Un legado –el de Sly Stone (1943-2025)– erigido en los exiguos cuatro años que separan la publicación del primer álbum de Sly & The Family Stone, “A Whole New Thing” (Epic, 1967), del que llevaría a la banda a su autoimplosión, “There’s A Riot Goin’ On” (Epic, 1971). Porque la voracidad pareció marcar la vida de Sly ya desde su juventud: hablamos de una persona que había levantado su primer disco de oro con solo 19 años, no todavía como músico sino como productor. Su conversión en celebrity local de la bahía de San Francisco como DJ radiofónico había facilitado su salto al pequeño sello Autumn Records, donde Sly exhibió falta de prejuicios musicales navegando con la misma soltura en sólidas piezas de rhythm’n’blues de Bobby Freeman que en clones autóctonos de la British Invasion como The Beau Brummels. Incluso se había chequeado destilando la psicodelia seminal de la ciudad concluyendo una primeriza versión de “Somebody To Love” de The Great Society, el mismo tema que la secuela de la banda, Jefferson Airplane, terminaría convirtiendo en hit planetario.
Con un recorrido como este, no es necesario señalar que el de productor era un traje que rápidamente quedó pequeño a Sly, ni su urgencia en organizar una banda con la que buscar camino propio. No dio en la diana con su primer disparo, “A Whole New Thing”, perdido como estaba aún desentrañando las claves para escapar de los engranajes obligados de la música negra incluyendo en el vitriolo a Bob Dylan y The Beatles. Pero resultó solo una fugaz cuestión de espera, porque un mes más tarde llegaba un single bajo el título “Dance To The Music” que condensaba de manera deslumbrante el pop picado por la psicodelia con un funk al que todo el mundo añadió la coletilla “cósmico” porque no parecía haber adjetivo mejor para definir aquel sonido que no había conocido parangón hasta entonces.
Y no solo eso, porque al margen de aquella pieza atómica era difícil encontrar un conjunto que recogiera mejor el aire de los tiempos que Sly & The Family Stone. La falta de recelos que manejaba su titular parecía extenderse sin complejo alguno hacia la combinación de sus integrantes: aquella conjunción de músicos negros y blancos se alternaba con otra de miembros masculinos y femeninos, algo poco habitual en aquel y en todos los momentos. Pero allí el elemento diferenciador era otro: si en intentos anteriores las funciones femeninas se limitaban a labores vocales, en The Family Stone la trompeta de Cynthia Robinson y el teclado de Rose Stone eran parte indisoluble del sonido de la banda.
Sorprendía la audacia del grupo. “Stand!” (Epic, 1969) era su cuarto disco en apenas año y medio y ante aquella avalancha de singles fulminantes no parecían quedar fronteras por derribar. Si Sly & The Family Stone son asumidos al instante como pilar clave de la música negra, el siempre difícil salto al mercado blanco no pareció afectarles: la banda se coronó en Nueva York actuando en el Fillmore East como telonera de Jimi Hendrix y provocó estupor a nivel nacional con una arrolladora actuación en el reducto wasp del programa televisivo de Ed Sullivan. La revista ‘Rolling Stone’ ya había comenzado a cortejarlos para ofrecerles su portada y por delante quedaba todo un hito: su participación en el festival de Woodstock en 1969.
A nadie se le escapaba que en Sly Stone era el émbolo que hacía saltar la chispa de aquella alquimia y, situado bajo todos los focos, los intereses comenzaron a ser un lastre que le resultó ingobernable. Económicos, por supuesto, porque Epic no estaba dispuesta a dejar de apretar su nueva gallina de los huevos de oro y comenzó a presionar para interrumpir el período de sequía compositiva en que el cantante parecía repentinamente atascado. También políticos: el recién nacido Black Panther Party fijó en él su objetivo para ejercer una portavocía que Stone no deseaba. Y musicalmente las cosas no eran fáciles de manejar: que una gran parte de grupos de la escena negra hubieran virado hacia el sonido de la banda era algo que Sly aceptaba con orgullo, pero ver que un coloso como Miles Davis giraba su orientación hacia el modelo de la Family Stone e incluso tomaba prestado el riff de “Sing A Simple Song” para completar la banda sonora de “Jack Johnson” (Columbia, 1971) –documental sobre el legendario boxeador negro dirigido por Jimmy Jacobs– comenzó a pesarle en exceso a la hora de concluir nuevas composiciones.
Sobrepasado por aquel engranaje que se movía a su alrededor, la opción inicial de Sly fue el alejamiento. Tras mudarse a Los Ángeles, comenzó a rodearse de gente poco recomendable y sus salidas se hicieron cada vez menos habituales. No es necesario señalar que había metido ya hacía tiempo la droga en esta ecuación, y no precisamente en volúmenes moderados, lo que distorsionó aún más su percepción de la realidad. El aislamiento estaba a un paso y Sly no tardaría en darlo. Las tensiones con la banda se dispararon al instante y no ayudó a ello un comportamiento errático que no respetó ni tan siquiera aquel antiguo terreno sagrado que eran los conciertos, saldados con demasiada frecuencia con retrasos e incluso repentinas desapariciones del titular.
Así como Sly & The Family Stone parecían haber encarnado la utopía de los sesenta, Sly pareció empeñado en demostrar que no necesitaba la banda para hacer lo propio con la bajona del final del sueño hippy que marcaría la década siguiente. Su objetivo, registrar en su propio estudio un disco autosuficiente con la ayuda de una primitiva caja de ritmos y un grupo de amigos –y que entre estos figuraran Bobby Womack o Ike Turner– habla a las claras de que la contención no fue un valor al alza en aquellas sesiones. Tras dos años y medio de sequía, las radios recibieron un single asombroso, “Family Affair”, aunque el público no tardó en comprobar que aquel cool funk distorsionado tenía poco que ver con lo que estaba por venir. Porque la consideración unánime de “There’s A Riot Goin’ On” como pieza que definiría el sonido de los setenta solo llegará con el tiempo. En su momento no hubo quien no lo valorara como un álbum áspero y de una complejidad críptica.
De un solo golpe, Sly había dado portazo al legado de The Family Stone. Y todo con el agravio de un álbum en que la banda apenas había participado, a la que ahora sumaba la preocupación añadida de un futuro que se presentaba cuanto menos confuso. Las deserciones comenzaron a sucederse y la primera alcanzó tintes dramáticos por ser la del bajista Larry Graham, que con su slap había resultado definitorio para el sonido del grupo. A partir de ahí el recorrido fue derivando en un previsible proceso de desintegración exhibido a la vista de todos, y pronto se descubriría que no albergaba posibilidad alguna de redención. Sly todavía ofrecería un último destello con un nuevo álbum, “Fresh” (Epic, 1973), que parecía volver la vista atrás y dejar de lado la aridez de “There’s A Riot Goin’ On”. Podría haber sido un punto de partida para un artista que apenas acababa de alcanzar la treintena, pero aquello solo fue una leve pausa antes de derrapar hacia el desastre más absoluto en el que, cada vez más consumido por la droga, todo fue hundiéndose en la intrascendencia. Los intentos por reformular la banda vieron un listado interminable de músicos extraordinarios perdidos por la falta de dirección, el público comenzó a desertar y los discos empezaron a espaciarse: la degradación de Sly era tan evidente que el título de uno de ellos, “Back On The Right Track” (Warner, 1979), no dejó de leerse como un chiste en la industria.
Para entonces, de Sly Stone ya no quedaba prácticamente nada. Es difícil encontrar en todos sus movimientos de aquellos años algo que no fuera la esperable jugada toma-el-dinero-y-corre de una persona sumida en la droga, y allí cabían desde discos que revisaban en formato disco music sus temas clásicos –“Ten Years Too Soon” (Epic, 1979)– hasta un matrimonio con su nueva novia –jovencísima– celebrado en el Madison Square Garden pago de entrada mediante. Sucedió cuando Sly ya se había convertido en carne de programa televisivo de variedades, pero antes de que el crack y el polvo de ángel lo llevaran a otra plataforma mucho menos grata, la de las páginas de sucesos que exhibían cruelmente un auténtico rosario de detenciones, rehabilitaciones y encarcelamientos a los que nadie veía un posible final en el horizonte.
Sly Stone pareció cansarse de aquel continuo espectáculo y decidió desaparecer de la vida pública con la llegada de los noventa. Las escasas noticias que circulaban sobre él eran aterradoras, acosado por los mismos problemas de siempre e incluso viviendo temporadas en la calle. Pero ni así su legado dejó de cotizar al alza gracias a su continua revisión a cargo de figuras como Prince, Janet Jackson y una auténtica infinidad de artistas de rap y hip hop. Quizá fue aquello lo que lo animó a reivindicarse con un último intento por volver a la carretera: sucedió en 2007, cuando Sly & The Family Stone anunciaron una inesperada gira mundial con varias fechas europeas. La escala en el Festival de Jazz de San Sebastián no hizo sino mostrar lo esperable: el cantante solo se subió al escenario en momentos puntuales y ni tan siquiera estuvo presente cuando una banda conformada por amigos y familiares interpretó sus éxitos más conocidos. También con arrebatos desconcertantes, como cuando llevado por el frenesí decidió lanzarse al foso de un salto para saludar al público y el personal de seguridad tuvo que recogerlo porque era incapaz de levantarse por sí mismo.
Todavía habría algún concierto ocasional, alguna aparición pública puntual, alguna entrevista recóndita y alguna colaboración en proyectos biográficos. El aislamiento, eso sí, se mantuvo: el único cauce de comunicación con el exterior era el que abría ocasionalmente su familia, con la que por fin se había reconciliado. Esa familia fue la que el lunes 9 de junio hizo llegar el comunicado que anunciaba su fallecimiento, un fallecimiento que no parece vaya a saldar el legado de Sly Stone: este mismo año ha visto la luz un extraordinario documental sobre su figura dirigido por Questlove, y el 18 de julio saldrá “The First Family. Live At Winchester Cathedral 1967” (High Moon, 2025), disco que recoge un concierto inédito anterior al primer álbum de Sly & The Family Stone. Qué duda cabe de que el manantial que abrió Sly sigue sin secar su cauce. ∎

El paso del tiempo ha consolidado “Stand!” como uno de los discos más influyentes que haya conocido la historia de la música popular, un álbum destinado a cambiar para siempre el recorrido de la música negra (y no solo). Un despliegue musical tan arrollador como el compositivo, desbordado de singles incontestables e incluso uno de ellos, “Everyday People”, con dimensión de fenómeno sociológico. El funk del siglo XXI, anunciado en ocho cortes estratosféricos.

Disco crudo, ensimismado y claustrofóbico en el que Sly se reimagina insistentemente hasta tallar su reflejo negativo asimilando en su propia decadencia el fracaso de la utopía de los sesenta. Lo-fi autosuficiente llevado a extremos psicotrópicos que termina dando en un conjunto que no suena como nada conocido antes, posiblemente tampoco como nada conocido después. Lógicamente incomprendido en su momento, hoy asumido como pieza definitiva de la discografía de Sly.

Por un momento, fugaz, Sly pareció alejarse del tono abstraído al que lo abocaba el camino sin retorno emprendido en “There’s A Riot Goin’ On” y abrir una pequeña rendija que permitiera renovar aquel aire enrarecido. Hay en el álbum un serio intento por regresar a los orígenes, incluso por lograr un single radiable –“If You Want Me To Stay”–, en un conjunto que termina dando en lo que hubiera sido un cierre modélico a una discografía que, decididamente, no necesitaba las piezas inanes que le sucederían.

No cabe duda de que si hay un disco en directo de Sly & The Family Stone destinado a encajar en la leyenda ese es el que recoge su actuación en Woodstock, pero no resulta de menor calado este otro que recoge los cuatro triunfales conciertos con los que el grupo jalonó su ascenso al éxito en el Fillmore East neoyorquino con un derroche irrefrenable de energía. Una muestra inmejorable de un potencial que desgraciadamente no tardaría en desperdiciarse. ∎