No debe de ser tarea fácil pertenecer a
Animal Collective. Con cada nueva entrega se enfrentan a la disyuntiva de bien dar otra vuelta de tuerca a su particular sonido (estrujándolo, filtrándolo, contaminándolo) o bien seguir la senda más accesible y clásica de
“Feels” (2005). ¿Nos apuntamos al pop o nos deconstruimos de nuevo? ¿Nos ponemos o nos quitamos las camisas de fuerza? En realidad se trata de eso. Hay pocos grupos tan libres como Animal Collective. No es que no piensen en su público cuando componen o graban; es que a veces no piensan ni en sí mismos. La clave está en dejarse llevar.
“Strawberry Jam” (2007), su primer largo para Domino, es un álbum con muchas caras y bastantes máscaras. En un mal día y con la guardia baja, sus nueve canciones pueden, por este orden, darte mucho calor, acabar con tu paciencia de musicólogo, hacer que te rechinen los dientes y meterte directamente en la cama para no salir en dos días. Pero en circunstancias normales, y aunque en ocasiones suenan crispados y crispantes, es una aventura fascinante en la que, sí, a veces cuesta entrar, pero también cuesta luego salir. ¿Son Animal Collective un género en sí mismos? Habría que preguntárselo a algún antropólogo especialista en música nativa norteamericana. Desde
“Peacebone” hasta
“Derek”, pasando por las excepcionales
“Chores” y
“Fireworks”, el cuarteto de Nueva York demuestra una destreza y un aprovechamiento de sus recursos que para sí quisieran la mayoría de las bandas que quieren merecer la pena. Sería fácil atragantarse con tanto carrusel sónico, tanta incitación tribal, tanto olor a peyote, pero Animal Collective hacen que lo imposible sea posible y lo posible, imposible. ∎