El cabaret animal de Lou Reed. Foto: Dalrymple
El cabaret animal de Lou Reed. Foto: Dalrymple

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Lou Reed: gigante

El 27 de octubre se fue uno de los grandes mitos del rock’n’roll, un artista complejo, poliédrico y contradictorio, con una trayectoria monumental que abarca un arco temporal de medio siglo y sin cuya decisiva influencia no se entiende la evolución de un género que se hizo adulto al ritmo de sus canciones. Nueva York nunca será la misma sin el trovador urbano que supo captar como nadie su grandeza y miseria.

El rock es un arte joven. Apenas sesenta años. Asociado al tópico de vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver, comienza a enfrentarse al hecho de que sus mitos pueden envejecer. Y morir. En el jazz o el blues resulta común ver a un septuagenario sobre el escenario, y también en el rock’n’roll muchos pioneros y figuras icónicas siguen vivos para contarlo. En tal contexto, la desaparición de Lou Reed niega su inmortalidad, a la vez que la certifica en el plano artístico.

La cultura rock surgió a mediados de los cincuenta, en respuesta al reclamo de nuevas formas de ocio por parte de los teenagers estadounidenses que disponían de recursos económicos (producto del florecimiento del país tras la Segunda Guerra Mundial), pero no se identificaban con la oferta de entretenimiento de la generación anterior. Y la necesidad de sublimar sus aspiraciones encajaba con un discurso músical impregnado de ingenua rebeldía.

Sin embargo, la fase de inocencia infantil del rock comenzó a difuminarse a mediados de los sesenta. Dylan anunciaba que los tiempos estaban cambiando, el incipiente movimiento psicodélico buscaba nuevas vías de expresión eléctricas y una banda de Nueva York descubría el reverso oscuro de los sueños adolescentes, anclando su música en el asfalto de las calles y en una realidad urbana que chocaba con la utopía hippy y concedía el protagonismo a marginados, adictos a las drogas o al sadomasoquismo. Se llamaban The Velvet Underground.

El grupo era el primer intento musical serio de Lewis Allan Reed (Brooklyn, 2 de marzo de 1942). De formación autodidacta, su interés por la música se remonta a sus años escolares, en balbucientes formaciones de rock’n’roll, rhythm’n’blues o doo-wop como The Jades, con quienes grabaría su primer single (“Leave Her For Me”, en 1958).

En una actuación de The Velvet Underground, en Nueva York, 1966. Foto: Adam itchie / Redferns (Getty Images)
En una actuación de The Velvet Underground, en Nueva York, 1966. Foto: Adam itchie / Redferns (Getty Images)
Estudia en la Universidad de Syracuse, donde conoce a Sterling Morrison (Long Island, 1942-Poughkeepsie, 1995), con quien comparte inquietudes musicales, pero pierden el contacto cuando Reed se traslada a Nueva York en 1964 para trabajar como compositor a sueldo del sello Pickwick City. Una de sus canciones, “The Ostrich”, se convierte en un hit potencial para la discográfica, que forma una banda para promocionarla. Los elegidos para acompañar a Reed son Tony Conrad y John Cale (Crynant, Gales, 1942), músicos de disciplina clásica, si bien en la órbita experimental de John Cage y La Monte Young. El batería Walter de Maria (luego sustituido por Angus MacLise) cierra la formación de The Primitives, que no cumplen las expectativas del sello y pasan a mejor vida, pero Reed y Cale deciden poner en marcha un nuevo proyecto. La reaparición de Morrison propicia el nacimiento de The Warlocks, que luego serán The Falling Spikes y adoptarán su nombre definitivo al descubrir la novela sadomasoquista “The Velvet Underground” (1963), de Michael Leigh. Maureen “Moe” Tucker (Levittown, Nueva York, 1944) llega de la mano de Morrison cuando se marcha MacLise y completa un cuarteto marcado por la ácida guitarra y los textos de Reed y la viola eléctrica de Cale. No tardarían en debutar en el Café Bizarre, en diciembre de 1965, donde los vio Gerard Malanga, colaborador de Andy Warhol.

El artista pop adoptó de inmediato a The Velvet Underground y los incluyó en el “Exploding Plastic Inevitable”, un espectáculo que combinaba proyecciones, música en vivo, luces estroboscópicas y performances. Más aún: apadrinó su debut discográfico, firmando la portada y la producción (aunque técnicamente se debe atribuir a Tom Wilson, que había trabajado con Dylan), pero también imponiendo contra la voluntad de Reed la presencia como segunda vocalista de la modelo y cantante Nico (Christa Päffgen, Colonia, 1938-Ibiza, 1988). El resultado fue “The Velvet Underground & Nico” (Verve-MGM, 1967), piedra angular de una concepción del rock inédita hasta ese momento. Reed, seguidor de autores como William S. Burroughs o Hubert Selby Jr., trasplantaba sus temáticas al formato de canción al tiempo que capturaba la esencia de la Factory warholiana mientras la banda desarrollaba sonoridades en las que la sordidez de los callejones oscuros convivía con el glamur de la élite artística, entre arañazos de distorsión eléctrica y medios tiempos envenenados.

Al año siguiente, ya sin Nico ni Warhol, reafirmaban su estilo con “White Light / White Heat” (Verve-MGM, 1968), grabado en pocos días y de mayor crudeza que su predecesor, condenado al fracaso en una escena rock que aún se miraba en la fantasía multicolor de “Sgt. Pepper’s”. Las tensiones entre Reed y Cale derivan en la expulsión del segundo, a quien sustituirá Doug Yule, un músico dócil que permite a Reed asumir el control en “The Velvet Underground” (Verve-MGM, 1969) y “Loaded” (Cotillion-Atlantic, 1970), un canto del cisne de sonido más asequible, pero igualmente ignorado, del que Reed se desentiende antes de su publicación. Desengañado tras la experiencia, con 27 años, opta por alejarse del negocio musical.

Retrato en Londres, 1972. Foto: Michael Putland (Getty Images)
Retrato en Londres, 1972. Foto: Michael Putland (Getty Images)
Steve Katz, de RCA, lo convence para grabar en solitario y, en enero de 1972, cuando comienza a gestarse la escena glam rock, desembarca en Londres. “Lou Reed” (RCA, 1972) aparece en mayo y recibe una tibia acogida, parcialmente eclipsado por otros dos lanzamientos. Uno es “The Velvet Underground Live At Max’s Kansas City” (Cotillion-Atlantic, 1972), que captura la última noche de Reed con el grupo. El otro, “The Rise And Fall Of Ziggy Stardust And The Spiders From Mars” (RCA, 1972), coronación de un David Bowie que no pierde la ocasión de reivindicar a Lou Reed como una de sus mayores influencias. De hecho, aprovecha su situación de privilegio y se ofrece para producir el siguiente disco de Reed.

Con la ayuda de Mick Ronson, Bowie se lo lleva a territorio glam y logra que “Transformer” (RCA, 1972) se convierta en un álbum de relativo éxito, una perfecta combinación de rock descarado y ambiente cabaretero plagado de referencias al universo Warhol. El ambiente es propicio al maquillaje que lucen los temas y parece que, por primera vez, Reed forma parte de la moda y puede empezar a resarcirse del aura legendaria de los Velvet. Un sector del público, no obstante, lo acusa de suavizarse, e incluso reprueba que en 1973 contraiga matrimonio con Betty Kronstadt, en un gesto que parecía dejar atrás su acentuada imagen de ambigüedad sexual.

Y cuando todo el mundo espera que repita la jugada que por fin le ha otorgado visibilidad, Lou Reed decide tomar su propio camino, sin seguir de la mano de Bowie ni reincidir en la estética glam, dando un giro inesperado que desemboca en “Berlin” (RCA, 1973), un disco conceptual acerca de una autodestructiva relación de pareja. Un álbum de gran carga emocional que el propio Reed define como un disco para adultos y que vuelve a condenarlo comercialmente.

La gira posterior tampoco ayuda: maquillado de blanco y enfundado en cuero negro, ofrece conciertos memorables junto a otros en los que olvida los textos de las canciones. Es cuando opta por editar un disco en directo, “Rock N Roll Animal” (RCA, 1974), que, lejos de ser un greatest hits con gritos de fondo, resulta una instantánea fiel de Lou Reed sobre el escenario en 1973, redimensionando un repertorio en el que no faltan piezas de The Velvet Underground.

Más allá de los discos piratas, Reed ha mantenido un alto ritmo de álbumes oficiales en directo, señalando a menudo que uno u otro contienen la mejor versión de algunas de sus canciones. En 1975 llegaría “Lou Reed Live” (RCA), con material de la gira de la que salió “Rock N Roll Animal”. Y en 1978 publica “Live. Take No Prisoners” (Arista), un ejercicio de desmitificación en el que desata su lengua contra sí mismo y contra el público. En 1984 llega un “Live In Italy” (RCA) más convencional, y todavía editaría otro directo en 1998: “Perfect Night. Live In London” (Reprise). También registró la puesta en escena de “The Raven” (Sire-Reprise, 2003) en “Animal Serenade” (Sire-Warner, 2004) y de su tercer LP en “Berlin. Live At St. Ann’s Warehouse” (Matador, 2008). Incluso llevaría al escenario “Metal Machine Music” (RCA, 1975) en dos ocasiones: una, acompañado de los alemanes Zeitkratzer, en el Opera House de Berlín (2007); la otra, con el Metal Machine Trio, en “The Creation Of The Universe” (Sister Ray, 2008).

Actuación en Dinamarca, en 1974. Foto: Jorgen Angel / Redferns (Getty Images)
Actuación en Dinamarca, en 1974. Foto: Jorgen Angel / Redferns (Getty Images)
Se trata de una discografía paralela a la grabada en estudio, que permite seguir la evolución de su repertorio en escena y pone de manifiesto su obsesión por cuestiones técnicas. En los primeros tiempos de The Velvet Underground, Reed sorprendió a John Cale al tocar una guitarra con todas las cuerdas entonadas en la misma nota, de tal modo que podía modificar el sonido habitual del instrumento. Y el directo en Londres de 1998 fue una excusa para probar un nuevo pedal de feedback, que le permitía obtener un sonido más limpio. Antes, en 1977, también se había apuntado al SBS (Stereo Binaural Sound), un sistema supuestamente revolucionario que acabó en agua de borrajas. Y durante las entrevistas promocionales de “New York” (Sire, 1989) insistirá en su necesidad de tener el control total sobre la producción o el modelo de mesa de mezclas a utilizar. Ya en 1992, cuando RCA planea editar la caja “Between Thought And Expression. The Lou Reed Anthology”, solo acepta a condición de decidir sobre el sonido final, para lo que sometió a un proceso llamado “solución sónica” una copia de “The Bells” (Arista, 1979) de su propiedad, ya que los masters se habían perdido.

La gira que sigue a la aparición de “Rock N Roll Animal” termina por convertirle en un personaje maldito. Más delgado que nunca, con el pelo corto y teñido de rubio, sempiternas gafas de sol y el reglamentario uniforme de cuero, ofrece la imagen del rockero decadente en estado puro mientras el público lo jalea cuando simula pincharse heroína en pleno show. Sus relaciones con la prensa se deterioran a pasos agigantados, merced a sus continuos desplantes y a su actitud autosuficiente. Además, su esposa decide abandonarlo.

En tal situación, su siguiente disco parece condenado al fracaso. “Sally Can’t Dance” (RCA, 1974) suena desangelado, quizá porque, como reconoció Katz (que firma la producción), Lou pasó más tiempo inyectándose speed que en el estudio. Sorprendentemente, funciona a nivel comercial, circunstancia que Reed asume con sorna mientras presenta en sociedad a su nueva pareja, una transexual de origen mexicano llamada Rachel.

Para hacer caja, RCA publica “Lou Reed Live”. La respuesta del artista, que rechaza la operación, es entregar “Metal Machine Music”, un doble álbum basado en disonancias electrónicas y ruido distorsionado, con una canción de dieciséis minutos por cara. Una sonora bofetada que algunos consideraron una boutade, pero que conectaba con la música contemporánea, se avanzaba a vanguardias como la no wave o el noise y demostraba que Lou Reed era un músico imprevisible, que no iba a dejarse llevar por los caprichos del público o de su compañía de discos. Un experimento que prescinde del elemento que había hecho de su autor uno de los artistas más reconocidos de la escena rock: las letras.

Rock’n’roll, finales de los setenta.
Rock’n’roll, finales de los setenta.
Las difíciles relaciones con RCA y su adicción a las drogas dificultaron el proceso de grabación de “Coney Island Baby” (RCA, 1975). Tras unas infructuosas sesiones con Katz, Godfrey Diamond toma las riendas y logra que Reed vuelva al redil con un disco regenerador, pero sin incidencia en las listas de ventas.

Clive Davis lo acoge en Arista, donde debuta con el fallido “Rock And Roll Heart” (Arista, 1976), en un momento en el que su figura vuelve a ser reivindicada por la escena punk. Reed reniega de su supuesta responsabilidad como inductor del movimiento y se dispone a dar otro giro maestro, contando de nuevo con Richard Robinson (productor de su debut en solitario) para confeccionar “Street Hassle” (Arista, 1978), un compendio de lo mejor de toda su trayectoria previa. Regresan la clase y el desencanto, su aguda mirada de cronista callejero, el estilo que lo ha convertido en clásico. Y justo cuando la nueva ola reclama el retorno a las breves píldoras pop, se extiende más allá de los diez minutos en el tema titular del LP, que contiene, sin acreditar, un recitado de Bruce Springsteen. De nuevo a la contra, otra vez en plenitud de facultades, protagoniza su enésima resurrección y remata el año con “Live. Take No Prisoners”.

Pero tras el resplandor cegador llega de nuevo la oscuridad, y ni “The Bells”, donde por primera vez comparte tareas de composición (con Nils Lofgren o Don Cherry), ni el más inspirado “Growing Up In Public” (Arista, 1980), que liquida su contrato con Arista, rayan a un nivel alto. Entre ambos, se ha casado con la diseñadora Sylvia Morales. Parece haber entrado en otro período de calma, lejos de sus épocas más turbulentas, y regresa por la puerta grande a RCA con “The Blue Mask” (1982), un disco autorreferencial desde la portada (un guiño a “Transformer”), donde recupera la crudeza de antaño y se beneficia de la aportación del guitarrista Robert Quine (Richard Hell & The Voidoids), prolongada en “Legendary Hearts” (RCA, 1983) y la consecuente gira, aunque no en los ramplones “New Sensations” (RCA, 1984) y “Mistrial” (RCA, 1986), quizá el trabajo menos afortunado de una década que volvería a terminar en la cumbre con “New York”, un canto a la ciudad sin la que no se entendería su obra.

Para entonces, también ha sido rehabilitado por la generación del noise y el rock alternativo gracias al redescubrimiento de The Velvet Underground, que se ha incrementado con la aparición de material inédito y cajas conmemorativas. También se exhibe en eventos benéficos de todo tipo, convertido en un venerable prócer del rock. Hace tiempo que no tiene nada que demostrar y, aunque conserva su imagen de personaje incómodo para los medios, disfruta de una madurez en la que se aúna el reconocimiento por su legado y el aplauso por un nuevo disco. La entrada en los noventa no puede ser más dulce.

En plena madurez, época “New York” (1989).
En plena madurez, época “New York” (1989).
El fallecimiento de Andy Warhol en 1987 había propiciado una tregua entre Reed y John Cale que cristalizará en “Songs For Drella” (Sire, 1990), un emotivo disco de homenaje que desata los rumores sobre una posible reunión de The Velvet Underground. Finalmente se produce en junio de 1990, en la Fundación Cartier de Jouy-en-Josas (Francia), donde un show del dúo termina con Reed invitando al escenario a Moe Tucker y Sterling Morrison.

Mientras se fragua uno de los retornos más esperados de la historia del rock, Reed graba otro disco dedicado a los amigos perdidos. “Magic And Loss” (Sire, 1992) parte de la muerte del compositor Doc Pomus y de una amiga llamada Rita para reflexionar sobre el dolor y el significado de la pérdida. Un trabajo íntimo y austero que llega en plena barahúnda grunge y que prolonga su idilio con la crítica. El gobierno francés le nombra Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, y celebra su 50 cumpleaños cauterizando heridas que llevaban mucho tiempo abiertas. Así que, pese a sus reiteradas negativas a lo largo de los años, The Velvet Underground se reúnen en febrero de 1993.

Con Reed al mando, se pone en marcha una gira europea que pronto saca a relucir las tensiones de antaño, y el regreso se salda con el CD y DVD en directo “Live MCMXCIII” (Sire-Warner, 1993), pero la segunda fase del tour, por Estados Unidos, se cancela.

La recta final de la carrera de Reed aparece marcada por una paulatina reducción de su caudal discográfico y por la aparición en su vida de Laurie Anderson, artista multimedia con la que establece una relación a finales de 1993. Ella, según el propio Reed, es la máxima responsable del notable “Set The Twilight Reeling” (Warner, 1996). Afirma su intención de escribir una novela, sugiere la posibilidad de grabar un disco de versiones... Al final, publica otro directo en 1998 y deja pasar dos años más hasta entregar “Ecstasy” (Sire-Warner, 2000). Diversifica sus intereses en otros campos (edita varios libros de fotografía), y publica un volumen con sus letras (“Pass Thru Fire. The Collected Lyrics”, Hyperion, 2000; en España, “Atraviesa el fuego”, Mondadori). También mantiene una estrecha colaboración con el director teatral Robert Wilson, en montajes como “Time Rocker” (1996) y “POEtry” (2001), basado en textos de Edgar Allan Poe y semilla de su siguiente álbum, “The Raven”. Y se centra en el taichi, hasta el punto de publicar un disco con música destinada a la meditación: “Hudson River Wind Meditations” (Sounds True, 2007).

Su último disco oficial sería “Lulu” (Vertigo, 2011), un discutido trabajo grabado con Metallica que cosechó críticas negativas y llevó a escena con Wilson y la Berliner Ensemble en 2011.

Según Victor Bockris, en su controvertida biografía “Las transformaciones de Lou Reed” (1995; Celeste, 1997), en 1993 ya había amigos cercanos que temían por el estado de su hígado. Veinte años después, en abril de 2013, Reed se sometía a un trasplante que, meses más tarde, el 27 de octubre, constituyó la causa de su muerte. Al día siguiente, su imagen ocupaba la portada de todos los periódicos del mundo. La prueba irrefutable de su papel clave en la conversión en arte mayor de aquel entretenimiento juvenil surgido en los cincuenta. ∎

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