Han pasado ya diez años desde que Turner Noema publicó en nuestro país “Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno”; un año antes salió en el Reino Unido y aún se cita como una referencia reciente. Allí Bob Stanley (Horsham, 1964) –periodista, escritor, productor, incansable recopilador de obra ajena y músico: Saint Etienne es su banda principal– contaba con entusiasmo la historia del pop acotada por los parámetros temporales habituales, es decir, a partir de la caída del meteorito del rock’n’roll a finales de los años cincuenta del siglo XX. La curiosidad infinita como fanático del pop llevó a Stanley –con la excusa de una anécdota doméstica con la versión de The Beatles de “Till There Was You”– a echar la vista atrás y fijarse en la prehistoria del fenómeno; el pop y el rock no surgieron de la nada. Eso es lo que nos explica “Let’s Do It. El nacimiento de la música pop” (“Let’s Do It. The Birth Of Pop”, 2022; Liburuak, 2025; traducción de Tito Pintado).
El nuevo origen lo sitúa en 1900, acotado el ensayo al pop anglosajón con amplitud de miras, teniendo en cuenta todo lo que este absorbió de otras músicas de todo el mundo cuando llegaron a los Estados Unidos. Aunque es bien conocido que la óptica de Stanley es muy británica y que va alternando en algunos capítulos lo que sucedía en paralelo en el Reino Unido, lo cierto es que en esta primera mitad de siglo el dominio estadounidense fue apabullante. Y lo fue porque, en definitiva, la historia del pop es una rama más de la modernización del viejo mundo vía desarrollo tecnológico y sociedad de consumo. La aparición del disco de 78 rpm le dio un formato para su expansión, por medio de los distintos sistemas de reproducción.
Stanley entrelaza con maestría la influencia de los avances técnicos y de otros factores externos del contexto histórico con la propia evolución artística de los géneros. La lectura resulta tan adictiva, por el flujo y la contagiosa pasión del autor, como exigente. No solo por las más de 700 páginas del volumen, también por la exhaustividad a la hora de citar autores, canciones –más de mil a lo largo de todos los capítulos; en una plataforma de streaming hay un par de playlists apócrifas con parte de ellas, si se quiere acompañar la lectura con la música– y fechas. Las citas a pie de página no son excesivas ni llegan a desviar al lector de la narración principal como sucede en otros ensayos. Mención especial aquí para la titánica tarea del traductor, el también músico Tito Pintado, bien conocido por los viejos lectores de esta revista por su trabajo en grupos como Penelope Trip, Telefilme o en solitario al frente de anti.
La música que el autor sitúa como el cohete que inició la fiesta es el ragtime, con su sincopado ritmo. Como todos los estilos que históricamente han roto con lo anterior, generó a priori un amplio rechazo en la sociedad adulta y por parte de los músicos profesionales establecidos. De origen afroamericano, su primer héroe fue Scott Joplin –su mítico “The Entertainer” (1902) ha llegado a nuestros días vía el filme “El golpe” (George Roy Hill, 1973)–, pero, debido a la barrera del racismo, el estilo necesitó de la intervención de un blanco para su popularización. El tema “Alexander’s Ragtime Band” de Irving Berlin fue el gran hit; Stanley lo considera un punto de inflexión. El autor de origen judío ruso –otra fuente de entrada de talento con George Gershwin y muchos otros– fue clave en el desarrollo del American Song Book, música que se retroalimentó con los musicales de Broadway.
A partir de aquí el relato se detiene tanto en los sucesivos estilos como en sus autores e intérpretes. Por un lado están los grandes nombres que han llegado hasta hoy –Fats Waller, Bing Crosby, Billie Holiday– o los que triunfaron en vida pero no trascendieron –como Al Jolson o Rudy Vallee–, pero también están todos los que se quedaron a las puertas o fueron flor de un día. Conmueve el relato de todas esas vidas con sus cimas y sus desplomes. Amores, traiciones, desgracias y muertes jalonan el camino de las estrellas mayores y menores. Aunque Stanley es elegante con todos, no duda en mojarse y, además de loar a figuras que aún hoy gozan de prestigio como Cole Porter, Frank Sinatra o Duke Ellington, ensalza con especial ímpetu a aquellos a los que la crítica infravalora hoy en día, como Louis Armstrong, Glenn Miller o Nat King Cole. Esto es pop.
Aparte de hacer notar la dureza de la segregación racial y las dificultades que tuvieron que vencer los artistas negros, Stanley también dedica especial atención a las mujeres sin hacerlo de modo forzado. Pioneras como Ruth Etting o Annette Hannshaw, compositoras como Kay Swift –preciosa su historia con Gershwin–, divas como Judy Garland o grandes intérpretes como Peggy Lee, Dinah Washington o Nina Simone. Todas tuvieron que sobrellevar las trabas del machismo imperante en la sociedad occidental. Con su talento nos dejaron su inmenso legado.
Los avances técnicos que citábamos fueron clave en el plano artístico. La mejora de los micrófonos y técnicas de grabación permitió cantar en tonos más bajos –aparición de los crooners– y el auge de la radio y sus locutores, así como la creación de la prensa musical, ayudaron a la propagación de los éxitos. También el cine sonoro, que generó los musicales y las bandas sonoras, con sus hits. En cuanto al contexto, una huelga del sindicato de autores en los años cuarenta en la que no se permitió grabar ni poner en la radio canciones de los músicos profesionales hizo que las discográficas y las cadenas echasen mano de la música popular no registrada, siendo la ventana de popularización de todo el folk, el hillbilly y música country que hasta entonces había sido relegada a las zonas rurales. En los años cuarenta, las grandes orquestas del swing y el jazz, en las que los cantantes eran un instrumento más a las órdenes de los directores de orquesta, vieron que el éxito en la venta de discos de solistas –acompañada por su aparición en televisión– daban la vuelta a la tortilla y tomaban el mando que aún hoy ostentan los vocalistas.
Todo el marasmo de estilos surgidos desde el ragtime –el jazz, el blues, la canción romántica, el swing, el boogie woogie, el folk, el country– y las escisiones de géneros –para el autor, el bebop es el camino que aleja el jazz del pop– y fusiones sirvieron los ingredientes propicios para el surgimiento del rock’n’roll y la historia que conocemos. Stanley se detiene en tratar de explicar el porqué del sarpullido y desagrado que generó entre muchos. Si tenemos en cuenta la sutileza y la riqueza instrumental y armónica de la música hasta mediados de los años cincuenta, es normal que ese sonido eléctrico estridente y de ritmo repetitivo fuese visto como un paso atrás y una tropelía. Algunos como Sinatra jamás lo asimilaron. La última parte del libro está dedicada a reflejar la convivencia del rock con el éxito de los cantantes melódicos y de géneros como el easy listening en los años sesenta. Además de citar “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” (1967) de The Beatles como la irrepetible confluencia del pop nuevo y el antiguo, como colofón a los breves años de dominio británico del panorama pop.
Al terminar el libro, Stanley consigue dejar en el aire la sensación de la profundidad, dimensión y belleza de toda la música cubierta en su ensayo. Como narra en los fragmentos en los que se cruzan en el relato las dos guerras mundiales y la Gran Depresión, la gente se agarró a la música como asidero espiritual y anímico. La BBC dejó de emitir música por unos días tras los primeros bombardeos nazis y tuvo que recular por demanda popular. Las catástrofes y barbaridades humanas no han cesado; por fortuna el aliento del pop, el actual y el pasado, tampoco. ∎