banda plasmó musicalmente con un sonido todavía más sofisticado y, sin embargo, tan accesible y subyugante.
En la transición entre la marcha de Heggie y la llegada de Raymonde, Guthrie y Fraser se quedaron solos y encontraron un lugar en penumbra entre sus comienzos más siniestros y un dream pop que empiezan a vislumbrar con esta primera cumbre del género. Liz canta con toda autoridad, como una verdadera fuerza de la naturaleza, sobre algo tan naíf como el hipo azucarado de una persona que, con ello, hace al mundo temblar.
Los Cocteau habían entrado en su edad dorada con el álbum “Treasure” (1984) y continuaron con un EP cuyo título sonaba entre exótico y enigmático. Aikea-Guinea, al parecer, es un vocablo escocés que hace referencia a una concha marina blanqueada y alisada por la arena. La canción suena evocadora y trascendente, sobre una caja de ritmos bastante prominente que es como el esqueleto de un cetáceo del que va a brotar a chorro otro estribillo vocal majestuoso, cuasi orgásmico, que se eleva como uno de los momentos más gloriosos de Liz Fraser.
Es fácil intuir la relación entre la reciente maternidad y el estado de plenitud vital en que se encontraba entonces Liz Fraser y el espíritu de esta canción. Marca también la plenitud del estilo de Cocteau Twins y, al mismo tiempo, su voluntad (o, al menos, la firme posibilidad potencial) de llegar al máximo público posible. Sin estar nunca cerca de resultar cursi o algo parecido, es un tema que desprende optimismo, júbilo, amor, agradecimiento y vitalismo, como recibiendo con un abrazo sonoro un mundo mejor.
Según la leyenda germánica, Lorelei era una sirena que, con su canto, seducía a los navegantes hasta hacerlos naufragar. Nunca sabremos si el tema estelar de “Treasure” tenía algún tipo de relación con ese relato, aunque las interpretaciones pueden ir desde lo más etéreo, mitológico o cósmico a lo más terrenal: muchos la han tomado como su banda sonora ideal para acompañar encuentros sexuales. El caso es que, desde esa introducción instrumental que suena como un árbol de Navidad, se advierte que estamos ante algo monumental y, aunque la voz de Liz Fraser solo entonase onomatopeyas (yo siempre lo he imaginado así), el resultado sería igualmente sublime. Si de verdad ellos construyeron catedrales sonoras, esta sería su Notre-Dame. ∎

El disco favorito entre la facción más duramente gótica de los fans de Cocteau Twins es también el único en que intervino el bajista Will Heggie. Hay quien lo desestimó por su parecido con Siouxsie And The Banshees, pero vislumbra ya logros futuros, tanto por el uso de los pedales de efectos en las guitarras de Robin Guthrie como, sobre todo, por su experimentación lo-fi con la caja de ritmos de un modo en el que se anticipó a lo que estaban haciendo los productores de hip hop. “No se les ha dado suficiente crédito por este álbum. Es básicamente ‘beats’ electrónicos con ruido por encima”, declaró Mark Clifford, de Seefeel.

Tras el también excelente “Head Over Heels” (1983), elaborado completamente por Fraser y Guthrie, este es el primer álbum con Simon Raymonde como tercer componente y el que comienza a construir su verdadero culto. Paradójicamente, sus componentes lo odiaron –para Raymonde es el peor de su discografía, de lejos– por su ligazón hacia cierto rollo prerrafaelita y pretencioso. Sin duda, los títulos de las canciones, con nombres de pila tomados de la mitología, contribuyeron a apuntalar esa idea. Es, sin embargo, un trabajo que, con un diluido sustrato folk, bastante prístino, posee muchos logros sonoros y un personal sentido del romanticismo. Se dice que Robert Smith (The Cure) se lo puso el día de su boda.

El disco de su desembarco comercial en Estados Unidos, después de que 4AD firmase un acuerdo de distribución con Capitol y el single “Carolyn’s Fingers” sonase prominentemente en las radios no solo alternativas. También el que los muestra más confiados en sí mismos tras flirtear con otras vías sonoras en “Victorialand” y “The Moon And The Melodies”, ambos de 1986. Sus tres componentes se encontraban en un excelente momento personal, y el proceso fue muy fácil y armonioso. Liz Fraser se sale explorando nuevos rangos de voz y la banda consigue que las canciones se reconforten en una belleza serena. Fue una lástima para sus seguidores que no salieran de gira con él.

Esta es la obra cumbre de Cocteau Twins, la culminación de su estilo. Incorporan la influencia de los ritmos de baile en boga de aquel momento en que confluían el sonido Madchester y la explosión del shoegazing, pero la diluyen en un sofisticada estética como de celofán y neón. La tensión que implica el título del álbum también se produjo en otros planos en la vida de sus miembros: Simon Raymonde sufrió el fallecimiento de su padre (lo que inspiró el tema de cierre, “Frou-Frou Foxes In Midsummer Fires”), mientras que Liz Fraser y Robin Guthrie celebraban el nacimiento de su hija (acontecimiento que ilumina temas como “Iceblink Luck” y “Pitch The Baby”). Lo publicaron el día del primer cumpleaños de la pequeña Lucy Belle Guthrie, y es imposible superar ese regalo.

El mejor de los dos álbumes que el trío grabó para Fontana fue también el más traumático. Liz Fraser y Robin Guthrie registraron sus partes por separado. Ella, además, dejó de escribir en clave y optó por textos de narrativa completamente nítida. “Nombrar las cosas es empoderante”, canta en “Bluebard” años antes de que el término se pusiera de moda, donde se plantea si puede confiar en su ex como un amigo o si es una persona tóxica. En “Know Who You Are At Every Age” también airea a pecho descubierto su estado anímico de aquel momento, mientras que “Evangeline” brilla como su última balada definitiva. ∎