Porque de lo que no cabe duda es de que Schifrin era un tipo que derrochaba talento, y nadie que pasó a su lado dejó perder la oportunidad de absorberlo: Chet Baker, Astor Piazzolla, Xavier Cugat, Sarah Vaughan, Stan Getz o Quincy Jones lo reclamarían a su lado. En París, donde viajó para formarse en el conservatorio, Olivier Messiaen lo reconoció como uno de los suyos y, tras verlo al piano en las humeantes caves jazz del Barrio Latino, el dandi y magnate discográfico Eddie Barclay le daría la alternativa como compositor. Pero si alguien resultó fundamental para Schifrin ese fue Dizzy Gillespie, a quien conoció al paso del trompetista por Buenos Aires y con quien arrancaría los que calificaría como “los años más felices de su vida”. Enrolado como pianista y compositor en la banda, Schifrin será el artífice de una de sus piezas mayores, el álbum “Gillespiana” (Verve, 1960), que le abriría de par en par las puertas de la escena jazz de Nueva York.
Pero hasta un margen tan amplio como el que ofrecía Gillespie comenzó a quedarse estrecho para Schifrin. Y quiso el azar que la discográfica Verve, para la que había cumplido unos primeros y muy arriesgados experimentos marcados por la audacia del eclecticismo –misas jazz, colisiones con la música orquestal, álbumes inspirados en la obra de Peter Weiss “Marat/Sade” (1963): nada se antojaba imposible–, fuera adquirida por la Metro. Para entonces, Schifrin ya había pasado el Rubicón del tema con la cifra cabalística del millón de copias vendidas –“The Cat”, para el organista Jimmy Smith– y la serie “Misión: imposible” (Bruce Geller, 1966-1973) resopló en el horizonte.
La vida de Schifrin fue otra a partir de aquel 17 de septiembre de 1966 en el que la CBS emitió su primer episodio. Porque en aquel minuto que tardaba en consumirse el rastro de pólvora de sus opening credits quedaba un tema destinado a marcar la cultura popular, una composición imperecedera capaz de amoldarse a cualquiera de las muchas versiones, revisitaciones, sampleados y mashups que los tiempos le pondrían por delante: todavía tres décadas más tarde brillaba en los puestos altos de ‘Billboard’ gracias a la revitalización del 50% menos visible de U2, Larry Mullen y Adan Clayton, cara a una franquicia cinematográfica que acaba de extinguirse al mismo tiempo que su creador.
Nada mejor para calibrar la apabullante fuerza de las composiciones cinematográficas de Schifrin que un tema inexistente: el que acompañaba la persecución por las calles de San Francisco en “Bullitt” (Peter Yates, 1968) fijado en la memoria colectiva. Schifrin, sin embargo, se limitó a ilustrarla con una pequeña obertura que se desvanecía al pisar Steve McQueen el acelerador; el que todo el mundo la prolongara en su mente habla a la perfección de la permeación de una forma de hacer música destinada a iluminar un género. Porque muchos serían los compositores que intentarían dar con la fórmula alquímica de manchar el jazz con toques latinos para acompañar los centenares de películas policíacas que ya no pudieron despegarse de ese canon, pero nadie hizo fluir aquella combinación como Schifrin, para quien el tango, la bossa nova y la música afrocubana eran base natural de su formación.
El listado de bandas sonoras que Schifrin desplegaría a lo largo de la siguiente década acompañando a ídolos de las plateas populares será apabullante: para Charles Bronson, para Jack Palance, para James Coburn, para la dupla Don Siegel-Clint Eastwood –ahí queda como gran pieza de culto “Harry el fuerte” (1973) con su combinación de ritmos blaxploitation y coros femeninos– y hasta para Bruce Lee: suya sería la música de esa cumbre del cine de artes marciales que fue, que es, “Operación Dragón” (Robert Clouse, 1973), encargo recibido no sin satisfacción por un compositor cinturón negro de kárate. Y no solo, porque los experimentos de Schifrin se extenderían por una infinidad de terrenos, desde la ciencia ficción de culto de “THX 1138” (George Lucas, 1971) hasta el post-morriconismo de “Terror en Amityville” (Stuart Rosenberg, 1979). También una composición que apuntó a mayúscula para “El exorcista” (1973) que William Friedkin rechazó por razones en las que pesó más el ego que lo racional.

Valga esta como pieza más excéntrica (que no menor) de la discografía de Schifrin, revisión de temas propios y ajenos bajo la égida del easy listening, el disco-funk, la blaxploitation y hasta un corte con ánimo de hit single que revisitaba el tema central de John Williams para “Tiburón” (Steven Spielberg, 1975) sobre la base rítmica de, claro está, “Misión: imposible”. Ahí queda el epíteto guilty pleasure para quien tenga ánimo de colocarlo.

Si resulta imprescindible hacerse con un recopilatorio de los trabajos de Schifrin para el cine y la televisión, no lo vamos a encontrar mejor que este en el que el exquisito sello alemán Boutique agrupó sus composiciones de los setenta más intoxicadas de funk y desbordadas de groove sin esquivar rarezas de alto octanaje, como ese “Ape Shuffle” escrito para la serie de televisión de “El planeta de los simios” (Pierre Boulle, 1974) que apunta a pieza culminante del cool de los setenta.

El gran cometido de Schifrin en sus últimos años fue la fundación de un sello propio que llamó Aleph, como el punto borgiano donde convergía todo el universo. Para él compiló y regrabó piezas perdidas en una summa discográfica inabarcable y rescató diversos trabajos aún inéditos, como esta exquisita banda sonora primeriza para un noir de 1964 dirigido por René Clément, erigida en quintaesencia del jazz Côte d’Azur. ∎