En el método Fielder hay una acusación al espectador-sociedad, o una verdad revelada: se nos exige sinceridad cuando, en realidad, lo que nos están pidiendo es que actuemos. En ese sentido, la performance del payaso-piloto es la más sincera hasta la fecha. Nuestra idea de alguien capaz, de un verdadero capitán, es todo lo contrario a él y al resto de personajes, siempre incómodos, que lo rodean (capitanes muchos de ellos, en este caso). Lo que transmite confianza no es la verdad: es no titubear, no experimentar dificultad y no pedir ayuda, satisfaciendo la proyección narcisista de lo que desearíamos ser. Y, sin embargo, si hacemos eso, los aviones se siguen cayendo. Me daba miedo que, pecando de un psicologismo del que con suerte empezamos a desintoxicarnos, la serie terminase regalándole a la audiencia un diagnóstico de autismo como epifanía para Fielder. En ese sentido, esto no va sobre él. Escapar a la respuesta en el último momento, negarla a nosotros y a sí mismo, es lo más sincero que podía hacer, y lo que le permite mantenerse en movimiento. No queremos saber, en el fondo, lo que decimos que queremos saber. Las respuestas están y han estado siempre a la vista de todos.
Nada de esto, por ingenioso y simbólico que sea, nos habría electrizado tanto (¡estamos de celebración, el cine ha vuelto!) si no hubiésemos visto volar a Fielder, porque la serie se sublima también fílmicamente. Se vuelve gigante, nos sorprende y nos supera. La secuencia del vuelo comercial de un 737 pilotado por Nathan Fielder, filmada no solo desde el interior sino también desde fuera, desde la mirada de un avión convertido en tema, símbolo y dispositivo de la temporada, es historia inmediata de la televisión, o de lo que sea esto que estamos viendo. Sí, también es una metáfora del aislamiento. Del papel que se come a la persona. Pero tiemblan “Fast And Furious”,
“Misión: imposible” y todas las fantasías de capacidad inalcanzable a las que acaba superando: no es HBO, no es Superman, es Nathan Fielder surcando el cielo. ∎