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Firma invitada / Escalera de incendios

Quilla de oro

H

ace unos días, pensando en canciones para animarme, me acordé de una que llevaba mucho sin escuchar. La busqué rápidamente con ilusión de niña en la noche de Reyes y cuando empezó a sonar no entendí qué me gustaba tanto de ella. Fue como cuando te levantas una mañana y esa persona a la que estás abrazada hubiera perdido durante la noche todo su encanto. No eres tú, soy yo. O quizá sí eres tú y la canción siempre fue malísima pero la escuchabas en los bares con una cerveza fría en la mano. Como a él.

La puse varias veces, terapia de choque, un viaje con tu pareja para ver si en Corfú recordáis qué te enamoró de ella. Normalmente no suele estar, casualmente, en una isla griega. Yo volví de Corfú después de tres escuchas y desistí. Fue como mirarme en el espejo mucho rato intentando verte como te ven los otros, acabas medio bizca, jamás te ves como los otros y encima acabas espantada con esa irreconocible persona de enfrente. Qué manía con intentar entenderlo todo. Ya no me gustaba esa canción, no pasa nada, me dije para tranquilizarme, y puse a Ella Fitzgerald cantando a Cole Porter y todo seguía en su sitio.

Unos días después me recordé a mí misma –acariciándome el lomo por si volvía a ponerme nerviosa– que esto ya nos ha pasado más veces. “Acuérdate de cuando te gustaba mucho Sabina”, me dije, “un día se te pasó y no fue el fin del mundo”. Durante unos minutos tuve una conclusión definitiva: pensé que lo importante era lo que ahora, con la sabiduría de la edad, empezabas a ver en algunas películas que antes no habías podido entender porque la vida no te había enseñado los dientes de verdad. Sin embargo, lo que realmente aprendes cuando la vida te enseña los dientes es que no hay conclusiones definitivas, el pasado cambia constantemente y las películas y los libros, por eso yo no voy a volver a leer “El amor en los tiempos del cólera”. Supongo que, salvo mi amor por Cole Porter, todo es susceptible de desaparecer.

Queremos, necesitamos, que algo permanezca, una quilla sobre la que construir el barco que nos haga navegar seguros y eso sí es una conclusión definitiva: todos queremos una quilla de oro. En su “Diario a los setenta”, May Sarton escribió: “Una cometa solo puede volar cuando una mano firme agarra la cuerda y la suelta al viento. Hoy soy como una cometa enredada en un árbol, y nadie me desenreda para que pueda echar a volar”. Nos dicen, cada vez más, que no necesitamos esas manos, que es antiguo querer que nos desenrede otra persona, que debemos bastarnos solos, pero no es verdad. Estoy convencida de que esa canción que perdió la magia, incluso Sabina, volvería a gustarme si una persona la resignificara. Nos agarramos a las canciones, a los libros, a las películas para echar a volar, pero la única mano realmente firme es la de la otra persona, esa que nos ve, esa que se presta a ser el espejo –como cantaba Nico en “I’ll Be Your Mirror”– para reflejar lo que eres, en caso de que no lo sepas, para ser el viento, la lluvia y el atardecer, la luz en la puerta para que sepas que estás en casa, que la quilla aguanta el temporal y estás en Ítaca. ∎

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