Álbum

Lana Del Rey

Chemtrails Over The Country Club Polydor-Interscope-Universal, 2021

“Norman Fucking Rockwell!” (2019) no fue un espejismo, sino la culminación de una década de elucubraciones artísticas y estéticas –a veces incomprendidas y, sobre todo en sus inicios, agriamente juzgadas– de una de las grandes cantautoras del nuevo milenio. Apenas un año y medio después de tan resplandeciente testamento musical, al que solo se le resistió el Grammy al disco del año, el universo de Lana Del Rey vuelve a expandirse de la mano del productor que mejor ha sabido leer sus ensoñaciones y transformarlas en diapositivas sonoras de pop atemporal, Jack Antonoff. Su segundo trabajo juntos, “Chemtrails Over The Country Club”, es una obra quizá menos épica, no tan majestuosa, pero constituye el mayor esfuerzo de concisión de la neoyorquina –de 45 minutos, por primera vez no ronda la quincena de cortes–. Es, también, el disco más terrenal y vulnerable de toda su carrera.

Imperiosamente gestado en el ocaso de la América de Trump –su brujería para sacarlo de la Casa Blanca parece haber surtido efecto–, sin haberse tomado demasiado tiempo para saborear el éxito del anterior al encontrarse también inmersa en dos proyectos de poesía y spoken word –el primero de la colección,“Violet Bent Backwards Over The Grass” (2020), disponible tanto en libro como en disco– que vuelven a declarar su amor a Los Ángeles, el séptimo largo de Del Rey abre el prisma más allá de las luminosas costas californianas y los atardeceres dorados del Laurel Canyon, deleitándose también esta vez en polvorientos paisajes de carretera del Medio Oeste, descubriéndose a sí misma mirando al cielo en un rancho en Arkansas o bailando toda la noche en un club de country-western two-step de Louisiana.

La apertura “White Dress” es una oda al fin de la inocencia y, probablemente, su canción más autobiográfica: una regresión a los últimos días de un verano en el que todavía era Lizzy Grant. Con voz susurrante y el falsete más áspero que le hemos oído, Lana rememora turnos de noche en un bar, conferencias de hombres de la industria musical y bandas de indie rock que escuchaba junto a su primer amante. “El verano casi ha terminado / Estábamos hablando de la vida / Estábamos sentados afuera hasta el amanecer / Pero aún volvería”, canta sobre delicadas notas de piano y una suave brisa de percusión, y la tristeza con que evoca sus 19 años realmente se puede cortar.

Una vez más, sus composiciones dialogan con otros momentos de su discografía, especialmente de “Norman Fucking Rockwell!”. El crepuscular sencillo homónimo, una canción sobre asentarse en la normalidad aceptando también su lado salvaje, encuentra similitudes con la combustión lenta y el desarrollo ácido de “Venice Bitch” a través de la repetición de evocadoras escenas mundanas –eso sí, siempre idílicas y glamurosas– y menciones astrológicas que se desvanecen entre baterías de jazz, mientras que el estribillo de “Wild At Heart”, con sus tintineos de campanas, se construye sobre el mismo puente instrumental que la canción del anterior álbum “How To Disappear”, como una hermana más optimista de aquella.

Y pese a autorreferenciarse constantemente a sí misma, ya no solo a sus grandes mitos –aunque los clichés líricos que aluden a Bob Dylan o Elton John siguen presentes–, Lana se las apaña para encontrar cinematográficos nuevos encuadres y deliciosos registros vocales: “Tulsa Jesus Freak”, en la que exhala etéreo Auto-Tune, despliega sarcástica imaginería religiosa para expresar su deseo incandescente; “Dark But Just A Game”, con ecos al poema más célebre de Allen Ginsberg en su letra agridulce sobre el lado oscuro de la fama, despista con una introducción beatleniana para más tarde abrazar derroteros trip hop a lo Portishead; y la cruda balada “Yosemite”, grabada en una sola toma a mediados de la década pasada junto a Rick Nowels, su productor insignia antes de la llegada de Antonoff, encuentra al fin su lugar en el disco más folk de la artista.

Si bien Lana Del Rey ha sido largamente señalada por su complicada relación con el feminismo, quizá deberíamos buscar más respuestas en este disco –que, según explica, está dedicado a las mujeres de su vida, a sus amigas y hermanas– que en sus controvertidos tuits recientes. Después de todo, es en Nikki Lane en quien busca consuelo tras la ruptura en el country-pop “Breaking Up Slowly”, en recuerdo a Tammy Wynette. Es junto a Joan Baez, Stevie Nicks y Courtney Love con quienes teje alianzas y reivindica una comunidad de mujeres artistas en la bluesera “Dance Till We Die”. Es a la eterna Joni Mitchell a quien rinde pleitesía en la suntuosa versión de “For Free” que despide el álbum, y a Weyes Blood, voz esencial de su propia generación, a quien cede los últimos versos de este himno del “Ladies Of The Canyon” (1970) en el que su autora ya reflexionaba sobre la fama, sus frivolidades y la soledad del artista cuatro décadas atrás.

Al final, resulta relativamente sencillo saber de qué lado está Lana: del de sus musas, esas grandes cantautoras otrora incomprendidas que lograron inmortalizar sus historias y prevalecer en el panteón. Y en ese firmamento, resplandece junto a todas ellas.  ∎

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