En el planeta de la luna rosa.
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Revisión

Nick Drake, el gran enigma

Contado casi medio siglo desde su prematura muerte el 25 de noviembre de 1974 a los 26 años, acaba de publicarse “Nick Drake. A Life”, de Richard Morton Jack, única biografía aprobada hasta la fecha por su hermana Gabrielle Drake, así como un nuevo recopilatorio de versiones, “The Endless Coloured Ways. The Songs Of Nick Drake”. Momento que aprovechamos para recordar a un compositor, guitarrista y cantante cuya obra no ha hecho más que crecer y permanecer en la memoria de varias generaciones de escuchantes.

No es sencillo escribir sobre Nick Drake (1948-1974). Hay que prestar mucha atención para no caer en el relato hagiográfico al que se prestan este tipo de personajes (Jim Morrison, Syd Barrett, Ian Curtis). A partir del punk, apenas dos años tras su desaparición, gente tan dispar como Joe Strummer, The Damned o Paul Weller –quien aparece en el documental “A Skin Too Few. The Days Of Nick Drake” (Jeroen Berkvens, 2004)– comenzaron a reivindicar su música. En las décadas sucesivas no han dejado de reeditarse sus álbumes y recopilatorios. En 2013, Volkswagen utilizó su tema “Pink Moon” para un famoso spot publicitario. Se trata de una exposición de bajo perfil frente a la miríada de propuestas de la industria, tan propensa como es a vendernos la mediocridad con eficacia, pero persistente, más aún para un autor cuya figura sigue siendo un misterio.

En ese enigma todavía nos vemos enredados –sarna con gusto no pica– muchos de quienes descubrimos un buen día la música de Nick Drake. Es un momento difícil de olvidar. El mío, pido mil perdones por la nota autorreferencial, durante una imaginaria en 1990. Incumpliendo el reglamento castrense, escuchaba de tapadillo la cinta de “Bryter Layter” (Island, 1971) que me había regalado un amigo. Me transportó lejos del cuartel, seguramente sin entender absolutamente nada –ni falta que hacía–. Dicen que Drake opone la experiencia mística de la existencia –William Blake era su poeta favorito– al inevitable sufrimiento que acarrea la vida –primera verdad del budismo–. Pero la complejidad que entrañan sus canciones no hace de ellas algo inaccesible, ni mucho menos. Su técnica siempre estuvo al servicio de la belleza y de las melodías.

Montañas de sensibilidad.
Montañas de sensibilidad.

SI MI SI MI SI MI

Los expertos dicen que esta fue una de las afinaciones que se inventó. Era algo común entre los mejores guitarristas de la época, como Davy Graham o Bert Jansch. Mientras que estos nunca dejaron de sonar “tradicionales” y “americanizados”, Drake, sin embargo, viró pronto hacia algo más sutil a pesar de que la guitarra acústica siguiera siendo su principal instrumento de expresión –también era competente con el piano, el saxo alto y el clarinete–. El blues y el folk, de los que era conocedor, le habían servido para formarse entre diciembre de 1965 –su primera guitarra, una Estruch, la tuvo con 16 años– y el verano de 1967 durante su estancia estudiantil de Aix-en-Provence, en la Costa Azul francesa, donde escribió sus primeras canciones. Largas horas de práctica le valieron para alcanzar el virtuosismo que Ashley Hutchings, por entonces en Fairport Convention, advirtió en uno de los primeros conciertos que Drake dio fuera de la Universidad de Cambridge, donde cursaba estudios de Filología Inglesa que abandonaría tras el segundo año. Aquel encuentro casual de 1968 en el Roundhouse de Londres lo llevó hasta Joe Boyd, seguramente la persona más importante de su corta carrera musical.

Una buena guía para comprender desde un punto de vista musicológico la magia guitarrística de Nick Drake podemos encontrarla en el libro “Recuerdos de un instante” (Malpaso, 2017), una imprescindible colección de recuerdos, ensayos y entrevistas –no se hagan ilusiones, Drake solo concedió una para la revista ‘Sounds’ en 1971– coordinada por Gabrielle Drake. Quienes lo vieron tocar la guitarra en privado, en el estudio o sobre un escenario –esto último apenas una treintena de veces, normalmente en cartel compartido o haciendo de telonero para gente como Fotheringay, Genesis, John Martyn o Elton John–, quedaban hipnotizados por la perfección de las canciones, pero también con su puesta en escena. Siempre sentado, el cuerpo encorvado sobre la guitarra, rostro escondido bajo la melena, finas muñecas y el empleo disociado de sus largas manos: hasta los cinco dedos con la derecha, con los que tejía fluidos torrentes contrapuntísticos, mientras que la izquierda volaba silenciosamente sobre el traste. Nunca presentaba sus piezas casi hasta haberlas convertido en canon matemático.

Canciones desde la herida.
Canciones desde la herida.

Un concertista en la pocilga

La historia de Nick Drake es un triunfo y una tragedia a la vez. Escuchar su música puede ser una experiencia extática, a menudo con algo de congoja. Su obra, aunque se percibe completa, fue breve: apenas sesenta canciones. De ellas una docena permanecen inéditas, seguramente para siempre. Otras sobreviven gracias a las grabaciones caseras promovidas por su padre Rodney, un metódico ingeniero mecánico cuyos diarios sobre los tres últimos años de su hijo han supuesto una impagable fuente de información. Rodney empezó comprando un magnetófono de bobina abierta para inmortalizar las cancioncillas que componía al piano su esposa Molly un poco al estilo Noël Coward/West End, pero muy familiarmente imbuidas de nostalgia y fatalismo. En 2011 salieron a la luz para asombro de muchos: la música de Drake bebía directamente de ese afluente cercano, si bien el padre también hizo sus pinitos componiendo festivas operetas.

En 1970, durante la grabación del segundo álbum, “Bryter Layter”, la situación de Nick Drake empezó a complicarse. El fracaso comercial de “Five Leaves Left” (Island, 1969) le empezaba a pasar factura. Desentrañar las causas que provocaron su abandono físico y moral ha sido siempre objeto de especulación. La política promocional de Chris Blackwell, dueño de la superferolítica Island Records, se centraba en cerrar actuaciones de sus artistas en directo y en programas de radio o televisión. Se han podido rescatar un par de sesiones radiofónicas de 1969 para la BBC, pero desde el año siguiente, el monosilábico Nick Drake nunca volvió a tocar frente a un público. Algunos afirman haberlo visto con temblores antes de actuar, pero la hermana achaca su temprano retiro a la incomodidad que sentía por la falta de atención del público, especialmente en garitos pequeños. Tampoco ayudaban los rudimentarios sistemas de amplificación de la época, inoperantes frente a la sutilidad de su música. Todos coinciden en que era demasiado tímido. Desperdició una oferta para salir en el programa televisivo ‘The Old Grey Whistle Test’. La oportunidad perdida también es nuestra, pero los mitos viven de la frustración y el hecho de que no existan imágenes en movimiento de esta especie de Orfeo moderno no hace más que alimentarlo.

Una vida entre tinieblas.
Una vida entre tinieblas.

Vida de gato

En 1974 grabó sus últimas cinco composiciones, pero había escrito la letra de otras siete. El 11 de noviembre de 1974, apenas catorce días antes del final, su padre anotó: “Me ha dicho que iba a tocar un poco la guitarra. Parece que está tocando cosas muy sugerentes que no recordábamos haber oído nunca…”. Quizá la frustración nos hace pensar que sus tres únicos álbumes conforman una obra completa y cerrada. De hecho, es tan redonda que casi justifica su bloqueo creativo, más aún cuando la estrella del cantautor “folk”, donde perezosamente se le suele inscribir, comenzaba a apagarse.

Chapoteando en el charco hagiográfico, Nick Drake recuerda un poco al “Caminante sobre un mar de nubes” (1818), de Caspar David Friedrich, solitario, perdido en sus pensamientos y también de espaldas en aquellas últimas fotografías de Hampstead Heath, pero mucho peor vestido y en un estado lamentable. Recibió un tímido diagnóstico de esquizofrenia simple. Ingresó de forma voluntaria durante seis semanas en un centro hospitalario y hasta recibió una sesión de electrochoque, pero su amigo y psiquiatra Brian Wells, muy presente en la vida de Drake durante aquellos últimos años, cree que su problema no solo era biológico, sino cognitivo. Sufría un cortocircuito morrocotudo, pero los antidepresivos no iban a solucionarlo. Vivía dividido entre Londres –buscaba silenciosa compañía entre sus compartimentados amigos, a quienes visitaba por sorpresa– y Far Leys, la idílica casa de sus padres que acabó convirtiéndose en un infierno por sus constantes idas y venidas –viajó repetidamente a París en busca de Françoise Hardy con la vaga intención de escribir canciones para ella–, indecisiones –seguir componiendo, alistarse en el ejército, trabajar con computadoras, hacerse religioso– y arrebatos violentos: acabó echando a la pira dos guitarras destrozadas por él mismo.

Desesperado, aprovechó el tratamiento farmacológico para jugar con fuego. Tras una primera intentona con Valium, no lo superó finalmente con el Tryptizol. Su muerte se registró oficialmente como suicidio, aunque hay indicios de que su actuación fuese de tipo temerario o accidental. No dejó ninguna nota, pero la elevada ingesta de aquella sustancia provocaba severas arritmias cardíacas que, tristemente, no pudo superar. En el verde cementerio de St. Mary Magdalene, parroquia de Tanworth-in-Arden, en el resonante condado de Warwickshire, yacen sus cenizas bajo una modesta lápida con la inscripción “now we rise and we are eveywhere”. Es una frase de su canción “From The Morning” y fue elegida por sus padres, que ahora yacen junto a él. Nunca lo veremos con exceso de peso –tenía fobia a engordar–, con gafas –era miope, pero también presumido y evitaba a toda costa verse sorprendido con ellas– o calvo –el elegante aspecto de su provecto padre auguraba sin embargo la era vulgar de la gorra–. Aunque ya no pertenece a la familia, desde finales de los años ochenta, cuando Molly quedó viuda, Far Leys se ha convertido en bonito lugar de peregrinaje para fans y curiosos.

Un enigma indestructible.
Un enigma indestructible.

Nick Drake y España

La onda sísmica que propagan las canciones de Nick Drake sobre el resto de tu discoteca puede traspasar fronteras, y esto nos lleva a España. En 2018, Imagenta Editorial publicó “El fantasma de Nick Drake y otros relatos póstumos”, por José María Pérez García. Partiendo de otro libro, “Más oscuro que el más profundo mar. En busca de Nick Drake” (Metropolitan, 2007), de Trevor Dann, el algecireño siguió la pista de su elusivo protagonista hasta dar con la presunta villa que Chris Blackwell, dueño de Island y también protector de Drake, poseía en la calle Palmera de la Colonia de San Miguel, en Algeciras. El paisano de Paco de Lucía arrima el ascua a su sardina y afirma que la dirección fue validada por Gabrielle. Por su lado, Richard Morton Jack sitúa la acción en El Cuartón, una pedanía perteneciente al municipio de Tarifa. Nick Drake recargó las pilas durante un par de semanas en aquel entorno ventoso antes de decidirse a grabar su tercer álbum en octubre de 1971. Desde allí escribió a sus padres estas líneas telegráficas: “Bonito piso aquí, un gran bloque en las colinas con vistas al mar –mucho frío por ahora, pero es más cálido en el pueblo–. Marruecos al otro lado del mar”. Las fuentes que redirigen el episodio a Portugal parecen quedar totalmente descartadas.

Años antes se había topado en Tánger con The Rolling Stones durante un viaje en coche junto a unos amigos con el que cruzaron a la fuga nuestro territorio. La arcadia española ya aparece en su adaptación de la emotiva “Blues Run The Game”, la mejor canción de Jackson C. Frank. Un amigo capturó aquella interpretación con una grabadora portátil en el centro de operaciones de Aix-en-Provence: “Catch a boat to England baby, maybe to Spain”. Aquel deseo acabó haciéndose realidad. El problema sería dónde poner la placa.

Los mundos perdidos

Las mismas cuestiones vuelven una y otra vez: ¿qué le pasó a Nick Drake?,  ¿quién fue realmente?,  ¿por qué su música nos sigue dejando con la boca abierta? La razón principal es palmaria: por su enorme calidad. Pero, seamos honestos, no es solo eso. Cuentan que Nick Drake le confesó a un amigo sentirse perturbado por una nueva canción de John Lennon llamada “Cold Turkey” (1969). Dotado de una gran capacidad de observación, probablemente hipersensible, es razonable pensar que intuyera el final de una era. El sueño contracultural de los sesenta, donde había participado a su manera –léase con una obsesiva dedicación a la música y no solo liándose canutos– tocaba a rebato. Nick Drake, artista con fama de apolítico, se revolvió contra la industria discográfica y un espíritu del espectáculo que todavía perdura. Por eso encarna una forma de anomalía del arte en alto grado de pureza. Protegido al final, es verdad, por su acomodada familia, su estilo de vida fue extremadamente austero y, en lugar de conformarse, lo desgarró.

Es difícil, por no decir imposible, saber qué le rondaba la cabeza. Por sus escasos comentarios, causas de su sufrimiento fueron la traición que sintió por Joe Boyd al trasladarse este a Estados Unidos tras aceptar una oferta de Warner en un momento de crisis de sus negocios en Londres –a él le dedicó la amarga pero magnífica “Hanging On A Star”, una de sus últimas canciones–. También lo angustiaba la decepción que habría supuesto para sus padres su renuncia a la universidad en contraste con la reducida repercusión de sus álbumes en términos de cifras –no le dio tiempo a descubrir que una clave del éxito es la insistencia (Woody Allen dixit)–. La venta de sus discos subió con la llegada de internet, pero es muy aventurado, incluso ingenuo, pensar que hubiese cambiado algo. Los planteamientos contrafactuales nunca van a ninguna parte.

Su personaje es arquetípico, pero el perfil artístico de Nick Drake –tuvo que competir con docenas de cantautores como él– no puede extrapolarse y pertenece a una época concreta. Eso sí, fue capaz de crear un paisaje estético de una plenitud tal que le emparenta, aunque no sea en primer grado si les parece exagerado, con sus adorados Bach y The Beatles. A ello puede aspirarse sin necesidad de vivir ochenta años. En realidad no había pasado mucho tiempo desde que le pedía a su madre “The Swan Of Tuonela”, de Sibelius, cuya historia escuchaba aterrorizado. Decía que su niño cantaba por las noches hasta quedarse dormido. También amaba las canciones de su madre. No es de extrañar que lo hiciera con piezas tan reconfortantes como “I Remember”, donde, por cierto, se menciona a España. Todos ellos son ahora mundos perdidos de gran melancolía... Supongo que no he podido evitar, una vez más, la hipérbole y la canonización de Nick Drake. Es lo que tiene transitar por el mundo de los muertos. ∎

Un frondoso álbum de canciones. Foto: Julian Lloyd
Un frondoso álbum de canciones. Foto: Julian Lloyd

Frutos del árbol más alto

10

Black Eyed Dog

de “Made To Love Magic” > Island, 2004

Colocamos atrás esta escalofriante alegoría de 1974 sobre la depresión por razones terapéuticas y vulnerando su importancia, por excepción, en el canon drakeano, por no decir “draconiano”. Su empleo de armónicos graves, resonancias por simpatía y vibratos, junto a la voz más aguda posible de su autor, reflejan la angustia deseada con lo mínimo.

09

Way To Blue

de “Five Leaves Left” > Island, 1969

Frases como “Can you understand the light among the trees?” lo aproximan a la poesía mística. Pero sus letras no eran estrictamente poemas porque la musicalidad solía supeditar el significado. La compuso para piano –nunca la tocó a guitarra–, pero aquí solo aparecen su voz y seis cuerdas arregladas por Kirby. También cerca de la música clásica.

08

Northern Sky

de “Bryter Layter” > Island, 1971

Saturada de órgano, piano y celesta es, junto a “Fly”, una de las dos piezas en las que John Cale trabajó a vuelapluma para “Five Leaves Left”. Compuesta durante la corta estancia de Drake en la casa junto al mar de sus amigos John y Beverly Martyn en Hastings, representa una de sus escasas y más positivas declaraciones de amor y gozo.

07

One Of These Things First

de “Bryter Layter” > Island, 1971

Una de las canciones-río más alegres de su repertorio. El ritmo de jazz marcado por Mike Kowalski y la sinuosidad pianística de Paul Harris confieren un lirismo aéreo a esta melodía sobre las ocasiones perdidas. Fue un tema recurrente en las letras de Drake desde primeras composiciones, como la prodigiosa “They’re Leaving Me Behind” (1967).

06

Day Is Done

de “Five Leaves Left” > Island, 1969

El rigor barroco más ensoñador, aunque parezca un oxímoron, se apodera de esta maravilla de connotaciones existencialistas –el mito de Sísifo–. Parece increíble que un posadolescente pudiese escribir este tipo de visiones tan maduras. Asoman Molly Drake tras sus progresiones armónicas y la influencia melódica de “Milk And Honey”, de Jackson C. Frank.

05

From The Morning

de “Pink Moon” > Island, 1972

Suaviza el áspero sabor de boca que deja el final de un tercer álbum con cuchillos de franqueza como “Parasite”, “Free Ride”, “Know” o la apocalíptica “Harvest Breed”. Drake abre los brazos chamánica, matriarcal, panteísticamente, retornando a un clásico fingerpicking heredado de sus maestros John Renbourn y Bert Jansch. Bellísima melodía.

04

River Man

de “Five Leaves Left” > Island, 1969

La hemos puesto en cuarto lugar pero tiene méritos para ocupar la pole position. Harry Robinson –en la productora cinematográfica Hammer– hizo los arreglos ante la negativa de un Kirby medroso ante la tarea de resolver su endiablado compás 5/4. Drake buscaba algo entre Debussy, Ravel y Delius. ¿Quién es el “hombre del río”? Barriendo para casa, siempre pensé en Heráclito.

03

Pink Moon

de “Pink Moon” > Island, 1972

Abre el álbum al que da título. Es una canción esotérica con sentido ambivalente, musical y temáticamente: luna de abril previa a la regeneración cíclica de la vida versus ominosa profecía bíblica. La forma descendente de cantar “pink, pink, pink, pink… pink moon” puede expresar, no sin un atisbo de humor, su desánimo en aquellos momentos.

02

‘Cello Song

de “Five Leaves Left” > Island, 1969

La perfección de su clásico bordoneo en ostinato, límpido y torrencial, con el acompañamiento de congas, shaker y un sugerente violonchelo de aires orientales, te hace flotar como nunca. Opone un mundo inalcanzable –celeste– frente a otro cruel –terrenal– del que escapar. El título original era “Strange Face”, una de sus primeras piezas.

01

Fruit Tree

de “Five Leaves Left” > Island, 1969

Es inútil sacar conclusiones definitivas sobre el significado de sus canciones, habitualmente opacos. No sucede tanto con la profética “Fruit Tree”, más inspirada seguramente en la lectura y vida de ciertos poetas románticos como John Keats, con el que tiene paralelismos, que en la ominosa prospección de su propio futuro. Sobrecoge. ∎

El gentil poder de la canción

“Five Leaves Left”
(Island, 1969)

Registrado con apenas 20 años, por grandilocuente que parezca, es uno de los mejores discos de debut de la historia. La producción es de Joe Boyd, quien había acogido a Drake en su compañía Witchseason. Los estudios Sound Techniques de Londres –con el ingeniero John Wood a los mandos, único denominador común en todas las grabaciones profesionales de Nick Drake– fueron testigos de este milagro con guiños cannábicos y el mejor plantel de músicos a la sazón. Entre ellos, otro novato llamado Robert Kirby. Sus arreglos de cuerda contribuyen al clasicismo y atemporalidad del disco.

“Bryter Layter”
(Island, 1971)

Drake creó una música polirrítmica extrañamente acogedora y espaciosa. “Bryter Layter”, una expresión meteorológica típica aquí alterada, vestido de refrescantes arreglos jazzísticos y la base de Fairport Convention como sólido acompañamiento, pretendía ser su álbum más comercial. Pero el optimismo de “Northern Sky”, la soledad vibrante de “At The Chime Of The City Clock” o la autoparodia de “Poor Boy” –Molly Drake tiene su propia “Poor Mum”– no lo salvaron de la indiferencia del público. Kirby y Boyd, este en desacuerdo con sus tres instrumentales, intervinieron por última vez.

“Pink Moon”
(Island, 1972)

Es normal quedar estremecido ante su crudeza y ascetismo. Inspirándose parcialmente en “El lobo estepario” (1927), de Hermann Hesse, una lectura en boga aquellos años, habla de pasión, pero también de resurrección. Poco más de 28 minutos de voz y guitarra acústica, sin adornos, excepto el piano de su corte homónimo. Island aceptó sin remilgos el inesperado asalto de un artista radical que se limitó a dejar un sobre con los másters en la recepción del sello. Una gran demostración de poder artístico y de mecenazgo ciego –Drake cobró durante años una paga semanal procurada por Boyd–. El círculo se cerraba.

“Made To Love Magic”
(Island, 2004)

Haciendo un esfuerzo, podría considerarse su cuarto álbum. Contiene los cinco últimos temas grabados por Drake en 1974, incluido el olvidado “Tow The Line”. Tres de ellos son tomas ya presentadas en la caja “Fruit Tree” (Island, 1979). Incapaz de sincronizar voz y guitarra, fue la primera vez que Nick Drake registró ambas pistas por separado. Se estrenan “Joey”, “Mayfair” y “Time Of No Reply”, las tres composiciones que se descartaron en las sesiones de “Five Leaves Left”, la última con orquestación inédita de Kirby; también “Magic”. “Clothes Of Sand” completaba esta fabulosa tanda de inéditos.

“Family Tree”
(Island, 2007)

Se conocía la existencia de un tesoro de grabaciones caseras previas a la fase discográfica de Drake. Su padre, prevenido del perfeccionismo de su hijo, había preservado muchas de ellas antes que Nick Drake las borrara. Buena parte de aquel grial, también el procedente de una cinta grabada en Aix-en-Provence, fue remasterizado por el fiel John Wood. Versiones de temas tradicionales conviven con otras de Mozart, Bob Dylan, Bert Jansch, Dave Van Ronk, Robin Frederick, dos piezas de Molly Drake y joyas primerizas como “Blossom”, “Bird Flew By” o “Rain”, todo bajo la luz de su precoz maestría guitarrística. Queremos más. ∎

Como complemento de esta Revisión, José Manuel Caturla selecciona esta exclusiva playlist de Nick Drake.

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