El maestro en el año 2000. Foto: Ullstein Bild (Getty Images)
El maestro en el año 2000. Foto: Ullstein Bild (Getty Images)

Fuera de Juego

Lalo Schifrin, vivir a golpe de groove

El pasado jueves 26 de junio nos llegaba la noticia de la muerte en Los Ángeles del argentino Lalo Schifrin, compositor volcánico de versatilidad pasmosa que, gracias a su capacidad para intoxicar los parámetros del jazz con elementos de órbita latina, revolucionó las bandas sonoras del cine y la televisión estadounidense hasta fijar un canon visionario para el virulento género policíaco de los años setenta.

Suelen abundar los recuentos biográficos de artistas en hitos vividos en la infancia que despiertan vocaciones y determinan carreras futuras. A Lalo Schifrin (1932-2025), sin embargo, si aquello le llegó fue en sentido inverso, pues cuando se acercó a un cine de Buenos Aires para ver “Rapsodia en azul” (Irving Rapper, 1945), la película en la que Metro-Goldwyn-Mayer romantizaba la vida del compositor George Gershwin, no encontró allí hallazgos ni descubrimientos, sino algo que se parecía mucho a su vida cotidiana. Para el hijo del primer violinista de la Filarmónica de Buenos Aires y último eslabón de una familia de larga tradición musical, los ensayos y las representaciones de óperas eran algo tan cotidiano como para haberle hecho desarrollar una pesadilla recurrente que le perseguiría toda la vida: la escena del acuchillamiento final de “Lucia di Lammermoor” (Gaetano Donizetti, 1835) dirigida por Arturo Toscanini. Y no, Gershwin tampoco era novedad: el director del monumental Teatro Colón de Buenos Aires ya lo había hecho subir al escenario para interpretarla al piano tras descubrir que era una de las pocas personas de la capital que conocía sus partituras. Algo que, para un chaval de apenas 13 años, no dejaba de resultar sintomático de la vida que lo aguardaba.

Lalo Schifrin (izquierda) con el batería Mel Lewis (derecha) escuchando a Dizzy Gillespie (piano), 1960. Foto: Bill Wagg (Getty Images)
Lalo Schifrin (izquierda) con el batería Mel Lewis (derecha) escuchando a Dizzy Gillespie (piano), 1960. Foto: Bill Wagg (Getty Images)

Preludio

Porque de lo que no cabe duda es de que Schifrin era un tipo que derrochaba talento, y nadie que pasó a su lado dejó perder la oportunidad de absorberlo: Chet Baker, Astor Piazzolla, Xavier Cugat, Sarah Vaughan, Stan Getz o Quincy Jones lo reclamarían a su lado. En París, donde viajó para formarse en el conservatorio, Olivier Messiaen lo reconoció como uno de los suyos y, tras verlo al piano en las humeantes caves jazz del Barrio Latino, el dandi y magnate discográfico Eddie Barclay le daría la alternativa como compositor. Pero si alguien resultó fundamental para Schifrin ese fue Dizzy Gillespie, a quien conoció al paso del trompetista por Buenos Aires y con quien arrancaría los que calificaría como “los años más felices de su vida”. Enrolado como pianista y compositor en la banda, Schifrin será el artífice de una de sus piezas mayores, el álbum “Gillespiana” (Verve, 1960), que le abriría de par en par las puertas de la escena jazz de Nueva York.

Pero hasta un margen tan amplio como el que ofrecía Gillespie comenzó a quedarse estrecho para Schifrin. Y quiso el azar que la discográfica Verve, para la que había cumplido unos primeros y muy arriesgados experimentos marcados por la audacia del eclecticismo –misas jazz, colisiones con la música orquestal, álbumes inspirados en la obra de Peter Weiss “Marat/Sade” (1963): nada se antojaba imposible–, fuera adquirida por la Metro. Para entonces, Schifrin ya había pasado el Rubicón del tema con la cifra cabalística del millón de copias vendidas –“The Cat”, para el organista Jimmy Smith– y la serie “Misión: imposible” (Bruce Geller, 1966-1973) resopló en el horizonte.

“Misión: imposible” (1966): sintonía eterna.

Interludio

La vida de Schifrin fue otra a partir de aquel 17 de septiembre de 1966 en el que la CBS emitió su primer episodio. Porque en aquel minuto que tardaba en consumirse el rastro de pólvora de sus opening credits quedaba un tema destinado a marcar la cultura popular, una composición imperecedera capaz de amoldarse a cualquiera de las muchas versiones, revisitaciones, sampleados y mashups que los tiempos le pondrían por delante: todavía tres décadas más tarde brillaba en los puestos altos de ‘Billboard’ gracias a la revitalización del 50% menos visible de U2, Larry Mullen y Adan Clayton, cara a una franquicia cinematográfica que acaba de extinguirse al mismo tiempo que su creador.

Nada mejor para calibrar la apabullante fuerza de las composiciones cinematográficas de Schifrin que un tema inexistente: el que acompañaba la persecución por las calles de San Francisco en “Bullitt” (Peter Yates, 1968) fijado en la memoria colectiva. Schifrin, sin embargo, se limitó a ilustrarla con una pequeña obertura que se desvanecía al pisar Steve McQueen el acelerador; el que todo el mundo la prolongara en su mente habla a la perfección de la permeación de una forma de hacer música destinada a iluminar un género. Porque muchos serían los compositores que intentarían dar con la fórmula alquímica de manchar el jazz con toques latinos para acompañar los centenares de películas policíacas que ya no pudieron despegarse de ese canon, pero nadie hizo fluir aquella combinación como Schifrin, para quien el tango, la bossa nova y la música afrocubana eran base natural de su formación.

El listado de bandas sonoras que Schifrin desplegaría a lo largo de la siguiente década acompañando a ídolos de las plateas populares será apabullante: para Charles Bronson, para Jack Palance, para James Coburn, para la dupla Don Siegel-Clint Eastwood –ahí queda como gran pieza de culto “Harry el fuerte” (1973) con su combinación de ritmos blaxploitation y coros femeninos– y hasta para Bruce Lee: suya sería la música de esa cumbre del cine de artes marciales que fue, que es, “Operación Dragón” (Robert Clouse, 1973), encargo recibido no sin satisfacción por un compositor cinturón negro de kárate. Y no solo, porque los experimentos de Schifrin se extenderían por una infinidad de terrenos, desde la ciencia ficción de culto de “THX 1138” (George Lucas, 1971) hasta el post-morriconismo de “Terror en Amityville” (Stuart Rosenberg, 1979). También una composición que apuntó a mayúscula para “El exorcista” (1973) que William Friedkin rechazó por razones en las que pesó más el ego que lo racional.

Schifrin ensayando con Los Angeles Philharmonic Orchestra dirigida por Zubin Mehta (1971). Foto: George Brich
Schifrin ensayando con Los Angeles Philharmonic Orchestra dirigida por Zubin Mehta (1971). Foto: George Brich

Grand finale anticlimático

Alcanzado el estatus de mito viviente, Schifrin se abalanzó sobre una lucrativa hiperactividad en los ochenta antes de saltar a espacios de mayor ambición en los noventa, cuando las películas de género fueron suplidas por proyectos deluxe del cine europeo, por direcciones de orquestas sinfónicas a lo largo y ancho de este mucho, por Óscar y Grammy honorarios, por mancharse las manos rubricando estrellas de la fama e incluso por poner orden en aquella bacanal de gorgoritos que fue la gira de Los Tres Tenores. Cometidos muy alejados de los que le habían aportado la gloria, pero también sin dejar de investigar y experimentar hasta el mismo día de su muerte. Para la que nos gustaría tener un estupendo broche con el que cerrar un periplo brillante como pocos, pero lo dificulta que su último trabajo haya sido una sinfonía estrenada en Buenos Aires hace solo dos meses. La había compuesto como homenaje al triunfo electoral de Javier Milei, y para que nadie se llamara a engaño la había titulado, ay, “¡Viva la libertad!”. Carajo, Lalo… ∎

Derrochando cool en tres discos

“Black Widow”
(CTI, 1976)

Valga esta como pieza más excéntrica (que no menor) de la discografía de Schifrin, revisión de temas propios y ajenos bajo la égida del easy listening, el disco-funk, la blaxploitation y hasta un corte con ánimo de hit single que revisitaba el tema central de John Williams para “Tiburón” (Steven Spielberg, 1975) sobre la base rítmica de, claro está, “Misión: imposible”. Ahí queda el epíteto guilty pleasure para quien tenga ánimo de colocarlo.

“Most Wanted 1968-1979”
(Boutique, 2004)

Si resulta imprescindible hacerse con un recopilatorio de los trabajos de Schifrin para el cine y la televisión, no lo vamos a encontrar mejor que este en el que el exquisito sello alemán Boutique agrupó sus composiciones de los setenta más intoxicadas de funk y desbordadas de groove sin esquivar rarezas de alto octanaje, como ese “Ape Shuffle” escrito para la serie de televisión de “El planeta de los simios” (Pierre Boulle, 1974) que apunta a pieza culminante del cool de los setenta.

“Les félins”
(Aleph, 2005)

El gran cometido de Schifrin en sus últimos años fue la fundación de un sello propio que llamó Aleph, como el punto borgiano donde convergía todo el universo. Para él compiló y regrabó piezas perdidas en una summa discográfica inabarcable y rescató diversos trabajos aún inéditos, como esta exquisita banda sonora primeriza para un noir de 1964 dirigido por René Clément, erigida en quintaesencia del jazz Côte d’Azur. ∎

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