Si fuera objeto, sería objetivo, pero como soy sujeto, soy subjetivo”. La frase de José Bergamín me sirve para salvar el sonrojo de hablar de una canción, de un tema con el que algo he tenido que ver. Pero es un asunto estadístico. Sin duda, en esta Bienal de Flamenco de Sevilla 2022 que acaba de terminar ha sido el tema estrella, cantada por Tomás de Perrate en hasta siete espectáculos. No sé, antes podíamos estar hablando de la soleá “Fuí piedra y perdí mi centro” o de la seguiriya “Siempre por los rincones” o del romance “Monja a la fuerza”, que en pasadas ediciones se repetían como tendencia, modismo, algo que prendía aquí y allá. Pero no, este año ha sido “Karawane”, el poema dadaísta de Hugo Ball interpretado por Tomás de Perrate, el que se ha llevado la palma. Y no solo por su elección, han sido los muchos artistas que invitaron a Perrate a trabajar en sus espectáculos –especialmente bailaoras, guitarristas y proyectos musicales distintos y diversos– quienes han hecho posible esta afortunada confluencia.
Y, obviamente, no deja de ser este un hecho significativo. Chema Blanco, el director de esta Bienal de 2022, ha hecho lo que creía que debía hacer, desde luego, y ha apostado por toda una generación emergente de jóvenes y no tan jóvenes artistas del baile, el cante y la guitarra. Menos en la guitarra, tenemos que destacar el protagonismo abrumador de las mujeres, especialmente de las bailaoras que están llevando el género a salir de su endogamia y ya son protagonistas de todo tipo de festivales y escenarios en España y fuera de España. Quizá ese sea un síntoma importante, muy de analizar, ese alineamiento acrítico y a la par con la danza moderna que puede verse hoy día en programaciones como las del Teatro Central de Sevilla o el Mercat de les Flors de Barcelona y en tantos eventos europeos de postín. Hay algo de espejo y algo de espejismo, y muchas veces no sé si merece la pena salirse de un corsé para meterse en otro. Pero sin duda el Premio Nacional de Danza a Ana Morales y Andrés Marín, en sus distintas modalidades de interpretación y creación –son categorías ridículas, es verdad, pero estos premios son así–, ha refrendado con mucho la programación. Y a su director, desde luego. La crítica reaccionaria, como siempre, ha rebuznado lo suyo. En fin, ya solo queda Manuel Martín Martín en ‘El Mundo’, puesto que Manuel Bohórquez ha tirado la toalla –se sabía que estas críticas no están ni bien pagadas desde hace tiempo– y Alberto García Reyes, en su papel de supervillano, dirige ahora la edición local de ‘ABC’. Sí, ‘ABC’ ha recibido numerosas regalías de esta Bienal y se ha convertido en su patrocinador oficial, lo cual no es óbice para su felonía final, criticando sin piedad –y, como siempre, con la brújula totalmente perdida– el evento que él mismo se había jactado de patrocinar. Puede entenderse que para esa crítica mostrenca el juicio sobre qué es y qué no es flamenco choque de lleno con esta coronación dadaísta de “Karawane” como estrella de la Bienal. Juan Vergillos, un crítico profesional con el que podemos no compartir opiniones pero que está a la altura de su tiempo, no se cansa de repetir que muchas de las cosas que se llaman “modernas” tienen décadas de antigüedad si las comparamos con el baile por martinetes o con una seguiriya al modo que la hacía Agujetas. El poema de Hugo Ball es de 1916 y, desde luego, en esa época ni se bailaba la seguiriya, ni Carmen Amaya había revolucionado el baile, ni había posibilidad de entender una forma de cantar como la de Juan Talega. Todos estos son inventos modernos.
También es interesante el efecto que el dadaísmo, entendido como una alabanza del sinsentido, hace en la crítica más profesional. No se puede entender cómo Rosalía Gómez –que ha sido, además, directora de la Bienal– puede descalificar en su puntuación un espectáculo como “Carnación”, de Rocío Molina, para a continuación elaborar una maravillosa crónica de las perplejidades y mudanzas que ofrecía el espectáculo, de la seriedad de la propuesta y del reto innegable que Molina lanzaba al público pero también a sí misma. Hay algo que no cuadra entre el principio y el fin de la columna. Rosalía Gómez, que se ha visto en mil ocasiones similares, o bien se dejó llevar por el ambiente casposo de la afición más reaccionaria o entró de lleno en el nonsense dadaísta que Perrate lleva a esta Bienal. Otro caso significativo de, digámoslo así, pérdida de papeles es el de Sara Arguijo, asesora de la Bienal por un lado y con el difícil papel de ser la crítica malvada por otro. La pobre, desde luego, se ha puesto a estudiar y se ha atragantado con algunos clásicos de la “vuelta al orden”. Hasta al mismísimo Rubert de Ventós ha sido traído a colación con aquella sobada deshumanización del arte que proclamara Ortega y Gasset cuando avanzaban por Europa las sombras de los fascismos. Como ahora.
Esta rápida panorámica solo la hago para hacer más significativa la genialidad de Perrate al entonar “Karawane” por tierra, mar y aire el mes corto que ha durado esta Bienal. Pero esos son los vientos que corren. Esto no es un invento de sus programadores ni de los directores de teatros y festivales. Hay una nueva sensibilidad que corre entre los flamencos como el fantasma que Marx describió corriendo por Europa. Si el “Omega” de Morente fue la culminación de la generación de la contracultura que convirtió al flamenco en uno de sus signos de identidad, “Los zapatos rojos” de Israel Galván hicieron arrancar un flamenco del siglo XXI que, simplemente, se sabe contemporáneo. Es verdad, “contemporáneo” no quiere decir “moderno” o “antiguo”, las diferencias entre tradición y vanguardia fueron abolidas por el flamenco casi desde la misma constitución del género. El flamenco es un arte fuertemente anacronista y, en ese sentido, capaz de habitar siempre dos o más tiempos a la vez. Como señaló Carl Einstein, una escultura africana no funciona igual en el estudio de Picasso que en una aldea dogón, pero en ninguno de los dos casos podemos estar hablando de irrealidad, de falsificación o de impostura. Hay que entender que la soleá de Manuela Carrasco la puede bailar ella en el entorno camp en que lo había creado y la puede bailar Eva la Yerbabuena con un diseño modernísimo y María Moreno en un musical popista, pero en los tres casos es la mísma soleá, con sus mudanzas, con sus cambios de tiempo y sus apuntados zapateados.
Tengo que recordar cómo se construyó este “Karawane” que ha popularizado Tomás de Perrate en este 2022. La pieza surgió en un proyecto del Archivo FX y del que esto escribe, una exposición en la Württembergischer Kunstverei de Stuttgart. Se trataba de un proyecto complejo, “Wirtschaft, Ökonomie, Konjunktur” se llamaba. Entre otras cosas, incluía una pequeña exposición de Hugo Ball y Emmy Hennings que redefinía su papel dentro del evento dadaísta y en la inauguración de su café en Zúrich, sí, el Cabaret Voltaire. “Karawane” fue el tema interpretado por Hugo Ball en la velada inaugural, vestido de “Obispo volador”, sustrayendo los brillos de la estética bizantina al esplendor geométrico futurista. Hugo Ball, al contrario de lo que suele explicarse en los libros de historia del arte moderno –¡Dios mío, cuánto trabajo queda por hacer!–, no pretendía atacar el arte ni a la sociedad burguesa con su poesía fonética, no. Su proyecto era todavía más ambicioso. Ball era lector furibundo de Dionisio Areopagita –un padre de la iglesia que, en aquellos momentos, sumaba tres santos distintos: el Pseudodionisio, el Obispo de París y el primer obispo nombrado por San Pablo para el Areópago ateniense– y estaba convencido de que en los escritos fundacionales del escriba se encontraban las claves para reconstruir la Europa asolada por la Primera Guerra Mundial. El Pseudionisio, desde luego, es el padre de la economía y de la estética que alumbraron el mundo moderno con el desarrollo del cristianismo. Su angelología es fundamental para entender muchas de las claves estéticas –y con eso quiero decir, también, financieras– del mundo de hoy. Con su poesía fonética, Ball no quería destruir nada, sino más bien poner las primeras piedras para reconstruir el mundo que se estaba desmoronando. Sus libros “Crítica de la inteligencia alemana” o “Cristianismo bizantino” –de los dos hay traducción al español– dan buena cuenta de todo esto. De hecho, tanto él como su compañera Emmy Hennings abandonaron Dadá, el Cabaret Voltaire y Zúrich a los pocos días de aquel evento que supuso “Karawane”. Los dos se retiraron a una vida religiosa, monacal y mística. Todavía está por reconocer la verdadera valía de sus escritos políticos y los poemas de Emmy Hennings piden una nueva consideración.
En la mencionada exposición se trataba, entonces, de mostrar cómo esta poesía dadá no era el fin de nada, sino el principio de todo. Hugo Ball quería, con sus balbuceos fonéticos, poner las bases para una reconstrucción del sentido del lenguaje que, definitivamente, como advirtió Karl Krauss, se había perdido con la guerra. Entonces fue cuando pensé en Tomás de Perrate para darle sentido al sinsentido. Perrate hizo una magnífica grabación por toná, siguiendo muy de cerca la llamada debla aunque aproximándose a la versión musical que de la misma hiciera Mauricio Sotelo. Por cierto, Inés Bacán, la cantaora de Lebrija, hizo una versión sublime del “Morphine” de Emmy Hennings, pero eso es otra historia. Hannah Aurbacher, integrante de Trio Exvoco, grupo pionero en la grabación de este poema a final de los años 60, pudo escuchar la grabación de Perrate y, según nos confesó, entendía perfectamente la sutil diferencia de lo que significaba en este caso “no destruir sino construir”. Ellos habían intentado la misma operación en su época siendo muchas veces incomprendidos. Perrate lo hacía por tonás –otras veces se acerca al martinete clásico y otras a la carcelera, pero, en su sentido fonético, como pasa realmente con estos cantes, apenas son notables estas distinciones– y así se recogió en un CD para la exposición con tres versiones distintas. En la tercera versión, con los coros del Niño de Elche, que se doblaba en más de 25 voces siguiendo el modo del canto bizantino. Recuerdo el primer estreno escénico, en Utrera, en un espectáculo con Israel Galván y Proyecto Lorca que se llamaba “Son de los nuestros”. La crítica de entonces escribió:“Y Tomás de Perrate cantaba en extrañas lenguas orientales”. ∎