Cuando “Silent Hill” (Keiichiro Toyama) vio la luz en 1999 las comparaciones con “Resident Evil” resultaron inevitables. La saga de terror zombi desarrollada por Capcom y creada por Shinji Mikami llevaba ya dos entregas, cada una sentando nuevas bases en el survival horror (prácticamente definiéndolo desde cero para el gran público), y no es ningún secreto que en Konami se fijaron en sus vecinos para desarrollar su propio universo de terror tras pruebas como “Hellnight” (Dennou Eizou Seisakusho, 1998). Las diferencias, eso sí (y por muy sutiles que fueran), estaban ahí desde el principio. En primer lugar y a nivel técnico, rechazar los fondos prerrenderizados y apostar por el modelado en 3D en tiempo real (lo que terminó dando origen a uno de los rasgos más definitorios de “Silent Hill”, la niebla, utilizada para disimular las limitaciones del hardware en la carga de modelados). Desde el punto de vista de la ambientación, un enfoque más centrado en el terror psicológico que en la acción, que se desviaba del terror camp, el slasher y la serie B y abrazaba referencias más profundas.
El balance entre las dos realidades, así como muchos de sus tropos, será una constante en el género desde precursores como “Haunted House” (James Andreasen, 1982), “Sweet Home” (Tokuro Fujiwara, 1989) o “Alone In The Dark” (Frédérick Raynal, 1992), pero es la oposición entre “Resident Evil” (Shinji Mikami y Tokuro Fujiwara, 1996-) y “Silent Hill” lo que abre definitivamente la brecha. Con el lanzamiento de la segunda entrega en 2001, y un poco dando por perdida con Capcom la batalla de la acción, el Team Silent (ya con Masashi Tsuboyama asentado en la dirección y con Masahiro Ito al frente del diseño artístico) llevó a más las implicaciones que podía tener el terror a nivel psicológico y emocional. Ofreció un videojuego, inspirado en “La escalera de Jacob” (Adrian Lyne, 1990) y en la obra de Dostoyevski, David Cronenberg, David Lynch, Junji Ito o el pintor Francis Bacon, en el que la acción era un mero trámite que añadía tensión y jugabilidad a la experiencia, pero que sobre todo renunciaba a su valor final para recrearse en simbología y significados: el combate en la segunda parte de “Silent Hill” –más allá de justificaciones un poco perezosas como la intención de humanizar al protagonista y oponerlo a esos superpolicías formados en operaciones especiales que habitualmente protagonizaban los “Resident Evil”, como si los videojuegos y el horror en sí mismo no se nutrieran de hacer extraordinario lo cotidiano– es un medio, una forma de narrar las diatribas y tribulaciones de sus protagonistas. Y aún más, es la representación última de sus miedos, sus culpas, sus pecados, sus ambiciones, sus acciones pretéritas. El laberinto es la propia mente y las criaturas que lo pueblan un producto de ella. Y al final esa fue su gran revolución.
Hoy, más de dos décadas después, estamos un poco en la misma encrucijada: el remake de “Silent Hill 2” (Mateusz Lenart, 2024) acometido por Bloober Team llega relativamente tarde, en un mundo en el que el survival horror ya está dominado por los remakes de “Resident Evil” e incluso por sucesores espirituales ya completamente asentados como “Alan Wake” (Markus Mäki, 2010), y su forma de destacarse tiene además que lidiar con la enorme diferencia de presupuestos que maneja respecto a estas y otras superproducciones del género. Pero ahí está la niebla, otra vez, para disimular las limitaciones: por mucha competencia y en cualquier contexto, “Silent Hill 2” sigue siendo una rara avis, un juego que consigue destacar simplemente por su propia naturaleza reflexiva, extraña, siniestra, opresiva y turbadora. Y Bloober ha hecho un trabajo impresionante: da igual que hayamos visto antes la versión 2.0 de la lynchiana postal del coche y el aparcamiento con que arranca “Silent Hill 2” en el “Alan Wake 2” (Sam Lake y Kyle Rowley, 2023) de Remedy. Los homenajes entre uno y otro corren en ambas direcciones, incluso se abre la posibilidad de una teoría del loop (algo que al escritor le suena bastante) con este remake, y todos los desarrolladores se saben herederos de un pasado construido en común. Pero quizá el agujero, el hoyo de “Silent Hill 2”, siempre fue mucho más profundo, convirtiendo la mente de James en la madriguera del conejo y revelando poco a poco y con turbia sutileza temas realmente duros y perturbadores: el abuso sexual, el asesinato, la violencia en el entorno familiar, el suicidio, el adulterio o la represión del trauma.
El protagonista llega a Silent Hill siguiendo una carta de su mujer, recientemente fallecida tras una larga enfermedad. Y en su busca va adentrándose en la niebla, dejándose llevar por el propio pueblo, que se despliega progresivamente ante él como una especie de escape room. Lo empuja cada vez más profundo, hundiéndole en una espiral de linealidad. A través de su recorrido por los apartamentos, el hospital, la prisión y el hotel, James Sunderland revive una especie de paralelismo entre su propia experiencia traumática y los últimos años junto a María, su esposa, envueltos en odio, ira y resentimiento. Y las criaturas con las que se enfrenta son los nueve símbolos de sus pecados, los mismos nueve cuadrados rojos que rompen la tónica en el último punto de guardado del juego. Solo al final empezamos a entender el alcance del trauma, y nunca terminamos de saber si es todo una construcción del propio James para huir de traumas aún mayores; después de todo, cada habitante de Silent Hill vive Silent Hill de una manera personal.
Que Bloober haya reforzado el componente de acción en este remake para alinearse con las necesidades de la jugabilidad contemporánea no cambia nada de su inquietante historia, y es algo que ojalá sirva para futuras producciones del género. Se ha arreglado el combate sin que se pierda un ápice de turbiedad o de profundidad psicológica, y aunque es cierto que hacia el final la acumulación de enemigos y la tensión constante que genera provocan que el jugador pierda la capacidad de asustarse, en general este remake de “Silent Hill 2” sigue generando horror sin saberse uno en peligro, sigue aprovechando el silencio como elemento perturbador y sabe beneficiarse de los avances técnicos (el uso de la iluminación es especialmente aterrador por momentos, casi siempre sumido en una sofocante oscuridad y jugando al contraluz con los maniquíes) para darle una nueva vida a los macabros diseños de pesadilla de Masahiro Ito, que se ha encargado de supervisar (y aplaudir) este remake. Y, sobre todo, sigue consiguiendo que sea su diseño sonoro el que vehicule la experiencia, mezclando la estática de la radio que avisa de la presencia de enemigos (y que en PS5 se escucha a través del altavoz del mando) y esa banda sonora que abrió camino mezclando ambient drone con desafinadas baladas a piano de misterio nipón. ∎