La literatura de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) cuestiona, no es para nada complaciente. Zambra narra sobre la realidad con todo su carácter amenazante, intempestivo, generando un impacto en el lector. Se inició en la poesía para luego ir construyendo una obra narrativa abierta, con lugar para el cuento, el ensayo o la escritura de guiones.
Con “Facsímil” (Eterna Cadencia, 2013; Anagrama, 2021) sorprendió por su quiebro estilístico y formal. El año pasado publicó su primera obra de literatura infantil, “Mi opinión sobre las ardillas” (Ekaré Sur, 2022), con ilustraciones de Gabriela Lyon. Y el pasado mayo vio la luz “Literatura infantil” (Anagrama, 2023), libro en el que conecta la paternidad a través de un diario o de relatos que revelan, que se preguntan, que observan de dónde venimos, el legado que dejamos, el rastro.
Estuvimos hablando con Zambra en el café Petra del barrio de Chueca antes de una firma en la librería Amapolas en Octubre. Su discurso emerge con convicción a pesar de su cansancio, de sus pausas y de la pesadez del calor madrileño.
Cuando eres adulto te olvidas de descubrir. Los géneros son unas etiquetas muy cerradas y estamos un poco encasillados, y quizá hay que romper con eso. ¿Con “Literatura infantil” quería jugar a varias bandas?
Claro, me resultaba muy natural escribir acerca de eso. Hubiera sido muy raro no hacerlo porque escribir siempre ha sido eso para mí. Hay una segunda intensidad que aparece con propiedad, con legitimidad, y escribir en ese sentido siempre ha sido para mí una manera de completar. A veces puede ser una manera incluso de situarte, a veces descifrar, a veces disfrutar. Va cambiando el significado, siempre. Está el efecto de completar algo o acercarte a su eventual plenitud. Escribir para mí desde chico fue un hábito y un juego al mismo tiempo. Hubiera sido muy raro no escribir de algo tan importante, gravitante y tan conectado a la vida como la paternidad.
En realidad la pregunta sería por qué no haber escrito. La pregunta es por qué publicar. Y ahí creo que la respuesta tiene que ver con algunas conversaciones, con la experiencia más grupal de la paternidad, con la experiencia de la pareja, de los amigos que no han sido padres pero se preguntan cómo sería hacerlo, o que no han sido padres porque piensan que sería absurdo serlo, que me parece una cosa muy natural, muy respetable. Y de un par de amigos que fueron padres al mismo tiempo que yo. Entonces se dio este espacio en que comparábamos experiencias. Y me pareció que tenía sentido armar algo con esos textos que iba desarrollando.
Empieza con un diario de los primeros días de tu hijo. Y luego hay relatos que podrían estar en otros libros.
Hay textos que podrían estar en otros libros y me gusta que estén ahí, porque nacieron también de ahí. Cuando la segunda parte empieza, recomienza el libro. Y el hecho de que “Garabatos” o “Rascacielos” estén en este libro tiene sentido para mí en la medida en que no habrían existido sin la paternidad, y de alguna manera ocupan un cordón umbilical con eso. Esos textos habrían ocupado un lugar que quizá tradicionalmente ocupa el hijo en la literatura, que es el personaje omitido.
En estos cinco años, no dejé de pensar en este hecho abrumador de que justo en esa parte de la infancia uno olvida prácticamente todo, los tres, cuatro, cinco años. Y que justo lo que olvidamos sea posible observarlo en quien va a olvidarlo. Es muy atractivo también como trama: tú eres capaz de recordar algo que el otro va a olvidar. Y estás ahí como depositario de sus recuerdos. Así que sus recuerdos van a ser otros. Y el que va a olvidar necesita olvidar. Nosotros necesitamos olvidar para revelarnos, entonces ahí surge un buen entramado. Y hay una complejidad que puede ser muy nutritiva.
“Garabatos” o “Rascacielos” son textos que tienen un origen en la paternidad. Porque cuando recién nació mi hijo empecé a pensar mucho en el miedo. En el miedo que suscita la propia fragilidad de la vida que cuidas. Por eso un registro de la felicidad siempre es equívoco porque esa felicidad también tiene su contraposición. La felicidad del nacimiento también lidia con un pensamiento constante acerca de la fragilidad, y aparece una idea nueva de la muerte y del amor, digamos. No es tan sencillo como un territorio liso y llano o desprovisto de matices y de vericuetos. A mí me gusta que la literatura permita ese despliegue, castigar la contradicción sin parar. La literatura nace, sobrevive a la parálisis. La literatura es movimiento también, es ritmo. E igual que el ritmo o las palabras, es un espacio. Es un movimiento que viene cuando parecía que lo que correspondía era el silencio o el pasmo o la mera aceptación de lo innombrable, y aparece una posibilidad.
Quizá lo más difícil en literatura es conseguir tener un estilo propio. Y que ese estilo también lo trastoques, salirse de una dirección concreta. ¿Has conseguido dar muchos quiebros en ese sentido?
Está muy bien que hablemos de literatura, sobre todo en situaciones como esta en que uno está ahí con el libro terminado, porque los escritores salimos a la luz pública siempre con el libro terminado. Pero no dejamos de hacer trampa, porque el libro está terminado y ocultamos el hecho esencial, que es el proceso, y que escribir es escribir mal. Sí, equivocarte y tener mil borradores y corregir y revisar. Todos los escritores escribimos mal, ese es nuestro gran secreto.
Has escrito guiones. ¿Qué trasvase hay entre literatura y cine? ¿Realmente se nutren mucho la una del otro?
Cuando he estado vinculado con el cine en realidad he estado buscando esa especificidad como algo que no se puede narrar exclusivamente con palabras. Y hay algo que no se puede narrar con imágenes exclusivamente. Eso lo estoy pensando todo el tiempo. Una literatura cuyo propósito sea ser filmable no me interesa. Porque sería muy evidente, muy obvio. Pero la reflexión acerca de lo específicamente literario siempre me ha interesado, porque la literatura ocupa un lugar muy raro, una zona de arte que se hace con un material que todos tenemos a mano, al que todos tenemos acceso y en el que todos somos de alguna manera especialistas.
¿Por dónde se mueve un escritor? ¿Por dónde se mueve Alejandro Zambra?
Hay una zona segura, compartimos más o menos una idea de qué cosa es la literatura, qué cosa es el escritor. Pero es muy fácil salir de esa zona. Y si sales de esa zona inmediatamente, muy rápido, tienes que explicar qué es un escritor. Pero ese espacio de incomodidad a mí me interesa más, porque sí creo que este es un mundo muy cerrado en sí mismo y que se alimenta de sí mismo. Es interesante cuando se rompe ese cerco y te ves en una situación incómoda. Y tomas nuevamente conciencia de algo que ya sabes, y es que la literatura le importa a muy poca gente. Un músico no tiene que dar tantas explicaciones. Y también eso tiene que ver con la pregunta ¿cuál es la función que cumple la literatura? La literatura también se destroza, se sobreexplica.
A mí me interesa la preliteratura, porque en mi caso yo me acerqué a la literatura porque en ella pervivía algo que yo había conocido de otra manera, que estaba vinculado justamente a la música, a los relatos orales, a los relatos radiales de partidos de fútbol. Algo en el lenguaje me interesaba y tenía que ver también con una persona particular, que era mi abuela, que era una persona muy divertida, pero no era la cultura tradicional. Los libros aparecieron en la escuela y vi que ahí había ese mismo espacio, que también existían los libros. No me acerqué a la literatura sabiendo lo que era, sino más bien intuyendo que ahí se continuaba algo más de la vida. Y eso fue pura suerte.
Lo primero que publicaste fue poesía, curiosamente. ¿Te sigue interesando?
Sigo leyendo más poesía que prosa.
El poeta es un maldito dentro de la literatura, pero tiene un punto también de ingenio y de invención del lenguaje. Va más allá de las formas. ¿La poesía nutre tu universo?
También está más cerca de la experiencia. Y en ese sentido la poesía está más cerca de la música y más cerca del rito, de lo ritual, de la repetición, de lo religioso en un sentido muy profano. Pero para mí poesía es lo que está en la mesita de noche. También puede haber una novela, pero lo que hay ahí es lo que estás leyendo y no se ha movido de la mesita de noche.
¿Construyes tus personajes dejándoles jugar, metiéndote en terrenos impensables? ¿Te interesan los mundos de inestabilidad?
Sí. Ese tránsito, esa posibilidad de construirte y reconstruirte muchas veces. Vas a ir más allá de tus propios límites o de las formas que te han enseñado a pensar. Todos los libros tienen algo, te cambian. Pero “Facsímil” fue un cambio en sí mismo, porque era muy distinto del libro que estaba escribiendo. Era una variación sobre una idea, pero en ese caso el libro fue casi lo contrario de la idea. La idea estaba en el horizonte de lo natural y era un relato muy apegado incluso a unas opiniones acerca de un período particular a comienzos de los años noventa. Pero era un relato que por una parte sentía que era muy necesario, y por la otra sentía que ya lo había escrito y que al hacerlo estaba repitiendo algo. Lo que sucedió es que me harté de eso y lo empecé a parodiar. Y empecé a jugar con esa retórica de las preguntas, en vez de hablar sobre ese examen me metí en el corazón de ese problema. Y luego está ese punto en que todos los estilos ya están dentro tuyo, entonces avanzas con mucha decisión. Pero la parodia es importante, porque siempre es autoparodia en la literatura. Incluso cuando pareciera estar muy lejos de lo que parodia, está incluido en lo que parodia. Este presupuesto de mirarte mirando. Hay un humor que está en el hecho de sacar la voz. Entonces hasta en el relato más traumático hay un desplazamiento. Incluso en la aparente ausencia de humor, hay algo en esa distancia que costó muchísimo tomar para narrar algo por primera vez. También hay un aliento que luego se nutre de este juego de distancia y proximidad. Va hacia la parodia y vuelve. La parodia es un país al que se va y del que se regresa. Es algo que te permite hablar en serio porque al final es lo que te hace reír, pero también te puede hacer llorar. Creo que tiene que ver con esos movimientos a través del tono. No tomarse en serio para poder tomarse en serio. Decía Nicanor Parra: “La verdadera seriedad es cómica”. ∎