“Yo soy ‘free’, tío”. Así se autoproclama James Brandon Lewis, aunque se apresura a añadir: “No me refiero al free jazz, sino al acto de crear libremente sin tener en consideración lo que piensen los otros”. Para él las categorías y los géneros son irrelevantes, lo que importa es la voluntad de romper con las propias cadenas. Según su filosofía, el jazz es como un “lienzo en blanco”. “Me gusta todo, desde lo más externo del exterior hasta lo más interno del interior”, afirma. Dado que “hay demasiadas historias sónicas de entre las que poder escoger”, le resulta imposible limitarse “a un único compartimento”.
Desde luego, cualquiera que consulte someramente su larga discografía, de casi una veintena de discos, comprobará que ha recorrido territorios diversos: del hard bop a la experimentación, del funk al rock. “Apple Cores” (Anti-[PIAS] Ibero América, 2025), su reciente álbum junto al contrabajista Josh Werner y el batería Chad Taylor, ambos viejos compañeros de fechorías, también deja patente esa versatilidad y además “también demuestra el poder de la composición espontánea”. El único tema del repertorio que el trío había interpretado anteriormente es “Broken Shadows”, de Ornette Coleman, y el resto “fue totalmente creado de improviso sobre el terreno”. Explica que “saxo, batería y contrabajo constituyen los cimientos de la sesión” y, aunque hay algunos añadidos de posproducción, “cuando escuchas la música, las melodías que suenan están siendo generadas en el momento”.
Según nos cuenta, él, Josh y Chad tienen“influencias muy parecidas pero también muy distintas, y lo que se escucha en el álbum es el encuentro de estas influencias”. Lleva ya años tocando con ellos en configuraciones distintas, y “del mismo modo que te vas percatando de las tendencias de alguien a medida que los vas conociendo”, ellos han logrado una compenetración que les permite “improvisar sin freno”. Lo que no se traduce en un todo vale: “A menudo me veo obligado a corregir la idea de que esta actitud significa tocar de forma insustancial”. Pone como ejemplo un vídeo que le fascina, la aparición de Black Thought, de The Roots, en el programa de Funkmaster Flex: “El tío se tira casi 30 minutos haciendo ‘freestyle’ y claramente no se lo ha preparado, pero nadie podría cuestionar sus habilidades”. Al contrario: “Es evidente que su relación con el lenguaje es profunda, probablemente haya estudiado el diccionario miles de veces”. Lo que hace con su trío, sostiene, es parecido: “Son ejercicios exploratorios, pero contienen todos los componentes esenciales de la música, melodía, armonía, ritmo...”.
Ahora que llevas bastantes años dedicándote a esto de ser músico de jazz profesional, ¿cómo valoras el tiempo que invertiste en estudiarlo académicamente en la universidad?
El hecho de recibir una educación formal en jazz tiene sus pros y sus contras. Lo resumiré de la siguiente forma. Cuando me gradué, tuve que iniciar un proceso de desaprendizaje para poder regresar a mi esencia original antes de poder ponerme a grabar nada. Yo empecé a tocar a los 10 años en una magnet school (escuela pública estadounidense con planes de estudios especializados) y, cuando era un chavalín, me parecía un mundo refrescante. Hasta que llegué a la universidad y ahí se impusieron las reglas: lo que debes hacer, lo que no, lo que está bien, lo que está mal, qué épocas son válidas y cuáles no... Creo que fueron obstáculos a la hora de hallar mi camino. Si yo estuviera al cargo de los estudios de algún centro, lo plantearía así: después de una breve introducción a lo esencial, lo equivalente a aprender la gama básica de colores entre los artistas visuales, cada chaval iría por su cuenta. Tendrían la libertad de escoger si quieren mantenerse dentro de las formas existentes o salirse de ellas, inventar sus propias formas. Eso es lo que he intentado hacer con mi música a través de los años: tener las suficientes agallas como para pasar de los criticones. No fue un proceso fácil. Internalicé tanto los dogmas de lo correcto y lo incorrecto que no podía evitar regularme para hacer las cosas correctamente en vez de, simplemente, ser humano. Si escuchas mis discos, te percatarás de que no todas las notas son las correctas, pero las he dejado porque representan mi humanidad.
Entonces, ¿podríamos decir que con los años has logrado despojarte de esta fijación por lo ideal?
No persigo la perfección, persigo la música. Son cosas muy distintas. La musicalidad es el nivel más elevado de la naturaleza folk, de lo orgánico, de lo que es terrenal. Eso es lo que intento hallar. Cuando digo “terrenal” me refiero a cómo la naturaleza nos presenta simplicidad y complejidad en el mismo pack, nos brinda cosas que parecen fáciles de entender pero que, observadas con más detenimiento, te destruyen el cerebro. Mi música refleja mi intento de establecer un diálogo entre el pasado y el presente, y hacerlo de forma valiente, independientemente de si gusta o no. Está bien que digan cosas buenas de ti, pero también que digan cosas malas. Me valen todas las respuestas porque no hay nada escrito, y así es el arte de verdad, hay cabida para todas las respuestas. Creo que por esto nos gustan Eric Dolphy, Ornette Coleman, Sonny Rollins... porque tienen su objetividad y su subjetividad. Si a todo el mundo le gustara todo no podríamos considerarlo arte, al menos no según mi criterio. Por eso una obra como “Interstellar Space” es arte: hoy día entendemos que Coltrane nos quería llevar de viaje y nos parece extraordinario, pero en su momento muchos debieron pensar que estaba destruyendo la música.
El álbum es, en parte, un homenaje a Don Cherry. ¿Es algo que tenías claro de entrada con tus compañeros de trío?
Nunca nos sentamos a conceptualizar el álbum, pero sí había hablado sobre Don Cherry con Josh y Chad en repetidas ocasiones. Todos conocíamos la colorida diversidad de su discografía, y ahora, en dos sesiones, quisimos llegar a sitios parecidos. El caso es que un álbum de homenaje no tiene por qué ser un disco donde versionamos directamente al homenajeado. Se puede capturar la esencia de esa persona a través de composiciones nuevas, y creo que temas como “Prince Eugene” o “Five Spots To Caravan” fácilmente nos transportan de inmediato a “Brown Rice”, “Where Is Brooklyn?” o “Home Boy”, ese álbum donde Cherry rapea. Siempre me ha fascinado su curiosidad sin fronteras, su valentía, su voluntad para explorar. Podría haberse quedado tocando con Ornette el resto de su vida, pero decidió apostar, desmarcarse, impregnándose de músicas de otras partes del mundo, buscando músicos que se salían de lo conocido, etc.
Otro gigante que influenció este disco es el poeta, escritor y crítico musical Amiri Baraka. ¿Qué te interesa de su figura?
Su libro “Blues People” (1963) –ediciones en España: “Blues People. Música negra en la América blanca” (Lumen, 1969; Nortesur, 2011)– era lectura obligatoria en la clase de historia de jazz que cursé en la Howard University, donde el mismo Baraka estudió, por cierto. Antes de su muerte tuve alguna interacción con él, recuerdo ser su telonero en la Iglesia de St. Marks en 2013, y conocí a muchas personas que eran amigos suyos, como Hamid Drake o Charlie Haden, a cuya clase asistí tres semestres por puro placer. Durante las sesiones de este disco estaba leyendo su recopilatorio “Black Music” (1968) –“Black Music. Free Jazz y conciencia negra 1959-1967” (Caja Negra, 2014; aunque la primera edición en español, titulada “Música negra”, fue publicada por Júcar en 1977)–, que contiene sus primeras columnas para la revista ‘Downbeat’, tituladas “Apple Cores”. Me inspiró particularmente cómo escribe sobre las vanguardias jazzísticas, de forma muy respetuosa. Además, reflexionaba sobre la música retrospectivamente y permitía que su pensamiento evolucionase. A lo largo de sus escritos ves cómo va progresando su apreciación por la cruda creatividad negra. Es que, joder, estamos en 2025 y todavía hay gente a quien le confunde lo que “quería decir” Ornette Coleman. En realidad es simple, y no lo digo de una forma que degrade su legado. Lo que hace falta es adoptar una mentalidad interdisciplinaria para entenderlo: según Baraka, lo que hacía Ornette era acercarse a la melodía como si fuera un epígrafe. El poema que sigue puede reflejar ese epígrafe inicial, salirse de él o dejar que la intuición te lleve hacia otros derroteros. Eso es lo que escuchas en la música. Lo que pasa es que si provienes de una formación académica acabas tan enajenado de tus emociones que solo te obsesionas en construir una estructura sólida. Y eso puede ser un problema. Creo que Amiri pensaba de forma parecida. Toda mi obra se resume en un gesto de comprender y apreciar la continuidad musical en la historia. Mi forma de pensar no radica en una separación en cajones, sino que es retrospectiva. No tiene sentido pensar “me gusta la versión de Coltrane antes de 1960”. Es necesario tener en consideración toda la obra para comprender la profundidad de un artista. Si alguien dice eso de Coltrane, pues le deseo buena suerte. Es algo que me gusta del arte visual, que asistes a una exposición retrospectiva y puedes ver toda la progresión del artista. Lo mismo deberíamos hacer con los músicos. Estudiar su progresión, en su contexto. Así, cuando llegas a “A Love Supreme” o “Crescent” empiezas a entender por qué Coltrane llegó ahí. O comprendes, escuchando “Coltrane Plays The Blues”, cómo ese tío se convirtió en un maestro de las técnicas multifónicas, es decir, los acordes en el saxo.
Antes has descartado el término free jazz. ¿Dirías que a veces se malinterpreta tu obra? ¿Qué relación mantienes con las tradiciones del jazz?
Que te reduzcan a jazz de vanguardia o free jazz o lo que sea siempre me resulta absurdo. Mi progresión, cómo he llegado aquí, no tiene nada que ver con eso. Esa narrativa marginaliza el debate y demuestran la pereza de los críticos, que solo quieren etiquetar. Yo llegué a la industria musical tarde, a los 27 años, después de estudiar y pasarme un tiempo perdido en Colorado intentando descubrir quién era, tocando en jam sessions, en la iglesia... Pero esa parte de mi camino no ha quedado registrada. Solo la conozco yo. Y los críticos solo se fijan en lo que has publicado. ¿Qué tengo que hacer, demostrarle a la gente que puedo tocar estándares como “Satin Doll”? No sé, quizá cuando cumpla los 50 haré mi primer álbum de jazz clásico, sea lo que sea que signifique eso. Yo sigo estudiando la tradición cada día. Por ejemplo, hace poco estaba muy metido en la obra de Phineas Newborn Jr., un extraordinario y muy desconocido pianista de hard bop. O en el disco de debut del saxofonista David “Fathead” Newman, auspiciado por Ray Charles. Nunca hay que parar de investigar; es hondo el pozo de la historia. Mis saxofonistas favoritos son Teddy Edwards, Dewey Redman, Wardell Gray, y no podrían ser más distintos unos de otros. Por supuesto que me gustan Albert Ayler y Sonny Rollins, pero hay mucho más. Como Bill Barron, el hermano de Kenny, que tiene un olvidado pero excepcional disco, “Motivation”. Y tanto me pueden gustar los discos más aventureros de Andrew Hill como su debut más clasicote, “So In Love”. Y creo que esta multiplicidad de influencias se refleja también en mis grabaciones con gente de estilos muy diversos como Dave Douglas, William Parker, Andrew Cyrille o Marc Ribot, con los que he tenido la suerte de tocar, por no hablar de mis aperturas fuera del jazz, colaborando con Thurston Moore o Lydia Lunch. Y por supuesto mi relación con los Messthetics. Ahí Anthony Piroggi y yo claramente estamos siguiendo una forma, seguimos una serie de cambios de acordes que planificamos de antemano. No hay nada improvisado ahí, nada que sea free jazz.
Has mencionado tu asociación con los Messthetics, con quien regresarás el 11 de julio para actuar en el Festival Cruïlla de Barcelona. ¿Qué dirías que has aprendido de ellos?
Bueno, llevamos un rato hablando de grandes del jazz y desde luego venero a Brendan Canty y Joe Lally de la misma forma. Dentro del punk, ellos son Elvin Jones y Jimmy Garrison, aunque a muchos les pueda extrañar la comparación. Anthony Pirog, guitarrista de los Messthetics, y yo llevamos diez años siendo amigos y colaborando; así empezó todo. Es cierto que no crecí con el punk como esfera de influencia, pero esto no significa que mi curiosidad no me llevara ahí tarde o temprano. Algo que puedo decir después de tocar muchísimos bolos con ellos: no sé si la palabra es aprender, pero sí me han recordado el porqué de la música, su propósito. Me encanta la energía, los decibelios, las dinámicas, la abrasión, sudores que también persigo con mi trío. Brendan tuvo la suerte de ver en concierto a baterías como Elvin Jones o Tony Williams en Washington. Aunque estaba metido en todo el tema del punk, seguía explorando y buscando respuestas en otros sitios. Es increíble poder hablar con él de estas cosas, a la vez que de punk. Pero más allá de los estilos musicales, la historia de ellos dos es fascinante: un grupo de jóvenes veinteañeros que tuvieron la madurez de declarar:“Hey, este es nuestro rollo”. ¡Es la misma mentalidad que tenían los antiguos beboppers!: “Esto es lo nuestro, nuestra forma de ver la música, o lo tomas o lo dejas”. Gente como Benny Goodman o Louis Armstrong despotricaban de ellos, igual que muchos criticaron a los punk rockers. Da igual el género que sea, lo importante es tener las agallas de hacer lo que realmente quieres. Me ha encantado girar con ellos, y en el disco queda patente que nadie intenta ser algo que no es. Brendan y Joe no pretenden convertirse en cracks del jazz de un día para otro, pero sí es evidente que respetan las vibraciones de la música, y de ahí sale una síntesis bella. Y siempre es un placer interactuar con los antiguos fans de Fugazi. Son muy leales, algo muy valioso hoy día. ∎