Colson Whitehead concluía su anterior novela, “El ritmo de Harlem” (2021; Random House, 2023), con sus protagonistas, Ray y Elizabeth Carney, aprovechando una jornada de puertas abiertas para visitar la casa en la que querían vivir. La acción ocurría en 1964 en un libro dividido en tres partes; las otras dos están ambientadas en el mismo lugar, Harlem, en 1959 y 1961. “Manifiesto criminal” (“Crook Manifesto”, 2023; Random House, 2024: traducción de Luis Murillo Fort), segunda entrega del tríptico inaugurado con aquella, también se divide en tres partes, mucho más marcadas, como si fueran relatos autónomos que transcurren en 1971, 1973 y 1976. El carácter de fresco sobre un lugar habitado por unos personajes que ha adquirido la última narrativa de Whitehead le permite digresiones y experimentos varios: el ambientado en 1973 tiene a Ray solo como personaje residual, recayendo todo el protagonismo en el matón llamado Pepper, quien años antes trabajaba con el padre de Ray en todo tipo de actividades delictivas –robos, secuestros, chantajes, algún que otro asesinato y, sobre todo, incendios provocados, el tema central de este segundo libro– y que ahora ayuda al hijo y a otros personajes a solucionar molestos entuertos.
El arco temporal que supone pasar de 1971 a 1976 le permite al autor tratar todo tipo de temas y arquetipos ligados al Harlem (y a la ciudad de Nueva York) en combustión de aquella década: actrices y directores blaxploitation, políticos y policías corruptos, mafiosos de distinto pelaje, los Panteras Negras y el BLA (el Ejército Negro de Liberación). Whitehead mezcla a la perfección figuras de ficción con reales, películas que entonces estaban en boca de todo el mundo con filmes inventados que se ruedan en la tienda de muebles de Carney: “Drácula negro” (William Crain, 1972), “La aventura del Poseidón” (Ronald Neame, 1972), Samuel Z. Arkoff –el gran productor de serie B de la época al frente de American International Pictures–, Hal Ashby, el músico Gene Page, un concierto de los Jackson 5, la música de la Motown y el sonido Filadelfia. La prosa más cruda de “Los chicos de la Nickel” (2019; Random House, 2020), o la más deslumbrante de “El ferrocarril subterráneo” (2016; Random House, 2017), da pasó aquí a una narrativa más directa y “popular” que se inscribe en la tradición de la novela negra y el cine policíaco de denuncia social. No es extraño que se hable de Frank Serpico, el policía honrado que denunció la corrupción del cuerpo policial neoyorquino, protagonista de uno de los filmes decisivos del Nuevo Hollywood setentero, “Serpico” (Sidney Lumet, 1973), del que estas últimas novelas de Whitehead son un brillante y vibrante reflejo con una particularidad: el autor es afroamericano y habla con mejor conocimiento de causa de la realidad racista de Nueva York y los conflictos internos de Harlem.
“Una empresa tan vasta, compleja y fraudulenta como la ciudad de Nueva York”. Así queda definida en la novela la gran urbe que alberga y permite “una desvergüenza organizada rayana en la conspiración”. Munson, el policía corrupto que ya aparecía en “El ritmo de Harlem”, posee la adrenalina de la impunidad. No es que Carney o Pepper sean hombres sin mácula, pero quienes los rodean a lo largo de esta fluida crónica neoyorquina de los setenta son, por lo general, personajes absolutamente abyectos. Los inspectores de policía son pobres hasta los 30 años, ricos hasta los 40 y luego se van a la cárcel. El libro abunda en descripciones breves y certeras como esta, que definen ese permanente estado de corrupción y ansias de dinero o de poder desde todos los estamentos. Los agentes e inspectores de policía roban millones de dólares en droga de la sala de pruebas y luego la revenden a los mismos camellos a quienes se la habían confiscado. En “El ritmo de Harlem” se hablaba de los jueces que cobraban una comisión ilegal por cada condenado al que conmutaban la pena si se apuntaba en el ejército. El círculo natural de la abyección.
A pesar de todo, la gente viene y va, los edificios cambian, pero Harlem se queda, escribe Whitehead en la segunda historia. Es un barrio, un espacio, un microcosmos de resiliencia. Hasta la aparición, documentada, de una ola de incendios provocados que se cobra víctimas inocentes. Es el máximo ejemplo de corrupción institucional que maneja el autor en la novela. Mucho antes, en 1912, la ciudad sufrió muchos actos de pirómanos, pero no desde el vandalismo estratégico de las esferas del poder. Quemar, recalificar y hacerse ricos unos cuantos. En el segundo relato, el cineasta apodado Zippo rueda un filme blaxploitation –mezcla de “Cleopatra Jones” (Jack Starrett, 1973) y “Super Fly T.N.T.” (Ron O’Neal, 1973)– sin dejar de lado su pasión por quemar casas. La piromanía describe al personaje, pero en la tercera historia, la ambientada en 1976, el fuego se convierte en el barómetro de la bajeza humana. Hay aquí un conflicto interesante que Whitehead resuelve muy bien: Elizabeth apoya encendidamente al fiscal Oakes como próximo alcalde de la ciudad por el Partido Demócrata, pero su esposo, Ray, sabe que Oakes es el más corrupto de todos. El fuego se adhiere a la escritura del autor como el queroseno se adhería a las ropas del padre de Ray cuando llegaba a casa de noche tras haber participado en un incendio provocado. Whitehead describe todos los métodos caseros para conseguirlo. Alucinante. La lógica del sistema es implacable: “Si te cargas las fábricas y los almacenes, dejas un montón de gente sin medio de vida. Los blancos sacan provecho de esas nuevas autopistas y huyen de la ciudad para vivir en el extrarradio en casas subvencionadas por programas hipotecarios federales. Unas hipotecas que no están al alcance de un negro”.
Whitehead fantasea y documenta, crea capas y capas emocionales para un descripción tan realista como cínica del Harlem de su infancia y adolescencia. Crea un vínculo con el cine policíaco de los setenta y con la narrativa de escritores negros como Chester Himes y Walter Mosley, a la vez que remodela la prosa del género. Es un mundo de “chanchulleros harlemitas”, de viciosos y supervivientes, corruptos y espabilados, gente práctica o con complejo de culpa por la manera de hacer negocios, en el que hay espacio para la guerra entre dos restaurantes para ver quién sirve el mejor pollo frito de todo Harlem mientras que los bares de copas del barrio tienen las máquinas de discos estropeadas porque los yonquis mangan los giradiscos. Pero también hay lugar para el sentido del humor: en Estados Unidos se cargan la película realizada por el tal Zippo, pero la crítica francesa le señala como un auteur de verdad, una especie de Otto Preminger negro. Recuerda al gag del director ciego reivindicado por los críticos franceses del filme de Woody Allen “Un final made in Hollywood” (2002). ∎